EL CUENTO POR SU AUTOR

Disfruto los cuentos de Elvio Gandolfo por varios motivos, pero hay uno que destaco. Se trata de la gozosa intimidad que crean los personajes con lo que tienen a mano. Este detalle me encanta. La destreza narrativa de Elvio es fenomenal, eso es evidente, pero, además, me pasa que cuando leo sus cuentos me fugo de la literatura y admiro la conducta de los personajes como si fueran gente conocida. Hay una marca jubilosa en ciertas escenas de la que, como lector, me siento parte. Me ocurrió, por ejemplo, con dos cuentos. Uno es “La reina de las nieves”. En ese texto, un personaje se enreda en la lectura de una nouvelle de Onetti. Jamás me voy a olvidar de ese jubilado que intenta cumplir un encargo en una ciudad helada y pasa las horas, atrapado por un libro, en un departamentito prestado. Sobresaliente. El otro relato es “La yanqui y el polaco”. El narrador, allí, se cruza en el centro de Buenos Aires con Susan Sontag y tienen un affaire. En una escena, se meten en un telo, pero antes toman sus previsiones: se abastecen con chocolates y una docena de naranjas. Me resultó una estrategia de supervivencia genial. Se resguardaron en la habitación de un hotel. Afuera podía caerse al mundo a pedazos, pero ellos —los amantes perfectos— tenían lo necesario para sobrevivir.

Estas circunstancias, que vivo como iluminaciones, también los encontré en el cine. Hay una película de Favio que se llama Soñar, soñar. Los protagonistas son Monzón y Gian Franco Pagliaro. En un momento, comen un pollo (creo que con las manos, en torno a una mesa chiquita) en una terraza. Si mal no recuerdo, la cámara es aérea y se aleja hacia arriba. La toma cierra con ellos perdidos en un magma de luces urbanas. Me mató esa comunión de los héroes: el diseño artesanal de la amenidad. Algo de todo esto —que es pura atmósfera— me propuse trabajar en “La complejidad de la materia”. Es un relato simple, casi sin historia: una chica viaja de Colombia a Argentina. Rastrea un brumoso anhelo. Pero, sobre todo, en el relato, está presente el amparo de los lugares, el sello recóndito con el que Magui, la protagonista, organiza su refugio. Y también está el disturbio del mundo, el arrebato, la vehemencia, el ímpetu que, como es bien sabido, es punto de partida y lugar de llegada de todo lo que existe. 


 LA COMPLEJIDAD DE LA MATERIA

Para C.O.

Magui pensaba en lo bien que le estaba saliendo todo cuando escuchó la explosión y el griterío. Estaba en la cama, boca arriba, con los borceguíes puestos.Eran exactamente las 15.23. Su estado era igual al sueño pero con los ojos abiertos. Mordía una hebra de mandarina. La conservaba entre los dientes desde el almuerzo. El alboroto la metió de lleno en el mundo. En dos saltos, estuvo frente a la ventana. Abrió una hoja y sacó medio cuerpo. Por reflejo, miró hacia abajo. Vio un gato gris entre dos baldes. El bicho le clavó los ojos como si ella le debiera algo. La acidez del mar se mezclaba con el olor a quemado. Estiró el cuello todo lo que pudo. Distinguió un rectángulo de la calle Camusso, un grupo de personas corriendo y una pickup F100 mal estacionada, con una de sus puertas abierta. En el fondo, una columna de humo cerraba el horizonte. Dos eucaliptus raquíticos servían de contraste.

Hacía un mes y tres días que Magui había cumplido años. Su piel era cobriza y tenía la agilidad de un impala. Voló escaleras abajo. En la calle se cruzó con la esposa de Barone que cargaba a una de las mellizas. Magui quiso saber qué había pasado. La mujer encogió los hombros y se quedó callada. Después, con la mano libre, señaló una Gilera 200. Estos idiotas me despiertan a la nena, dijo.

