Desde hace unos años sus libros breves, cortantes y veloces como manifiestos voladores circulan entre nosotros. La pandemia no parece conmoverlo en sus cimientos teóricos y conceptuales aunque algo se ha manifestado. Crítico de lo positivo, de lo afirmativo, de la tiranía de la felicidad, casi podría decirse que su gran reivindicación filosófica es la negatividad. El momento en que desde el corazón de la dialéctica o de la subjetividad, el cuerpo y el alma dicen no.

Hay algo monstruoso –esos viejos monstruos de la razón- en su capacidad de disecar el capitalismo globalizado y hegemónico. El gran tema de Byung-Chul Han, podría afirmarse hoy, exactamente por estos días, con la llegada de No cosas, su último libro publicado en castellano por Taurus, es el gran triunfo del neoliberalismo en su afán por capturar y someter las subjetividades. Se resume en una idea contundente, en dos frases: Ya no necesitan doblegarte. Te convencieron de someterte voluntariamente.

Se supone que sos tu propio amo (emprendedor) y en rigor sos tu propio esclavo, hasta la extenuación del stress infinito, el burn out. Somos capturados continuamente por la red. Giramos como el ratoncito en la rueda. Nos quemamos. Y eso es todo lo que sucede en la vida. No cosas lleva estos planteos al terreno de la información, la big data, las fake, los smartphones. Nos alejamos de las cosas, esos objetos que pueden particularizarse en su materialidad y en su capacidad de evocación. El martillo del abuelo. La pipa del vecino. Las cosas fueron reemplazadas por signos, símbolos, datos, rayitas, likes, caritas, letras, señales abstractas de un mundo vacío.

Hacía falta una claridad y lucidez algo monstruosas, desprovistas de toda emoción aparente, para enfrentar el momento más monstruoso del capitalismo tardío: el momento de la hegemonía de la infelicidad disfrazada de felicidad, de la ignorancia disfrazada de información.

Recién este año pude leer La sociedad paliativa. El año pasado me resultaba insoportable abordar un texto algo frío en materia pandémica. Byung-Chul Han plantea que las sociedades están desterrando el dolor. Es la sociedad analgésica. Pero sin dolor, dice Han, no hay noción de sí ni del otro, no hay alteridad. Vivimos en lo mismo. Anestesiados. Hay pocas referencias a la pandemia y en esa mínima cita a lo actual resulta más interesante lo que dice Han que lo que dice Agamben. No va por la libertad amenazada por el control del estado. Sí, de refilón, una advertencia de perogrullo. A la libertad ya la daba por perdida. A pesar de su aura de sabihondo y de suicida al mejor estilo Benjamin, Han es un destacable profesor universitario (enseña actualmente en la Universidad de las Artes de Berlín) que huyó de Corea a Alemania para estudiar literatura, recaló en Friburgo y se convirtió en filósofo. Sus defensores a ultranza dicen que no hay pensador más importante hoy en día que Byung-Chul Han. Su ventaja comparativa es que maneja lo mejor de cada mundo –occidente, oriente. La lectura del deslumbrante Filosofía del budismo zen, así lo vendría a confirmar. Poner en jaque la filosofía tal como la condensaron Hegel y Heidegger desde la desconcertante broma zen.

Quienes sin llegar al fastidio con su monserga anti tecno, lo toman con pinzas y lo consideran obviamente un pensador de peso, pero tan intrincado como escurridizo, lo suelen tildar de romántico para darle forma a una especie de tolerancia comprensiva. Decir hoy de un intelectual del siglo 21 que es un romántico, es alabarlo con un venenito inoculado en el elogio. Es decir: vale su lenguaje, vale su pensamiento. Pero no es un pensamiento filosófico en sentido estricto. Vale, digamos, con el valor de un artista o un escritor, que considera las posibilidades del lenguaje por encima de la verdad de una idea. Pero filósofo… es otra cosa. Hay algo cierto aquí: más que la búsqueda de la verdad (¿un imposible?) Byung-Chul Han opera encarnizadamente sobre las evidencias que va desparramando la vida actual acerca de que la verdad es solo una cuestión de eficacia. Y él se niega a cantar loas a la eficacia. 

A su manera, seca, cortante y mala onda, Han también es uno de esos encantadores sofistas de la actualidad que divulgan la filosofía sin bajar el nivel y la vuelven apasionante. Podría decirse que maneja –no manipula- a la perfección el narcisismo de todos esos lectores que buscan explicarse por qué los fascina tanto este mundo horrible que describe y del que participamos bastante gozosamente, un mundo aparentemente desabrido, sin objetos personalizados, sin aromas, sin recuerdos infantiles, una sociedad cansada, rendida y anestesiada. Sus libros –libelos ascéticos- tienen un efecto inmediato: obligan inmediatamente a posicionarse. A las pocas páginas, Han ya te está dando con un caño. Si usás emojis. Si das likes. Si vivís pendiente del celular. Si no te bancás un dolor ni cinco minutos. O te rendís a los encantos de la depilación brasileña. Critica lo liso, lo depilado, lo suave, las pantallas. O sea, todo lo que gusta, tienta y colma al narcisista. Pero creo que logra genuinamente despegar por un rato al narcisista de su biberón.

Te acompaña al borde del abismo y te deja ahí, cavilando a la manera ensimismada y poco risueña de Ernesto Sabato. Quien haya leído ensayos y novelas de Sabato, encontrará mucho de lo que Byung-Chul Han dice con palabras austeras y perforantes. Sabato había conocido al monstruo de la ciencia desde adentro y huyó hacia el Arte y la literatura. Han prefirió instalarse en el refugio del Ser, pero nada dispuesto a ceder al nuevo sentimentalismo tecno engañoso de palabras como resiliencia o empatía, al vocabulario del coaching o el marketing espiritual.

Lo cierto es que nos hemos acostumbrado a leer a Han y a preguntarnos, en los desvelos nocturnos frente a la pantalla aún titilante, qué diría Han sobre esto o aquello, o quizás ya lo dijo en los textos que todavía no circulan por aquí, o lo va a decir próximamente.

El gran mérito de Han es que habla de todas esas cosas que constituyen la experiencia inmediata y urgente de la modernidad. El dilema (no el problema) es que empieza a decir más o menos lo mismo, o sea, ya sabemos para dónde va a disparar. En esa no sorpresa reside tanto su coherencia como su consistencia. Pero, a veces, las máquinas y los dogmáticos también gozan de esas virtudes. ¿Mantendrá Han su poder de seducir a públicos cada vez más amplios? ¿Será candidato al Nobel alguna vez? ¿Le interesará algo de la Argentina, aunque más no sea, le habrá intrigado el emoji del mate? ¿Se estarán convirtiendo sus adictivos libelos en nuevos objetos de consumo capturados por la red a modo de antídoto tolerable?

Mientras tanto, seguimos leyendo a Byung-Chul Han para poner a prueba nuestro narcisismo y recibir en el espejo de sus frases de hielo lírico el reflejo de nuestra propia lucidez impotente. Tiene razón y no podemos hacer nada con ese tener razón que también sería nuestro en el eco de lo pensable. Un eco que a la menor distracción de la infinita captura propuesta por pantallas y estímulos tecno-comunicacionales, se deshace en el vacío.