Partimos desde Retiro rumbo a La Pampa y a la altura de Arrecifes una niñita inmutable en el asiento de atrás rompe su silencio de dos horas al descubrir algo extraño tras la ventana:

–¿Mami, que son esos palos?

–¿Qué palos Cami?

–Esos con una cosa que da vueltas

–Son molinos

–Ah ¿y qué son? ¿ventiladores para las vacas?

Cuando uno sale a recorrer en micro las planicies de la Patagonia esteparia, las horas se vuelven interminables y el paisaje pura monotonía: las películas a bordo suelen reforzar el hastío y la lectura puede producir mareos: la charla es la salvación. 

De una sucesión de largos viajes solitarios por las rutas patagónicas uno suele traerse historias. Sobra tiempo para conversar con el vecino de asiento y la necesidad es imperiosa: se habla largo y tendido con espacios de silencio entre una frase y otra. Los desconocidos se confiesan aquello que acaso no contarían a un pariente. Y la ubicación no enfrentada de los dos pasajeros evita la mirada directa a los ojos, quitándole su carga intimidante: esto refuerza la comunicación, un poco como el diván de psicoanálisis donde la vista choca contra el techo y rebota hacia uno. 

Hemos dejado la provincia de Buenos Aires para entrar en La Pampa entre los últimos pastos muy verdes previos a la estepa. Y luego de siete horas de silencio mi adusto vecino de asiento rompe el hielo:

–¿Buena la peli no?   

–¿Te parece?

El hombre a mi izquierda, de unos 40 años y cabello frondoso, intenta una comunicación sin quitar la vista del horizonte vacío, salvo por la línea de postes de electricidad desfilando tras la ventana. 

–¿A dónde vas? –indago para cambiar de tema.

–A Zapala para combinar a Caviahue y luego Copahue, el pueblo donde trabajo –aclara meditando las palabras como si dudara. Pero de repente se lanza a un monólogo que no habrá forma de interrumpir:

“Soy cordobés y hace diez años mi novia se graduó de bióloga marina, le salió un trabajo en Puerto Madryn y se fue para allá. Hacía nueve años que estábamos juntos y al mes me llamó diciéndome ‘vení que hay laburo’. No tenía un mango y me fui a la ruta a hacer dedo. Paró un camionero que me preguntó si sabía cebar mate, le contesté que sí y arriba. En un momento dijo ‘tengo dos sándwiches de milanesa ¿querés uno?’. No sabés el hambre que tenía yo. Me llevó hasta La Pampa y me dejó en una estación de servicio. En un momento apareció un hombre que venía de Neuquén y comentó ‘fui a buscar dos mozos y conseguí uno, ¿querés venir a Caviahue?’. Allá me dio casa, comida y trabajo en pleno año 2001, imaginate”.

Ya estamos cerca de Santa Rosa de La Pampa bajo un atardecer rojizo con nubes sueltas flotando como continentes a la deriva. Y la historia se interna en detalles superfluos.

–¿Querés un mate? –ofrece mientras saca el termo de un estuche de cuero y comienza a preparar la yerba.

–Bueno ¿y entonces? ¿ella dejó la biología marina? –indago para saber el final de la historia.

–La llamé y le dije ‘en un mes voy para Madryn y nos casamos’. Quince años después todavía estoy en Neuquén; me casé con otra, trabajo en las termas de Copahue, tengo un hijo y vivo en Loncopué. El otro día me mandó un whatsapp diciendo ‘todavía te estoy esperando, ja ja ja’.

Julián Varsavsky
El mate, siempre buen compañero en la inmensidad de las largas travesías.

PARADA PAMPEANA Muchos consideran a Santa Rosa de La Pampa una ciudad de paso, pero contra el lugar común opto por pasar la noche en la estancia Villaverde, a nueve kilómetros del centro. 

Amanece en la estancia y descorro la cortina de la habitación para descubrir la planicie pampeana sin obstáculos hasta donde pierde el foco la mirada. Abro la ventana y se cuela una superposición de trinos: teros, cardenales y jilgueros. Desayuno pastelitos de dulce de membrillo y salgo a recorrer la pampa húmeda en un carruaje francés comprado en 1935 por los abuelos de los dueños de casa. Un guía vestido de gaucho conduce el carruaje por una calle de tierra que se interna en el llano tapizado de pasto puna. En la lejanía una pareja de huéspedes también pasea a caballo: son tres puntitos en la inmensidad, ellos dos y un caldén.

EN RUTA A CHUBUT Sigo viaje 1300 kilómetros hacia el sur por la RN3 hasta Puerto Madryn. Esta vez no tengo compañero de asiento y me entrego a la lectura de En Patagonia, la célebre crónica de Bruce Chatwin.