Magui caminó hasta la esquina. Su sensibilidad registraba la presión de sus borceguíes contra los vidrios dispersos en el piso. Una nube de polvo afectaba la visión. La gente, por reflejo, se cubría la cara con las manos. Nadie entendía nada. En la puerta del kiosco, una asamblea improvisada sostenía la versión oficial: una explosión en la jabonería Materia. La caldera. Nombraron la caldera. En ese momento, llegaron los bomberos y una ambulancia. Cada vez había más curiosos; la mayoría, adolescentes. La información era confusa pero circulaba rápido. Ya se hablaba de muertos y heridos graves. La columna de humo se dispersó enseguida, ocupó un lugar menor en el cielo. Magui llevaba dos años viviendo en Mar del Plata. Había logrado imponerle un ritmo a su vida. Tenía resuelto el tema de las distancias: en quince minutos de bicicleta, llegaba al mar.

                                                                              ***

Nada previsto. El éxodo de Magui se había decidido de un momento a otro. Había pasado su vida en un suburbio de Bogotá. Con su madre y su hermana —las dos se llamaban Sandra—, alquilaba un departamento minúsculo. Era un pasillo con una sola ventana. El dueño, Durán de apellido, pesaba 160 kilos y se inyectaba insulina. Era un cascarrabias. Todos los meses, cuando les cobraba la renta, se quejaba. Decía que no sabían ocuparse del lugar. Esto es una mugre, protestaba. Ellas se reían de Durán, pero de a poco les contagió la obsesión. Establecieron un plan de limpieza. Los miércoles le tocaba a Magui. La segunda semana de enero, corrió un sillón para sacar el polvo y un bicho se le subió al brazo. Ella no lo notó. Al rato, cuando sintió que algo le caminaba por la espalda, ya era tarde: una picadura en la axila. Al principio fue un punto rojo. En media hora, el cuadro se agravó. Se le hincharon los ganglios, le dolía el brazo izquierdo, tenía nauseas.

Corrieron al hospital. La situación era delicada: se había topado con un insecto invasor. Le contaron que había llegado en un cargamento desde la República Checa. Esa semana, se habían presentado cinco casos idénticos. Estuvo internada dos días. El asunto, una exageración de entrada, no pasó a mayores. Sandra, su madre, la acompañó en todo momento. Hablaron hasta el agotamiento: la internación impuso un paréntesis en lo cotidiano. Entre otras cosas, Sandra le contó la historia de Juan Esteban, un primo lejano. Era tres años mayor que ella. Se había vuelto religioso, iba a la Iglesia Universal. Después se había enamorado de una peruana y había migrado a la Argentina.

—¿A la Argentina?

—Estaba obsesionado con ese país.

Magui quiso saber más, pero en adelante Sandra dijo cosas sin lógica. Juan Esteban y la Argentina, imaginó Magui. Esa combinación cifraba un anhelo. Para ella, fue un mensaje claro y poderoso. En dos meses resolvió el viaje. Contactó a su primo —alguien le pasó el mail— y pidió plata prestada para el pasaje. Llegó a Buenos Aires y tuvo la sensación de que los edificios se le venían encima. La ciudad era un pasillo más en su vida. Tomó un taxi hasta San Telmo y se bajó en la esquina de Chile y Balcarce. Vio un kiosco igual al que había frente a su casa de Bogotá. Pagó lo que marcaba el reloj y pensó en las casualidades; desde que era una nena las relacionaba con la suerte.

                                                                            ***

Cuando supo que su primo no vivía en la capital, ya había organizado el viaje. Me voy igual, se dijo. Juan Esteban se había instalado en Aguas Verdes, un balneario minúsculo sobre el Atlántico. Magui llegó a la Argentina y lo primero que hizo fue llamarlo. Le contó que ni bien se acomodara un poco lo iría a visitar. Él respondió que la esperaba con los brazos abiertos, pero su voz sostuvo lo contrario. Magui sabía que Juan Esteban trabajaba en la construcción y que su mujer era celosa. Auguró enfrentamientos, pero ese vaticinio no la desalentó, fue un impulso extra.

En Buenos Aires tenía una única referencia: la pensión de la calle Chile. Alguien, otro colombiano, conocido de un conocido, había pasado una temporada allí. Ema Gulli, la encargada, simpatizó de inmediato con Magui y le asignó la mejor habitación. Estaba en el último piso. Era un ambiente amplio con dos puertas. Una daba a la escalera que llevaba a la calle; la otra, a una terraza olvidada. Allí Magui fue feliz por un tiempo. Se sentaba en una vieja reposera a mirar el cielo y a tomar litros y litros de agua tónica.

