Texto y fotos de Patricia Veltri

El atardecer en Miramar de Ansenuza es una secuencia en cámara lenta, como de cine. El sol, una perfecta esfera anaranjada, se apoya sobre la laguna Mar Chiquita, muy suave, se va sumergiendo en un efecto óptico hasta que las aguas calmas se devoran la última porción.

En esa localidad balnearia del nordeste de Córdoba, empezando por su nombre, todo remite al espejo de agua como un mar sin olas que se pierde en la línea del horizonte. Miramar de Ansenuza es –desde tiempos remotos– conocida por su inmensa laguna salada que se ubica como la más grande de Sudamérica y quinta en el planeta. También por las propiedades curativas de su suelo fangoso. 

Fue territorio habitado en sus orígenes por indígenas que atribuían la laguna y la presencia de flamencos a una leyenda amorosa. Los flamencos conforman una colonia enorme que tiñe de rosa el paisaje y es la imagen ícono del lugar.

A principios del 1900 un médico de apellido Cornejo, que había descubierto en el Mar Muerto terapias curativas en afecciones reumáticas y de la piel, recaló por esas latitudes cordobesas y encontró una similitud en las de Mar Chiquita. Implementó un tratamiento de 40 días seguidos que consistía en untarse con el barro de la laguna y luego tomar baños sumergidos en el agua, que por su cantidad de sal hace que los cuerpos floten. Los beneficios alcanzados, que se difundieron boca a boca, lograron que este lugar aún inhóspito se convirtiera en una especie de camping abierto de familias enteras que se establecían en carpas para hacerse los tratamientos.

Para 1910 estrenaba el hotel Mira-Mar, con tres cuartos, y diez años después ya tenía 60 habitaciones y una flota de 17 autos con chofer para ir a buscar a los huéspedes que llegaban en tren a la vecina estación Balnearia.

Sucesivas inundaciones; aumento y retracción de la superficie de la laguna transformaron su fisonomía, sepultaron para siempre construcciones enteras de varias manzanas costeras, aportaron relatos misteriosos y leyendas que se convirtieron en un atractivo para los turistas.

Patricia Veltri
Vista nocturna de la extensa costanera y el área de servicios.

GRAN HOTEL VIENA En el verano de 1936 la familia Pahlke, de origen alemán, recalaba en Miramar buscando sanar de asma a la mujer del matrimonio y de psoriasis a uno de sus hijos. Máximo Pahlke, jefe de familia, era por entonces gerente general de la empresa alemana Mannesmann y estaba casado con una mujer de origen austríaco. Se alojaron en la humilde Pensión Alemana. Un año después, regresarían a Buenos Aires totalmente curados. En agradecimiento decidieron invertir en Miramar. Se asociaron con la propietaria de la pensión y reformaron el establecimiento, ampliándolo y quedando a cargo. Para 1938 ya contaba con 18 habitaciones dúplex, sanitarios con azulejos importados de Alemania y artefactos de origen inglés.

La primera desavenencia de la sociedad comercial surgió por el nombre: mientras una parte quería mantener el nombre original, la otra quería cambiarlo por “Viena”. Se impuso el segundo criterio. Pero no fue suficiente para encontrar la armonía comercial, de modo que los Pahlke compraron la otra parte societaria. Fue el motor de lo que se convertiría en el colosal –para su época– Gran Hotel Viena. Mandaron a demoler la pensión y contrataron  una constructora alemana para construir en etapas, entre 1940 y 1945, el ala principal de tres plantas. La planta baja contaba con sucursal bancaria, central telefónica, peluquería para hombres y mujeres y oficina de correo. También un comedor para 200 cubiertos, con vajilla de loza inglesa, copas de cristal y cubiertos de alpaca. Todo con el escudo del hotel, el águila bicéfala de los Habsburgo.

Las habitaciones contaban con baño privado con bañera, balcones con vista al mar y teléfono. Las plantas se unían con ascensor. Adornaban espejos de cristal inglés y las lámparas eran de bronce y cristal biselado. Las paredes recubiertas con mármol de Carrara importado de Italia y los salones se iluminaban con arañas de las que colgaban caireles de cristal.

Los comedores estaban asignados a los señores y señoras; los niños; institutrices y choferes. Tenía en los sótanos una cámara frigorífica donde se conservaban la carne de cerdo y aves del propio criadero. Panadería propia, proveeduría con latas de conserva para alimentar a cien personas durante un mes y una bodega con 10.000 botellas de vino.

Había un pabellón termal para fangoterapia y balneoterapia, sauna con asistencia médica, enfermeras y masajistas. La piscina externa estaba dividida en dos partes: una de agua dulce y otra salada. Para ir a tomar baños a la laguna, el hotel proveía a sus huéspedes zapatos y gorros especiales.

Otros detalles eran desde la propia fábrica de hielo hasta la usina eléctrica y una torre de 22 metros para proveer de agua a los 6800 metros cubiertos de construcción.

La gran sorpresa fue que, cuando se terminó de construir en su totalidad la última etapa, en diciembre de 1945, la familia decidió su retorno a Buenos Aires. Dejaría a cargo al jefe de seguridad, Martín Kruegger. Coincidía con el final de la Segunda Guerra Mundial y la expropiación de bienes alemanes en la Argentina. A partir de allí comenzarían a tejerse leyendas que incluyen hasta a quienes creen haber visto al mismo Hitler hospedado en el hotel. Los dueños regresaron a Alemania y tiempo después Kruegger, único habitante del establecimiento, fue encontrado muerto. Esto alimenta también la creencia de que un fantasma atribuido a su alma en pena habita los ambientes del Gran Hotel Viena, convertido en Patrimonio Histórico y museo.

Patricia Veltri
Flamencos, la especie que abunda y se convierte en emblema de la avifauna local.

PARQUE NACIONAL Por estos días se trabaja para que antes de fin de año la laguna de Mar Chiquita forme parte del Parque Nacional más grande de la Argentina, con 800.000 hectáreas, entre la laguna, bañados y pastizales; entre 300.000 y 500.000; una colonia de flamencos de unos mil ejemplares; y posta de miles de aves migratorias que se desplazan desde Canadá hasta Ushuaia.

La Secretaría de Ambiente de Córdoba trabaja en la definición exacta del área que conformará el parque. La apuesta es que del millón de hectáreas que conforman hoy la reserva provincial de usos múltiples, 200.000 sigan bajo esa figura y 800.000 sean convertidas en parque nacional. Eso permitiría que el área que permanezca como reserva sea la que abarca las ciudades: de esta manera, podrán conservar las actividades productivas que desarrollan.

Miramar de Ansenuza tiene casi tres mil metros de costanera y playas sobre la laguna de Mar Chiquita, que son visitadas por unos 15 mil visitantes en temporada alta. La costanera está recientemente inaugurada como paseo para recreación diurna y nocturna con luminarias. Allí se ubican hoteles, bares y restaurantes donde pueden degustarse los platos distintivos de su gastronomía a base de nutria, por ejemplo a la parrilla o en relleno de pastas. También se encuentran allí las empresas de embarcaciones para navegación y avistamiento de flamencos y otras aves.

En uno de los extremos, opuesto al del Museo Gran Hotel Viena, se levanta el recién inaugurado Hotel, Spa y Casino Ansenuza, el más lujoso y grande de Córdoba.