A mediados de noviembre pasado, Brasil aprobó el trigo HB4, una innovación tecnológica local de impacto internacional producto de una asociación estatal y privada. Es un trigo más resistente a la sequía, pero también a los agroquímicos. En diciembre, una pueblada en Chubut provocó la derogación de la ley de zonificación minera de la provincia. La ampliación de la zona para la explotación prometía la llegada de nuevas inversiones con generación de empleo y desarrollo local. Esa actividad utiliza reactivos potencialmente contaminantes y agua potable en una provincia que declaró la emergencia hídrica. 

Hacia fines del mismo mes, el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de la Nación otorgó permiso a una empresa noruega para la exploración petrolera frente a las costas de Mar del Plata. En un país cuyo principal problema es la escasez de dólares para sostener el crecimiento con inclusión social, el potencial ingreso de divisas es una muy buena noticia. El impacto ambiental y la posibilidad de derrames en tiempos de transición hacia energías limpias, de la que el mismo país escandinavo es líder, relativizan y ponen un manto de dudas al anuncio.

En los tiempos actuales, ningún proyecto político-económico puede ignorar la problemática ambiental. Ya sea por acción u omisión, las políticas públicas que se impulsan (o se obstruyen) siempre dan cuenta de posiciones y visiones.

Nueva era

La perspectiva económica tradicional aborda el tema, cuando lo hace y no lo niega, reduciendo la problemática ambiental a una “falla de mercado” llamada externalidad negativa. Es decir, a las consecuencias que ciertas actividades económicas generan en otras y que no se reflejan en los costos ni en los precios de las primeras. En realidad, lo que la economía capitalista provoca en el planeta lejos de ser una “falla de mercado” es una característica constitutiva y esencial de un sistema que se funda en el afán de lucro y la competencia y que considera a la naturaleza como un mero recurso.

En este sentido, varios cientistas sociales vienen desde hace tiempo afirmando que estamos en una nueva era geológica. En el holoceno, el actual período, hombres y mujeres son agentes biológicos que se insertan en un planeta que se toma como dato y cuyas lógicas de desarrollo geológico le exceden. Sin embargo, para dichos investigadores, nos encontraríamos en el antropoceno, una era geológica signada por los efectos permanentes que la acción humana genera en el planeta tierra

Las consecuencias de las acciones humanas se constituyen en fuerza geológica con la capacidad de alterar el paisaje del planeta al punto de comprometer su propia supervivencia como especie y la de los otros seres vivos. Cambio climático, calentamiento global, sequías, inundaciones, hambrunas y pestes, son expresiones, algunas más visibles que otras, de que nos hallamos en dicha era. 

Si la actividad productiva humana, en particular la capitalista, está destruyendo el planeta, no suena descabellado pensar que, más allá de los diversos intentos por realizar un tránsito hacia una matriz energética verde o de cambiar las formas productivas, urge la necesidad de una desaceleración masiva del crecimiento económico. La ecuación es sencilla: cuando menos se produce, menos se daña el planeta y para ello es necesario consumir menos.

Desigualdad

Ahora bien, el proceso de desaceleración (disminuir el ritmo del crecimiento del PIB) no puede ser pensado en el aire, como si el punto de partida fuese único y universal. Como si aquello que se llama humanidad fuera un todo homogéneo. Muy por el contrario, en el mundo actual la pobreza y la desigualdad son escandalosas. Un mundo en el que en las actuales condiciones de planeta tierra (sin que se lo destruya más), millones de seres humanos sufren día a día, una vida de bestias de carga, como diría el gran escritor uruguayo, mientras otros consumen en un día lo mismo que miles en un mes.

Cada punto de crecimiento del PIB que se resigna implica, bajo las actuales condiciones, más pobreza y más dolor, dado que no solo permite crear menos puestos de trabajo, sino que quita al Estado recursos esenciales para financiar sus políticas de inclusión social. Entonces, ¿quién debe desacelerar crecimiento? ¿Estados Unidos o Argentina? ¿China o Bolivia? Y hacia dentro de cada país, ¿Qué implica disminuir el consumo? ¿Hacer tres viajes menos en jet privado por mes o comer un plato de comida por día en vez de tres? Queda claro que pretender una desaceleración sin tener en cuenta las condiciones históricas de producción de desigualdades, solo puede profundizarlas.

En este sentido, el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro menciona que es necesario disociar el crecimiento de la igualdad. La economía capitalista se basa, dice Viveiros de Castro, en el principio de que vivir económicamente es producir riqueza, cuando lo realmente crítico (en la era del antropoceno) es redistribuir la riqueza existente. El mundo necesita, concluye, una redistribución radical de la riqueza.

La economía en sus orígenes no dependía de la política. Dada la imposibilidad de producir excedentes, la humanidad era guiada por el principio de la escasez y la supervivencia. Luego de la invención de la agricultura y del excedente económico que de ella deriva, la política es quien define las formas de apropiación del mismo a través de la instauración de diversos proyectos en pugna. 

En la era del antropoceno, y mientras avance la destrucción del planeta, la economía dependerá inevitablemente, cada vez más, de la ética, la filosofía y fundamentalmente de la ecología. No se trata de la ecología de algunas ONG internacionales que quieren imponer una agenda ambiental global. Agenda que desconoce las históricas relaciones de dependencia que nacen en la conquista y que, a través de propagandas sensacionalistas y descontextualizadas, alientan, en algunos casos, la visión de extremistas que se oponen a todo. Sino a la ecología como ciencia, que ponga a la naturaleza en el lugar que nunca debió haber abandonado, a la par de los seres humanos que la habitan. En tal sentido las constituciones de Bolivia y Ecuador son un ejemplo a seguir.

Transición

El problema actual radica en que nos encontramos, parafraseando a Gramsci, en una crisis de transición. Es decir, el momento en el que las viejas ideas han muerto pero las nuevas no han nacido.

Los gobiernos nacionales y populares del Sur global tienen la obligación de ponerse al frente de las políticas públicas que amplíen cada vez más derechos, incluidos los derechos de la naturaleza. Esto implicará inevitablemente una confrontación de derechos que deberá resolverse para cada caso particular. Así deben pensarse las cuestiones que se plantearon al comienzo del artículo.

La agenda ambiental de los gobiernos populistas del Sur global debe ser construida desde el sur y para el sur. Debe reconocer el antropoceno y volver a dialogar con los saberes y cosmovisiones ancestrales de los pueblos originarios para construir nuevas preguntas y respuestas alejándose necesariamente de las lógicas capitalistas de acumulación y ganancia. 

Dicho reconocimiento no puede desconocer las necesidades actuales de poblaciones que viven en la pobreza y quienes necesitan una respuesta urgente que, de ninguna manera, puede ser solo la desaceleración del crecimiento económico. La desaceleración global debe ser desigual y heterogénea (en tiempos y formas) como desiguales son las sociedades, y debe tener como precondición una redistribución radical de la riqueza y los ingresos. Las decisiones de política pública implicarán la confrontación de derechos y en la medida en que comprometerán a las y los que aún no han llegado al planeta, deben realizarse con la participación de los pueblos, no a espaldas de ellos.

Se ha aprendido que los populismos deben ser feministas o no serán populismos. Pues bien, es hora de aprender que también deber ser ecológicos y reconocer los derechos de naturaleza. Como dijo Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolivar, o inventamos o erramos.

(*) Docente ISFD Nº41. UNLZ FCS (CEMU)

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