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Una de las ventajas del lugar era su independencia. Por eso Magui pudo quebrar con facilidad las reglas de convivencia fijadas por la encargada. Una noche, metió una garrafa con anafe. Al principio, calentaba cosas, pero cuando tomó confianza se largó a cocinar: guiso de tapioca, arepas de huevo, bifes criollos. Era cajera en un supermercado. Amanecía a las seis con la impresión de no haber dormido nada. Orinaba con los ojos cerrados para atenuar la vigilia. Como solía faltar el agua, evitaba la ducha. Al volver del baño, por lo general, se cruzaba con dos inquilinos que esquivaba con gracia. En su cuarto, desayunaba galletas de avena y café. Después, salía para el trabajo. Caminaba una cuadra. Recorría el trayecto en seis minutos. Se mantenía atenta a sus pies, a sus rodillas y a la vistosa variedad del mundo. Pero detrás de la caja la vida era otra, radicalmente otra. Repetida, monótona: los mismos clientes, la misma vuelta del sol. El tráfico, que ella miraba al sesgo, era automático, un ejemplo de la falta de miras. Esas particularidades, sin embargo, fundaban su bienestar.

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Un día amaneció con dolor de muela. Fue a un centro odontológico que quedaba sobre la calle Tacuarí. La atendió un tipo altísimo —medía casi dos metros— quince años mayor que ella. Fue tan bruto con el explorador que le lastimó la encía. Al día siguiente, empezaron una relación que resultó cortísima. El último encuentro lo pasaron en el cuarto de Magui. Ella cocinó carne con verduras. Después se acostaron en su cama angosta. Hicieron el amor y Magui, insólitamente, se distrajo. Le llamó la atención el diseño de una cortina que había colgado la semana anterior. El dentista se fue a las siete y ella aprovechó la soledad: salió a la terraza con su tónica. Se sentó en la reposera y releyó una carta de su madre. Le contaba tonterías: el primo Duilio había comprado un Chévrolet, una pared se estaba descascarando, el agua salía sucia del grifo. Magui esperó la noche en la terraza, y logró algo fuera de lo común: con lo que tenía más a mano, edificó una dichosa intimidad.

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Hubo una segunda explosión. Después, el silencio. Un silencio helado, de ópera. Enseguida, una pared se vino abajo. La reacción de la gente fue escapar; incluso los bomberos corrieron por sus vidas. Todos improvisaron trincheras. Magui, por ejemplo, se topó con un viejo camión Bedford. La rueda de atrás —enorme, demencial— le pareció un sitio adecuado. El aire de la tarde rebotaba contra su pelo seco. Y el brutal desaliño de la calle, de pronto, contrastó con el orden del cielo. En un costado, había una luna diminuta en pleno día. Magui compartía el refugio con dos personas: un hombre de anteojos y un chico desgreñado con bermudas. Nada que decirse. Miraban la jabonería con la boca abierta. Y obedecían al deseo clásico de los testigos: enamorarse de una verdad inmediata.

Los curiosos emergieron de a poco. Magui tenía una vista privilegiada de la escena. Observó cómo seis bomberos atravesaron el portón de la fábrica. Conformaban un equipo. Tenían experiencia, era claro. Y ese rasgo, aunque la opinión resulte antipática, los volvía insensibles. Con total desidia, sacaron cinco víctimas en veinte minutos; una de ellas, en bolsa negra. Se corrió la voz de que era el hijo del dueño. Magui se quedó con una imagen: un brazo fugado de una sábana. Era una cosa suelta, sin cuerpo. Enseguida, la figura se transformó en su cerebro. Fue un estado de ánimo —un estupor, un vago malestar— que la acompañó todo el día. Los rumores terminaron siendo ciertos: había estallado la caldera. La versión oficial la dio un policía. Dio precisiones técnicas y terminó enredado con los detalles. La gente se fue dispersando. Magui, atenta, miró el celular y volvió a su casa como si estuviera apurada.

