“A todos los actores de antaño que me contaron historias tremendas sobre el Hollywood de aquella época. Gracias a ellos ahora tenéis este libro en vuestras manos: Bruce Dern, David Carradine, Burt Reynolds, Robert Blake, Michael Parks, Robert Forster y, sobre todo, Kurt Russell." La dedicatoria hace a la esencia del libro, que a pesar de pertenecer en gran medida al terreno de la ficción no deja de tener –como su pariente en la pantalla– un pie apoyado en hechos y leyendas de la otrora llamada Meca del Cine.

Cuando llegó a la prensa la noticia de que Quentin Tarantino estaba escribiendo una versión literaria de su último largometraje, Había una vez… en Hollywood, su primera novela, las reacciones, marcadas por las pautas del prejuicio, señalaron el carácter posiblemente comercial del proyecto. O bien su condición de capricho superficial e innecesario. 

¿Acaso Q.T. deseaba homenajear a ese hijo bastardo de la industria editorial, la “novelización” de películas, género popular en los años '60 y '70 y un favorito en las bateas de los aeropuertos? ¿O tal vez la idea era ampliar ciertos aspectos de los personajes centrales del film, Rick Dalton y Cliff Booth, el actor en decadencia y su doble de riesgo, interpretados magníficamente por Leonardo DiCaprio y Brad Pitt, mostrando otras facetas del pasado, presente y futuro? ¿Se revelaría finalmente uno de los enigmas del relato cinematográfico, las circunstancias de la muerte de la esposa de Booth? ¿Existiría un capítulo dedicado a las andanzas de Dalton en Italia, etapa que en la pantalla es resumida mediante una veloz secuencia de montaje? 

Érase una vez en Hollywood (el libro desecha el “había” utilizado en la traducción local del film, optando por el más cinéfilo “érase”), que acaba de ser lanzado en español por Random House, no es una novelización en sentido estricto ni una simple “versión extendida” de su par cinematográfico. El flamante libro del director de Pulp Fiction y Kill Bill amplía ambientes y suma personajes, incorpora secuencias y diálogos que no forman parte de la película y, al mismo tiempo, omite escenas centrales, alterando por completo el final de la historia al bajar las cortinas con una situación que nada tiene que ver con el recordado paroxismo de violencia incendiaria y ucrónica. 

Incluso se permite la deriva crítica, reservándose un espacio para reflexionar sobre ciertas películas de la época retratada, el ocaso de los años '60. Así se las tome como un ente individual o como una hermana no tan gemela parada en pie de igualdad, las 400 páginas del libro son una cápsula temporal y una carta de amor del autor a toda una era, a una forma de hacer y entender el cine que ya no existe ni volverá a existir.

“Aunque Marvin se está refiriendo únicamente a su faceta como actor, sus palabras desprenden cierta humillación masculina, lo cual hace que a Rick le sude la frente. ‘¿Soy un felpudo entonces? ¿En eso consiste mi carrera ahora? ¿En perder peleas con el chulito nuevo de la temporada de turno? ¿Es así como se sentía Tris Coffin, la estrella de 26 hombres, cuando perdió aquella pelea conmigo en Ley y recompensa? ¿O Kent Taylor?’ Mientras Rick piensa en esto, Marvin cambia de asunto. ‘Mira, cuatro personas distintas me han contado la misma historia sobre ti’, empieza a decir Schwarz, ‘pero ninguna conocía todos los detalles, así que quiero que me lo cuentes’ le pide. ‘¿Es verdad que estuviste a punto de interpretar el papel de McQueen en La gran evasión?’ ‘Oh, Dios, esa puta historia otra vez no’, piensa Rick”. 

