Segundo día de 1982, las cosas estaban picantes, complejas, absurdas, en la Argentina. La dictadura cívico-militar-neoliberal atravesaba una esperable y brava crisis económica, mientras la política andaba por un lento revivir, multipartidaria mediante. Pero los disciplinados militares de la era, bajo mando y manto de Estados Unidos y sus aliados civiles de aquí, pensaban quedarse en el poder hasta fines de los ochenta. Nada de desintervenir sindicatos, nada de permitir vida normal a los partidos políticos, y nada de admitir fácil los líos internos entre “halcones y palomas”, entre galtieris y violas, que no eran los mismos pero eran iguales.

El horno no estaba para bollos en la Argentina, --quiere decir-- pero sí para redonditos de ricota cuando al inquietísimo Jorge Pistocchi le dio por organizar el festival de la revista under que por entonces dirigía: “Pan Caliente”. El lugar escogido fue la cancha de Excursionistas. El día, un sábado de calor derrite-pieles de hace cuarenta años, una semana después de la asunción de Galtieri a la presidencia de la Nación, y dos meses antes de Malvinas.

Afortunadamente, queda algún material sonoro de aquella gesta independiente y contracultural. De los Redondos, incluso, toda la actuación estampada en el lado B del –no oficial-- primer disco de la banda, Demos RCA + Festival Pan Caliente, que finalmente no fue editado por tal compañía, sino en forma independiente. Joyita para historockers, claro, la de escuchar al sexteto que entonces formaba con el Indio, Skay –superlógico--, más Diego Rodríguez en batería, el Topo D`Aloisio en bajo, Ricky Rodrigo en guitarra y sintetizadores, y Laura Hatton, en coros. Sonido arcaico aquel, tracción a casete. Pero muy emotivo, tal lo sugiere el set que arranca con “Una tal Brigitte Bardot”, sigue por la rocanrolera y frenética “Nene, Nena” --partida al medio por un desperfecto técnico-- y desemboca en la quenchi “Para Monona Blues (merca para vender)”, con el Mufercho arengando, y la policía a punto de repartir bollos, precisamente, cuando a la Monona --vestida de momia-- le dio por compartir su strip de rigor con una amiga llamada María Isabel, que la fue desenrollando hasta dejarla desnuda.

“O bajan ellas o subimos nosotros a bajarlas” se enfureció la policía, en sintonía con parte del público que gritaba epítetos del tipo “amorales” o “degenerados” desde el campo. Así hasta que dos plomos taparon a las chicas con mantas, las bajaron del escenario, y siguió la música. Devinieron al atardecer, con la cosa un poco más calma, “El bazar de Wakeman & Fripp”; una arrastradita versión del “Blues de la libertad” y otra arcaica pero bien rocanrolera de “Mariposa Pontiac”, completando en casi veinte minutos, la primera y única vez que Patricio Rey participaría de un festival. De ahí, claro, su importancia.

La historia oficial canta que el festival tuvo como propósito juntar fondos para salvar a la revista del cierre –algo que finalmente no se logró, ya que solo alcanzó para pagar deudas-- y que, además de los noveles Redondos, participaron los remozados Abuelos de la Nada, con Miguel Abuelo recién repatriado y totalmente consustanciado con la continuidad de la revista. De Litto Nebbia y Celeste Carballo, que hicieron juntos “Es la vida que me alcanza”. De Destroyer, la banda de Willy Quiroga durante el lapsus interruptus de Vox Dei. De León Gieco, que cantó la bella “Bajaste del norte”, “En el fondo del cielo”, y “Tema de los Mosquitos”. También subieron a escena La Fuente; Piero con Prema; dos alejandros en las antípodas --Medina y Lerner--; la agrupación independiente MIA; y Alberto Muñoz, que concretó su sueño de recitar poemas en una cancha porque creía que ahí estaba su público. Todos, claro, sin cobrar peso alguno.

Además del debut y despedida festivalera de Patricio Rey, el peso específico del festival radicó en que no solo fue el único –al menos con cierta masividad— que se realizó en forma independiente durante la dictadura, sino también una de las primeras veces que se oyó en público el futuro hit de la era, el “se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”. Fueron doce horas –de 15 a 3-- de oxígeno musical en estado de ebullición, y esperanza de sobrevida para una revista que muchos veían como una especie de reencarnación de la “Expreso Imaginario” y de “Mordisco”. A por su salvación habían ido los artistas entonces, sin saber que a la vez se estaban transformando en fogoneros de un nuevo renacer cultural en el que Pan Caliente --aunque de existencia fugaz-- fue parte central.

Sus páginas fueron caricias de luz en plena oscuridad, y los músicos iban a defender eso: la difusión del humor, la poesía, la ecología, la visibilización de los pueblos originarios y toda la movida under de la era, a cambio del valor de un kilo de pan, que era lo que costaba la revista que, además del escultor, periodista e ilustrador Pistocchi, sostenían las plumas del arquero de Chacarita Juniors, Norberto “Ruso” Verea; Horacio Fontova; Pipo Lernoud y Sergio Ainsestein, entre otras.

El volumen de la grey rockera que pobló el querido club del bajo Belgrano fue importante para esos tiempos: casi cinco mil personas y con la “ventaja” de no contar con Luis Alberto Spinetta a quien, según Pistocchi, su manager de entonces (Alberto Ohanian) no había dejado actuar. Tampoco con Los Desconocidos de Siempre, de Nito Mestre; Pedro y Pablo, y Serú Girán, que actuaría un mes después en el Festival de La Falda donde las personas --ahí sí-- superarían las veinte mil.

Parte del festival se podrá ver desde este jueves en el canal de YouTube de “Excursio Cultura”, a través de un documental llamado Pan Caliente-40 años (el festival olvidado), donde aparecen testimonios de algunos protagonistas, además de las actuaciones de Los Abuelos, Gieco, Muñoz y Los Redondos.