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Una mañana de septiembre, abandonó la pensión de la calle Chile. Llevaba el pelo suelto y una argolla en la aleta derecha de la nariz. Le dijo a Ema Gulli que se iba a trabajar con un pariente a la costa. Mintió con naturalidad, sin palabras de más. Antes de dejar el lugar, le regaló a Ema un elefantito de porcelana. Le contó que tenía que atarle en la trompa un billete para que le diera buena suerte. Después, hizo un gesto con la mano –como si quisiera abarcar el mundo− y agregó que era un adorno que ella conservaba desde chica. En verdad, se lo acababa de robar –junto con dos fajos de billetes− a un tal Justin, con quien había tenido media docena de encuentros en los últimos meses. Justin era confiado a pesar de su historia: había llegado hacía un año de Lesoto y se ganaba la vida como mantero.

Magui abrazó fuerte a Ema para despedirse. Se había aburrido de trabajar en el supermercado. La decisión de cambiar de rumbo había sido rápida; en realidad, fue un proceso compuesto de varias etapas, pero a ella, esa sucesión, le había pasado desapercibida. Se mantuvo a resguardo en la superficie de sí misma, con la atención puesta en el porvenir. Mientras se alejaba, sintió nostalgia, como si esa partida –a diferencia de las otras− tuviera consecuencias definitivas. El sentimiento fue más confuso, pero igual de intenso, que el que sufrió cuando abandonó su Bogotá natal. Antes de subir al micro, Magui compró dos paquetes de Granix. Ni bien salió de la ciudad, empezó a tragar una galleta tras otra. Vio la cuadrícula fabril del suburbio. Enseguida, la extensión de la llanura. El paisaje se desplegaba casi sin trascendencia. Antes de llegar a Dolores, una lluvia fina mojó el asfalto, los árboles y las vacas. El micro siguió su ritmo como si nada, con las luces de posición encendidas. El sonido del motor y la ruta uniforme hundieron a Magui en un sueño sin imágenes.

                                                                        ***

La peruana era más alta que su marido. Y lo miraba de soslayo, como si fuera un error en su campo visual. Los dos eran religiosos practicantes. Iban a una iglesia que quedaba pegada a un mercado de materiales. Rezaban a cada rato y por cualquier motivo. Todo lo consultaban con Dios. También, veían la tele. Comían temprano y se acostaban antes de las once. Magui se quedó tres semanas en aquella casa. Hacía interminables paseos por el bosque y por la playa. Una mañana, fue al mar y llenó una bolsa con almejas. Hizo con ellas una tortilla que nadie probó. Juan Esteban le dijo que su mujer y él eran delicados del estómago. Trataban de no salirse de una dieta de verdura hervida.

En Aguas Verdes no hubo amparo para Magui: el mar, helado; la gente, apática; la peruana, hostil. Magui representaba una amenaza para su mundo, eso estuvo claro desde el principio. Sin embargo, la peruana no optó por la confrontación directa. Mantuvo su rivalidad en sordina. No hizo falta más. Llegó el día en que Magui quiso irse con urgencia. Un gendarme ofreció llevarla a Mar del Plata. Viajaron en una camioneta de la Fuerza. Se detuvieron en una parrilla, comieron achuras y hablaron de bueyes perdidos. El sol se filtraba por las ramas de los árboles, rebotaba en los yuyos y terminaba en un rincón del campo. Fue la primera vez que ella experimentó una nostalgia tan fuerte. Deseó no haber salido nunca de su país.

                                                                       ***

En Mar del Plata, Magui cambió, en ocho meses era otra persona. Sus ojos tomaron una forma nueva. Al caminar más erguida, creció dos centímetros. Saltó de un trabajo a otro hasta que entró de recepcionista en una clínica de ojos. No le exigían mucho y eran tolerantes con el horario. Casi todas las mañanas, en un office que compartían médicos y administrativos, bebía café en una taza grande. En ese entonces, un día cualquiera, mudó la mirada: las cosas que antes le pasaban desapercibidas, empezaron a llamarle la atención. Andaba despacio en una ciudad lenta, vacía. Antes de su primer invierno, conoció a un paciente de Chapadmalal, un tipo que tocaba temas de Serrat en pubs de mala muerte. Se llamaba Brailovsky y le decían el Ruso. Era dos años menor que ella y tenía un hijo de tres que veía los fines de semana. Brailovsky la invitó un par de veces a comer al puerto y, más por su insistencia que por atracción genuina, terminaron en una relación. Magui lo acompañaba a los shows. Se sentaba cerca del escenario y tomaba cerveza. Vivía una vida distinta dentro de la propia. Entendía que Brailovsky era el protagonista casual de una fantasía.