El primer capítulo de Érase una vez… replica el encuentro de Dalton con Marvin Schwarz, interpretado en el film por Al Pacino, pero la cita no se produce en el diner Musso & Frank de Hollywood Boulevard sino en las oficinas del representante en la poderosa agencia William Morris. La conversación es mucho más extensa y recorre gran parte de la carrera del actor, que se ve enfrentado a un momento bisagra en su vida profesional. Parece ser cuestión de mutar o transformarse en un muerto vivo, condenado a papeles secundarios en la serie estrella de la temporada. ¿Y qué tal probar suerte en Italia, donde los espagueti westerns continúan siendo rentables? Tal vez sea una manera de volver a la pantalla grande y escapar de la maldición de la tevé, de reanudar ese recorrido en el cine que pudo haber sido noble y notable si… si el papel de El gran escape hubiese sido suyo (la traducción imprime los títulos de estreno en España, de allí La gran evasión. Nada grave para el lector cinéfilo, principal destinatario del volumen, acostumbrado a leer Al final de la escapada, Con la muerte en los talones y ¡Jo, qué noche! y a hacer la traducción de forma inmediata, casi inconsciente: Sin aliento, Intriga internacional, Después de hora).

“Escribí el capítulo de apertura de Érase una vez en Hollywood, titulado originalmente ‘El hombre que pudo haber sido McQueen’ hace 14 años, durante el tour promocional en Londres de Death Proof." Entrevistado recientemente por la revista W, Tarantino recuerda el origen del film y la novela, dilucidando la cuestión del huevo o la gallina. “Ese texto detallaba la carrera de Rick Dalton y era mi favorito entre todas las cosas que había escrito. Pero de inmediato pensé que no podía engañar a nadie, que debía transformar eso en un largometraje para poder así filmar las películas que había hecho Dalton”. 

Luego llegaría la idea de escribir un libro cuyo universo fuera el mismo que el de la película: “El guión se transformó en un esquema básico, es una de esas cosas de las que uno tiene toneladas de material. Quise aprender más sobre el Hollywood de los '60, así que escribí y escribí y escribí. La idea siempre fue que el libro fuera el libro y la película la película. Por lo tanto, quería que el texto funcionara como una novela, que hiciera cosas que las novelas pueden hacer”. 

La lógica detrás de ese concepto es intachable, y a lo largo de cuatro centenares de páginas el cineasta desarrolla ideas muy difíciles de trasladar a la pantalla y viceversa. Tal vez sea anecdótico, pero la novela incorpora varias situaciones “de alcoba” inexistentes en la película (Q.T. nunca se ha caracterizado por el contenido sexual de sus creaciones, al punto que resulta casi imposible hallar algún desnudo en su filmografía). “No me interesa filmar gente desnuda. No quiero convencer a los actores de que hagan cosas incómodas. Tal vez si estuviéramos en 1971 me sentiría diferente al respecto, pero desde que comencé a hacer películas ese ha sido un tema espinoso. En cambio, en un libro, no estoy degradando a nadie, es sólo producto de mi imaginación”. 

Así, la descripción de las aventuras de Rick y Cliff en Italia, antes de que el primero conozca a su futura mujer, incluyen una detallada y gráfica descripción de apetencias: “Durante su estancia allí, Cliff se había hartado de follarse a italianas, muchas más que Rick, aunque este siempre era más exigente. Para Cliff, un polvo era un polvo, aunque no le gustaban particularmente las italianas. Pero eso sí: prefería a una italiana desnuda en su cama chupándole la polla a dormir solo y sin ninguna chica en su cama; pero le habría gustado que aquellas italianas desnudas actuaran de manera distinta. A Cliff nunca le había preocupado mucho la belleza de las mujeres. Siempre y cuando estas se la dejaran meter por el culo y les gustara chuparla, a Cliff ya le parecían una preciosidad”.

