Al lado del Atlántico, la ruta lleva desde Santa Clara hasta Mar del Plata. Entre los autos y las olas, sobre la franja de tierra, hay delgada línea de cemento para bicicletas y caminantes. La mañana en que me propongo intentar llegar hasta la ciudad, el viento sopla del sur, y es difícil avanzar. Se parece a caminar en el lugar, pese a cualquier esfuerzo. Inevitable pensar en Rosario Bléfari con su Viento Helado. “Si no durmiera no podría ni soñar/ Con lo que de otra forma nunca encontraría”, me canta al oído mientras me pregunto si no sería mejor cambiar de rumbo, volver, tomar un camino que me aleje del mar. Cómo alejarse de lo que tenemos adentro, para mí el mar es refugio y calma, en su inmensidad me pierdo cuando el sol se posa con reflejos dorados sobre su superficie y también si el gris se desploma en las olas. Ir a la orilla del mar es también reencontrarse con esas divinidades sincrónicas, con la Janaina o Iemanya que Jorge Amado enseñó a amar. La diosa del mar tan presente en la música brasileña, se hace presente en la voz de María Bethania. Ella es la madre protectora. Madre de los peces, es también la divinidad que adoran los pueblos pescadores. Cada 2 de febrero, vestidxs de blanco, van a llevarle sus ofrendas, y ruegan que las acepte, porque si las devuelve, es un mal augurio. Ese día, el mar se llena de flores para festejarla. Y un uruguayo, Jorge Drexler, popularizó la canción escrita por Rubén Olivera que te lleva a esa fiesta, aunque no seas pescadora, ni siquiera devota.

El ritual marítimo lleva a pensar en Teresa Batista, cansada de guerra. Teresa que sufrió como el pueblo brasileño, Teresa testigo de la historia y artífice de las rebeliones, Teresa amada. Esa que supo gritar: "El miedo acabó". 

Por qué será que los pensamientos, aún cuando cuesta avanzar con los pies, vuelan a lugares tan insospechados ¿quién dijo que yo podría recordar mi lectura de Teresa Batista en aquel verano del 98, cuando la historia de Teresa me conmovió, sin saber que muchos años después sería otra mujer de Brasil -nacida en Ucrania- la que me descubriría otros mundos.

Escribió Clarice Lispector: “Ahí está él, el mar, la más ininteligible de las existencias no humanas. Y aquí está la mujer, de pie en la playa, el más ininteligible de los seres vivos. Como el ser humano hizo un día una pregunta sobre sí mismo, volviéndose el más ininteligible de los seres vivos. Ella y el mar. Solo podría haber un encuentro de sus misterios si uno se entregara al otro”.

¿Qué podría escribir yo sobre el mar después de ella? ¿Para qué intentar poner (nuevas) (propias) palabras a experiencias que ya han sido contadas, transitadas, expresadas? Las preguntas siempre vuelven. ¿Hay algo nuevo que decir?

La deriva caminante me lleva a la Pao, esa amiga que sabe cómo meterse en el mar de la vida, mojándose desde la orilla a lo profundo. Y encontrando la forma de nadar en las aguas más turbulentas. Quien viene a la orilla del mar, nunca más quiere volver. Así dice la canción de Doryval Caymmi, que prefiero escuchar en la voz de Adriana Calcanhoto.

Porque el mar puede ser refugio a la vez que intemperie, el disfrute de las olas y la violencia de sus rompientes, la inmensidad y también el final. De vidas ajenas, el libro de Emmanuel Carrere empieza con un tsunami, el mar en toda su ferocidad. Una novela fabulosa, que envuelve en esas vidas que se van haciendo propias. La jueza convencida en lograr pequeñas victorias sobre un sistema financiero que se juega vida a vida, cuerpo a cuerpo. Y una frase que nunca dejo de recordar. “Me escandalizan tanto los que dicen que somos libres, que la felicidad se decide, que es una elección moral. Para esos profesores de la alegría la tristeza es una falta de gusto, la depresión una señal de pereza, la melancolía un pecado. Estoy de acuerdo, es un pecado, incluso un pecado mortal, pero hay personas que nacen pecadoras, que nacen condenadas, y a las que todos sus esfuerzos, todo su coraje y su buena voluntad no liberarán de su condición. Entre los que tienen una fisura en el núcleo y los que no la tienen ocurre igual que entre los pobres y los ricos, igual que la lucha de clases, sabemos que hay pobres que dejan de serlo, pero que la mayoría no, siguen siéndolo, y decirle a un melancólico que la felicidad es una decisión es como decirle a un hambriento que coma bollos", se lee en la página 122 de la edición de Anagrama. Será por eso que me gusta tanto la versión que hace Virginia Innocenti de Tiritando, porque despoja todo lo festivo para llegar al hueso: “el frío de tu alma/ me hace tiritar”.

Y, como siempre, el tema de los privilegios. ¿Disfrutar de la vida será un privilegio? No pienso, en este caso, en lujos, bienes materiales, mercancías. Pienso en el momento en que el aire marino entra por la nariz, cuando la vista confunde, en el horizonte, el cielo con el mar, cuando el ruido de las olas acuna los sentidos. Ese momento de disfrute total, suspendida en el tiempo. Si es posible, de mañana. Y si hoy estuviera en Buenos Aires, claro que me haría una escapada para verla a Clara Cantore, que logra nuevos sonidos para el Mediterráneo.

¿Será de aguafiestas pensar, justo en el ese momento, en todas las personas que no tienen libertad de circulación por su ciudad, ni hablar de viajar, desplazarse a otros lugares? Facundo Castro, sin ir más lejos. Asesinado por desplazarse en cuarentena. Esa prohibición de circular por el espacio no escrita que significan las clases sociales. Niñxs que no conocen, siquiera, el Monumento a la Bandera en Rosario o el centro de su ciudad.

Rejas invisibles que parcelan la vida. Serán negadas por quienes consideran que el orden de las cosas está bien dado, que a quién se le ocurre que exista algo como el patriarcado, si no se ve. Esxs que dicen que bueno, el capitalismo es un sistema imbatible, despojado de violencias. Sí, existen. Lxs conozco. Niegan la evidencia. Se evitan preguntas, o ya tienen las respuestas, ¿será el orden que encuentran para sus vidas? ¿Aunque haya miedo, hambre y desolación en derredor? ¿y qué hacer con este desorden que me habita?

Más de una vez me siento caminando contra el viento, y me pregunto si esa sensación de agotamiento será, más que física, la impotencia ante una marea que inunda llena de justificaciones. El viento también impulsa, claro, aunque en estos días, parece que sopla tan lejos de nuestros deseos.

¿Es la alegría una fatalidad? No sé, Clarice, dudo entre quedarme en la orilla o sumergirme en las olas sin pensar que podrían lastimarme en su violento movimiento.