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El Ruso tenía una economía de guerra. Se arreglaba con las presentaciones en vivo y algunas clases que daba. No se había mudado jamás de la casa paterna. En Chapadmalal, justamente, a los dieciocho años, había tenido su bautismo de fuego. Fue una tarde de enero. Brailovsky, por mérito de un amigo, trabajaba de bachero en el buffet de un club. Tenía las palmas cuarteadas y las uñas grises. En esa época, todos los días laborales, a la tardecita, salía a fumar un Chesterfield a la sombra de un olmo, en el patio. Era su tregua. Se quedaba quieto, petrificado, pero no ausente. El cigarrillo, de la boca a la mano y de la mano a la boca. Una vez un rubio que salía de la pileta lo golpeó con una toalla. El Ruso se hizo el distraído, le faltó voluntad para la reacción. A los dos segundos llegó un insulto. Brailovsky se acomodó, abrió las piernas y dio la cara. Hubo un prólogo: dos empujones. Enseguida la confusión de la pelea: algún tironeo y un arañón. En el forcejeo, Brailovsky perdió el equilibrio y fue a dar contra la saliente de una pared: se abrió el mentón. Fue un corte menor, pero le dejó una cicatriz, una herradura de borde romo. Por esa marca, varios años más tarde, se filtró la pauta que hizo que Magui, que en cierta medida se movía por impulsos, lo abandonara de un momento al otro. La huella de aquella pelea era una raya, un dibujo insignificante, pero, por su ubicación en la cara –todo un teatro− denunciaba la verdad que sus gestos encubrían.

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Después del almuerzo, Magui comió una mandarina. Para el encuentro definitivo, eligió una confitería en Playa Grande. Llegó a las 14.30 y ocupó una mesa junto a una ventana. Se dio cuenta al instante: estaba en el lugar equivocado. Notó que el salón –un cuarto pintado de naranja krishna− parecía una cocina o, mejor, la cocina de una casa empobrecida. Era un local de techos altos y desembocaba en una barra de madera. Detrás, sobre un paredón, había un reloj Junghans de estación y tres estantes con botellas de whisky, aperitivos y licores.

El Ruso llegó puntual. De la mano le colgaba el estuche de la guitarra. Dijo que venía de una entrevista. Estaba muerto de sed. Se repasó los labios con la lengua, bajó la mirada y pidió agua tónica. Una Schweppes helada, le dijo al mozo. El tipo negó con la cabeza y miró de refilón a Magui. Brailovsky hizo un gesto para restarle importancia al asunto. Eligió otra marca aunque, en el fondo, lamentó la falta de Schweppes. Lo tomó como un anuncio del estado de las cosas. Inquieto por la amenaza inesperada, habló y habló. Ella permanecía ausente.

Cuando el mozo dejó la botella en la mesa, Brailovsky guardó silencio y Magui aprovechó. No te amo ni te deseo, le dijo. En ese momento, pasó un camión con el escape abierto. No te amo ni te deseo, repitió ella. Brailovsky aguantó a pie firme. La frase de Magui lo asombró, pero mucho más la entereza con la que pudo soportarla. A los diez segundos, dejó escapar una queja. No había nada que decir. Estuvieron en silencio hasta que juntaron fuerzas para irse. Se despidieron con dos palabras. El mar estaba revuelto y gris. Las olas casi no se movían pero sus crestas vibraban. Esa tarde, el agua unía dos temperamentos.

Cuando llegó al departamento de la calle Camusso, Magui cerró la ventana y se tiró a la cama vestida. Ni siquiera se sacó los borceguíes. En su cabeza, daba vueltas la idea de que sus asuntos, a pesar de todo, estaban saliendo bien: el mundo, arbitrario como un trompo, era obediente a su voluntad. Aspiró profundo y entrecerró los ojos. Eran las 15.15. La siesta era una presencia fuerte. Nada en la atmósfera, absolutamente nada, anticipaba que, en menos de siete minutos, estallaría la caldera de la jabonería Materia, y el aire del barrio, tan diáfano y aplomado en ese instante, se llenaría de caos, polvo y de un residuo blancuzco que, muy de a poco, se iría asentando sobre las cosas, pesado como la nieve, una nieve tan muda e implacable como el destino mismo.