Ganar teorías: 

El verano es improductivo. Si no hay pileta, hay siesta. Duermo bastante bien, y hasta sueño. En el sueño actúan potencias narrativas extraordinarias. Como le sucedió a Coleridge, surgen textos enteros que después no son fáciles de recuperar. Luego de una de esas (in) actividades, noto que mi obra onírica pasa por ser una novela que se construye deformando, mediante astutas máscaras, personas y sucesos de mi vida. Es una pena que el calor y la molicie del verano malogren su escritura. Para remediarlo elaboré una teoría:

“Toda escritura es autobiográfica e intertextual.”

Claro que al hojear un libro de teoría literaria -las “Clases de 1985” de Josefina Ludmer- uno se da cuenta de que la ocurrencia no mueve la aguja de la gran maquinaria crítica, en tanto pertenece a un conjunto de ideas que podrían encasillarse en las llamadas “teorías psicoanalíticas”.

El libro La interpretación de los Sueños de Freud, siempre tuvo dificultades en el plano científico. Sin embargo, lleva el mérito de ser un manual de pruebas del inconsciente. De ese modo serviría para demostrar el enunciado teórico que acababa de formular. Digamos así: “El inconsciente es un gran narrador del deseo, y el deseo es deseo de ser Otro; se persigue adaptando los recuerdos propios y combinando imágenes que representan vivencias personales; con plena consciencia de que está todo escrito, se anotan lecturas al borde del plagio”.  En otras palabras: a “la literatura, todo lo pertenece”, como escribió Marguerite Duras.

A pesar del calor que embota el pensamiento, sigo adelante.

Od(i)a al verano:

El verano se lleva mejor con la naturaleza. El poema de Neruda: “Oda al verano” (verano, violín rojo/ nube clara / un zumbido/ de sierra / o de cigarra…) es una clara muestra de ello. Hay otro texto, sobrepujado en el título de este apartado, que señala a Arthur Rimbaud. Rimbaud odiaba al verano; en realidad con su “estro” adolescente y maldito, odiaba todo lo que se le cruzara por delante. “Viendo que el buen tiempo interesa a todos y todos son cerdos, odio al verano que me mata en cuanto se manifiesta un poco”, dice en alguna línea de una carta.

Pero esto no es un partido entre amantes y detractores del verano. Se supone que es una teoría, cuyo precedente es la postulación anterior (toda escritura es autobiográfica e intertextual). Pasemos al desarrollo.

El verano se escribe en presente:

D.H. Lawrence, en la introducción a uno de sus libros de poemas, ensaya la teoría del presente poético: “En el presente inmediato no hay perfección ni consumación, nada ha terminado, no hay una luna redonda y consumada en la cara del agua que corre, ni en la cara de la marea en movimiento”. Por eso, la comunión con la naturaleza y los elementos -el aire, el fuego, el agua, el sol, la luna- es la materia que teje en sus poemas. Lawrence es un escritor veraniego, sus versos no quieren el lugar de las ciudades “en las que no hay clima”, sino el de la vasta naturaleza.

Aceptado que fuera un elemento esencial ese “suceder inmediato” del verano, queda por decir que va en contra del tiempo de la narrativa, que es el pretérito -todo lo que ha sido escrito, tiene que haber sucedido ya- y que solo puede escribirse en presente. Esto es lo interesante de hacer teorías: cualquier cosa que se busca, se encuentra. Esta libertad es una compensación maravillosa para la falta de imaginación y la pereza que trajo el calor. Juan José Saer, por ejemplo, describe en términos de apocalipsis el calor del verano: nadie se mira a los ojos cuando, por casualidad o necesidad, se atreve a la calle. Y no lo hacen por temor a exponer el miedo. Todos piensan si “¿volverá por fin, como antes, el otoño?”. Esa larga descripción del verano se encuentra en la novela Nadie Nunca Nada, y está escrita en presente; una serie de acontecimientos vacíos, que son, en palabras de Saer, una sensación de irrealidad. No ocurre nada y, sin embargo, todo ocurre. La naturaleza gobierna. No hay cines ni bares, la ciudad es un gran horno donde se funde, en silencio, sin crepitar.

Otro caso es el de Martín Kohan. Recientemente nos dejó un libro de cuentos: Desvelos de Verano. Es frecuente en él el uso del presente y los vacíos, los lugares un poco siniestros y callados donde la opresión y la desesperación -paródica y paradójica- fuerzan el efecto de sorpresa con el que se resuelven casi todos los cuentos. La repetición, de no estar ligada al prestigio de Pavese, resultaría livianita como… una lectura de playa. Pero cuidado, no le restamos valor. Es un arte de coherencia (si es que la coherencia todavía es una virtud), puesto que el narrador de estos relatos, es el que nos dice de su aversión por la naturaleza.

El verano solo puede ser soñado:

Un verano sin playa, ese lugar donde rige la exhibición colectiva de la desnudez, es un tiempo a solas, con el vacío de afuera. La ciudad cancela sus funciones: no hay clases, los que pueden se van -cerca o lejos-, ya pasaron las compras de fin de año, el frenesí comercial declina, y en el vapor de las horas del mediodía no se resiste la exposición al aire libre.

Queda la defensa de la siesta ancestral. Ese momento de “letargo enigmático”, como lo llama Miguel Ángel Hernández en su ensayo El Don de la Siesta, un asunto que no se comprende bien en la infancia porque nos obligan a dormir, o por lo menos a no hacer ruido, y que solo adquiere sentido en la edad adulta, como emancipación de nuestro tiempo de todo vínculo con el mercado y la producción.

Solo es posible soñar, crear imágenes, enfrentarnos a nuestros recuerdos, obsesiones y pulsiones, a nuestras faltas.

Algún día, quizá un día de invierno, recordaremos este tiempo fuera del tiempo, este puro presente.

Acaso hagamos, con él, un verdadero relato.

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