Amanezco en la ruta poco antes de llegar: han desaparecido los árboles y el verde se ha trastocado en ocre. Para Puerto Madryn tengo un plan, más bien un capricho postergado de larga data: hacer snorkelling con lobos marinos. Navegamos en lancha media hora, nos colocamos la máscara y casi de inmediato se acercan lobitos a jugar: sacan la cabeza del agua mirándonos con atención y se vuelven a sumergir. Ya en confianza, uno me observa cara a cara a los ojos a través del vidrio. Ellos usan el hocico como nosotros las manos para tocar: me mordisquean las aletas en los pies. Se comportan como perros cachorros y uno en particular decide ser mi amigo: me sigue a todos lados como si el que observara fauna exótica fuese él. Por momentos hace acrobacias: tirabuzones y giros en redondo queriendo llamar mi atención. De repente desaparece y lo veo llegar por detrás: nadamos en paralelo y pasamos juntos 10 minutos de gloria.

Julián Varsavsky
Las lenguas de asfalto se despliegan en las curvas de la estepa.

HACIA LA CORDILLERA El plan de viaje implica ahora un cambio drástico en la geografía: ir desde la costa desértica hacia los bosques andinos, haciendo un corte transversal desde un borde al otro del mapa. Voy desde Puerto Madryn a Trevelin, cerca del límite con Chile. Son 700 kilómetros y en el trayecto leo que, en 1974, Bruce Chatwin viajaba por esta zona en micro y a dedo. 

No lejos de aquí fue levantado en la ruta por Milton Evans, un hijo de pioneros galeses, quien le dio mucha información al escritor. La crónica En Patagonia reproduce la historia John Evans –padre de Milton– y su heroico caballo Malacara. En 1883 Evans iba por la estepa con otros tres galeses cuando fueron atacados a caballo por un grupo de aborígenes. Malacara corrió más y los tres compañeros fueron alcanzados por las lanzas y asesinados. Además el caballo dio un salto en un barranco de seis metros de altura, ante lo cual los perseguidores desistieron, salvándole la vida a Evans. 

No estaba en mis planes pero surge el deseo de conocer a la familia Evans. Pregunto en el hotel de Trevelin: “En el fondo de la casa tienen la tumba de Malacara y está abierta al turismo”. Camino hasta allí y me recibe la señora Clery Evans, nieta de John Evans, quien está nombrada en la famosa crónica y recuerda la visita del periodista: “Paró en casa 15 días y se dedicó a entrevistarlo a papá en ingles, quien le contó la historia de Butch Cassidy. Chatwin era un hombre muy seco que casi no hablaba y anotaba todo en una libreta negra. Yo les servía cerveza y como no teníamos heladera, papá me decía en castellano ‘esto parece pis de yegua’, pensando que el visitante no entendía. En otro momento, papá le dijo a un amigo sobre la sarna de sus ovejas que les pusiera un terrón de azúcar en la boca y les chupara el culo hasta que saliera dulce. ¡Y después todo eso salió en el libro! Papá se lo quería comer crudo, nunca lo perdonó porque Chatwin era mala persona. Nosotros no imaginamos que ese muchachito humilde y medio roñoso con una mochilita, tan paupérrimo, iba a escribir el libro más famoso de la Patagonia”.

Julián Varsavsky
Cruce de transportes, y también de épocas, en el lago Caviahue.

UNA CUEVA EN BARILOCHE Continúo con rumbo norte en paralelo a la cordillera de los Andes hacia Bariloche: viajo siempre de noche para ahorrar tiempo y días de hotel, durmiendo en movimiento. Son 310 kilómetros de viaje y mi vecina de hoy tiene rasgos mapuches. Planeo un diálogo pero se duerme antes de que comencemos a rodar. 

Leo con esfuerzo bajo el foquito del asiento los diarios del Perito Moreno, aquel pionero de los viajes por la Patagonia: busco si anduvo cerca de mi destino y me entero que estuvo en una cueva tehuelche a 15 kilómetros de Bariloche.

Al llegar a la ciudad de los viajes de egresados contrato una excursión al Cerro Leones para conocer las cavernas que fascinaron al Perito Moreno, abandonadas por los tehuelches hace más de 400 años. En su diario el aventurero apuntó: “Continuamos al Sur el martes 10 de abril. Las morenas glaciarias rodean el lago por el oriente, dominado por el negro promontorio volcánico de Telque Malal, en cuyas cavernas descubrí en el viaje de 1880 un curioso cementerio indígena.” Entre los hallazgos supo que aquí solían dormir los “leones”, como se llamaba al puma americano.

