Compartimos cama, respiramos aliento en conjunto. Hicimos vida en común. Viajamos. Comimos. Nos separamos hace 4 años. ¿Noviazgo heterosexual? ¿Romance lesbiano? ¿Amorío? ¿Amistad? Nos reencontramos. No tuvimos contacto en todo este tiempo y pasamos la primera noche en la misma cama.

Perdió gran parte de la masa muscular de sus piernas, tiene problemas cardiacos (sufrió dos infartos) y atraviesa la longevidad valiéndose de un sentido sobrepuesto al paso del tiempo: el olfato. Su respiración y los pulmones son contigencia. Toma pastillas para el corazón después de cada comida y duerme 20 horas diarias.

Ha resignado el estado de alerta. Reacciona a las caricias y al olor. El de su meo matutino que traza un trayecto inventando a los pies de la montaña. Allí se mudó hace 4 años, cuando se fue a vivir a Segovia. La última vez que nos vimos fantaseé con que me había despedido como si fuéramos a vernos a la mañana siguiente en un paseo: a cagar, tomar agua y volver para recostarse en el sillón. En mi lenguaje interspecie el duelo por el fin de la vida en común era el dolor sostenido por la humana, como el peso de la nieve sobre las ramas de un pino.

Nos volvimos a encontrar, con el paseo suspendido por 1460 mañanas derretidas como escarcha en el ronquido que compartimos la primera noche en la misma cama. Me animo a decir que nos pasamos el tiempo perruno en un gesto, una olida y un lenguetazo: “Precisamente quién está ahí debe ser puesto en cuestión permanentemente. La clave está en el reconocimiento de que unx no puede conocer al otrx o a sí mismo, sino que tiene que preguntar constantemente quién y qué está emergiendo en la relación. Esto vale para todos los amantes verdaderos, de cualquiera de las especies (...) Creo que todas las relaciones éticas, dentro de una especie o entre especies, están tejidas con el fuerte hilo de seda de la precaución continua con la otredad dentro de la relación”. dice Donna Haraway en Manifiesto de especies de compañia. Lo leo de un solo saque al compás de la respiración carrasposa de Hugo. Tomo notas sobre la maraña relacional y los vínculos, las relaciones como la unidad de análisis más pequeña para el amor. Amistades, amantes, noviazgos, parentescos, familia.

El color del pelo es un gris filo de cuchillo, los dientes escasean y tiemblan las patas de atrás. Desde que nos volvimos a oler, solo durmió dos noches conmigo. El resto lo hizo en su cucha. En los paseos al pie de la montaña, se detiene en cada arbusto a oler. Decido no apurarlo, me entrego al tiempo perruno. Me parece justo. Tirito de frío y él va por su barrio a paso vivo. Nuestro amor nunca fue una relación de igualdad, ¿quién la tiene? “Hablar de especies compañeras significa aceptar que quién y qué somos es siempre algo relacional, emergente, procesal, histórico, mutable, específico, contingente, finito, complejo, impuro”, dice Donna en este manifiesto de relación perro/persona que tanto me resuena en estos días de encuentro. Tal vez su teoría pueda dejar ver cómo la confianza, el respeto y el amor pueden aparecer también en situaciones configuradas por el poder.

En nuestra última noche antes de volver a ese estado de lejanía otra vez, lo llevé a los pies de mi cama para que pasaramos la noche juntxs. Me fui a lavar los dientes y Hugo saltó sin medir el peligro de la distancia con el suelo. Como consecuencia de la caída las dos piernas de atrás quedaron tiesas y oí sus ladridos de dolor. Me desesperé de saber que estaba herido, que se había lastimado por haber saltado para llegar al baño en donde yo me lavaba los dientes. Le hice masajes un rato largo, valiéndome de la caricia como cura. Después de un rato se quedó dormido con su respiración escandalosa. Tuve miedo de que al día siguiente tuviera aún más dificultades para caminar. Por suerte no sucedió.

Nos despedimos entre su hocico y mi boca, un espacio dulce y agradable. Un amor verdadero.