Tarantino, que siempre se definió como un “hombre de Elvis” y no un “hombre de los Beatles”, también pone en boca de sus personajes ciertas preferencias cinematográficas, aunque es muy difícil discernir cuánto de ello forma parte del panteón tarantinesco y cuánto es invención pura y dura. Lo cierto es que, al respecto, Rick y Cliff no comparten demasiado: “’Yo no voy al cine a leer’, decía Rick para meterse con la cinefilia de Cliff. Este se limitaba a sonreír ante las pullas de su jefe, pero leer subtítulos lo llenaba de orgullo. Le gustaba expandir su mente. (…) Cliff no sabía lo bastante para escribir críticas para Films in Review, pero sí sabía lo suficiente para darse cuenta de que Hiroshima mon amour era una mierda. Sabía lo bastante para darse cuenta de que Antonioni era un fraude. También le gustaba ver los acontecimientos desde distintas perspectivas. La balada del soldado le había infundido un respeto por sus aliados soviéticos que nunca había sentido. Kanal le había enseñado que quizá su experiencia en la guerra, comparada con otras, no había estado tan mal. El puente, de Bernhard Wicki, había conseguido algo que de otra manera le habría resultado imposible: llorar por los alemanes. Normalmente no compartía con nadie aquellas tardes de domingo (los domingos por la tarde los dedicaba en exclusiva a las películas extranjeras), ya que a nadie más de su círculo le interesaban (resultaba casi cómico lo poco que le importaba el cine a la comunidad de los dobles de acción). Pero a Cliff le gustaba ir a ver aquellas películas solo. Era el tiempo que podía pasar a solas con Mifune, Belmondo, Bob el Jugador y Jean Gabin (tanto el Gabin apuesto como el pálido como la cera); y era el tiempo que podía pasar con Akira Kurosawa”. 

Cliff, el cinéfilo. Tarantino incluye un Top Five de Kurosawa según Cliff, antes de continuar con una lista de realizadores y películas de origen japonés que van desde Harakiri a la saga Zatoicihi, de Lone Wolf and Cub a El imperio de los sentidos. Nunca nombra a Seijun Suzuki, cuyos títulos más celebrados tuvieron una influencia inestimable en Kill Bill, pero que, en aquellos tiempos, a Cliff le hubiera resultado imposible conocer.

Es muy probable que, para el lector ocasional, Érase una vez en Hollywood contenga “demasiada información”; para otros, el paseo por Los Ángeles y alrededores que propone Tarantino será una fuente de placer inestimable. Un libro de verano ideal. 

¿Y el Clan Manson? ¿Y el celebrado y polémico y muy discutido final de Había una vez… en Hollywood? Apenas si es nombrado al pasar, en un par de párrafos, en el primer cuarto de novela. Una anécdota al paso, sin demasiados detalles: “El hecho de que hubiera matado a tres maleantes hippies melenudos con su lanzallamas de Los catorce puños de McCluskey se apoderó de la imaginación popular. Muy pronto, aquella noche de violencia atroz se cargó de un peso simbólico, convirtiendo a Rick, el antiguo vaquero de la tele, en un héroe folklórico de la ‘mayoría silenciosa’ de Nixon”. 

La novela es la novela y la película es la película, y la primera le dedica un espacio relativamente importante a detallar la frustrada carrera del líder de los “melenudos” como cantautor, con bastante ironía y algo de sorna. Sharon Tate también tiene un peso específico insoslayable, como lo tenía en el film a pesar de sus escasas líneas de diálogo, falsa falencia transformada en origen de una pregunta de la prensa y de una ahora famosa respuesta de Tarantino: “Rechazo esa hipótesis”. 

¿Y el misterio de la muerte de la mujer de Cliff? Mejor no hablar de eso, mejor evitar la ira de los spoilermaníacos, mejor descubrirlo durante la lectura. El final del libro encuentra a Rick Dalton conversando en un bar con James Stacy, el protagonista de la serie del Oeste Lancer, la noche anterior al rodaje de un capítulo en los sets de la Twentieth Century Fox. En ese momento, Tarantino se pone algo sentimental y elabora una sensación fugaz, pero nada contradictoria, ligada al oficio del actor, al afirmar que “por primera vez en diez años, Rick es consciente de la suerte que ha tenido y de la que tiene: todos los actores maravillosos con los que ha trabajado a lo largo de los años (…); todas las actrices a las que ha podido besar; todos los líos amorosos que ha tenido; toda la gente interesante con la que ha podido trabajar; todos los sitios que ha podido visitar; todas las anécdotas divertidas que ha protagonizado; todas las veces que ha visto su nombre y su foto en los periódicos y las revistas; todas las habitaciones fastuosas de hoteles en las que se ha alojado; todo el revuelo que la gente ha causado en torno a él; todas las cartas de sus fans, que no ha leído nunca; todas las veces en las que ha conducido por Hollywood en calidad de ciudadano respetable. Entonces contempla la fabulosa casa que tiene y que ha pagado haciendo lo que solía hacer gratis cuando era niño: fingir que era un vaquero”.