Un micro nos lleva a un punto medio sobre la ladera y caminamos 500 metros hasta la primera caverna. El Cerro Leones parece una fortaleza medieval de 325 metros con escarpadas paredes de piedra sobresaliendo en la planicie.

Llegamos a la primera cueva, formada según Perito Moreno “por dos salas oscuras, donde cavé a tientas y extraje un cráneo humano”. Penetramos 15 metros en la montaña, donde llegaron a vivir unos 50 tehuelches: incluso durante un invierno nevado aquí adentro la temperatura no baja de los 10 °C.

La caminata continúa por una segunda caverna donde Moreno encontró elementos de cocina, pipas de arcilla, cucharas de madera, morteros y pinturas rupestres que todavía se ven. La tercera cueva es la mayor, donde apareció el atuendo de una machi, aquellas curanderas y guías espirituales de la comunidad: casi todo está en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

Julián Varsavsky
Cruce de caminos con un gaucho patagónico en los Andes neuquinos.

RUTAS NEUQUINAS Como forma de ir trazando un círculo en el mapa de la Patagonia centro y norte, me dirijo hacia el pueblo de Caviahue haciendo trasbordo de la ciudad de Neuquén. A las tres horas de viaje desde esa capital el micro avanza cuesta arriba por la RP 26 sacudido por ráfagas de viento. La ruta se convierte en un camino de cornisa que trepa los Andes y por la altura la vegetación es cada vez más escasa. Pero a las puertas del pueblo aparece el signo distintivo de Caviahue: el perfil aparasolado de las araucarias sobre el filo de un cerro de basalto cuarteado

Me atrae la idea de conocer a una familia mapuche dedicada a la transhumancia pastoril y para ellos contrato una excursión en 4x4 por la zona del lago Hualcupén. En las laderas hay grupos de chivos y ovejas: sus pastores los dejan libres y los buscan al atardecer para encerrarlos en un corral que los protege de los pumas.

Estamos en tierras mapuches de las comunidades Millaín Currical y Huaiquillén, un terreno comunitario de 20.000 hectáreas que pertenece a 120 personas. La camioneta vadea arroyos de deshielo y el camino trepa hasta la cima de una lomada. Nos detenemos y el guía nos conduce a un mirador rocoso para observar las aguas inmóviles del lago. Junto a la orilla hay una casa con la chimenea humeante de la que sale un hombre y bordea lago en dirección a nosotros. Me pregunto si vendrá a aclarar que estamos en propiedad de otros, pero simplemente se acerca a conversar: “Me llamo Vargas Antonio y esa es mi casa, adonde vengo todos los veranos con mi familia y mis chivos. Somos mi esposa, yo, mis cinco hijos y mis cinco hijas, más 800 chivos y ovejas. Yo sé hablar mapuche pero mis hijos no. Todos en nuestra comunidad nos dedicamos a vender chivos para hacer asado y tejidos de lana. En invierno bajamos al paraje Pichaihue llevando nuestros animales por la montaña en un arreo de cinco días. Allí tenemos casas de material y escuela”.

Volvemos a la camioneta y al final del camino aparece el rancho de madera, caña colihue, chapa y ramas de Luis Torres, un joven de la comunidad Huaiquillén que pasa aquí los meses de verano con sus tres hijitos y la esposa. Nos invita a pasar a su pequeño refugio con piso de tierra y dos ambientes: el principal es el living donde hay una salamandra a leña prendida todo el día que sirve de calefacción y cocina. Pero también hay cocina a gas y un auto estacionado en la entrada. Afuera está el baño. El agua corriente baja de las vertientes y no hay electricidad.

“Durante el arreo a tierras bajas, los mayores, las mujeres y los niños van en el auto y en un camión que usamos para llevar nuestras cosas, mientras los hombres jóvenes caminamos por la montaña con los animales, durmiendo en carpa los días que nieva, o a la intemperie”, relata Luis mientras juguetea con su hija en brazos.

Salimos a caminar por un bosque de araucarias, una especie que habita la Tierra desde la era Mesozoica, unos 200 millones de años atrás. Algunas llegan a los 1500 años y han sobrevivido a terremotos y erupciones volcánicas. Y fueron siempre grandes aliadas de la vida cotidiana de los mapuches, quienes siguen consumiendo su nutritivo y calórico piñón, hervido o tostado.

Mañana sale mi bus de regreso a Zapala y cerraré un círculo imaginario en el mapa de la vasta región austral, habiendo recorrido un total de 4974 kilómetros al llegar a Buenos Aires.