Los exigentes desafíos que el mundo enfrenta en la actualidad (desde la crisis climática hasta la pandemia, desde el agravamiento de la Guerra Fría hasta el peligro de una confrontación nuclear, desde el aumento de las violaciones de los derechos humanos hasta el crecimiento exponencial del número de refugiados y de personas hambrientas) exigen más que nunca una intervención activa de la ONU, cuyo mandato incluye el mantenimiento de la paz y de la seguridad colectivas, así como la defensa y la promoción de los derechos humanos.

Guerra fría

Entre las múltiples áreas de actuación en las que la ONU puede intervenir, una de las más importantes es la paz y la seguridad, concretamente en lo que atañe al recrudecimiento de la Guerra Fría. Iniciada por Donald Trump y proseguida con entusiasmo por Joe Biden, está en marcha una nueva Guerra Fría que aparentemente tiene dos objetivos, China y Rusia, y dos frentes, Taiwán y Ucrania. En principio, parece imprudente que una potencia en declive, como Estados Unidos, se involucre simultáneamente en una confrontación en dos frentes. Además, a diferencia de lo ocurrido con la anterior Guerra Fría, con la Unión Soviética en el punto de mira, China es una potencia de gran poder económico y un importante acreedor de la deuda pública estadounidense. Está a punto de superar a Estados Unidos como la mayor economía del mundo y, según la National Science Foundation de Estados Unidos, en 2018 tuvo por primera vez una producción científica superior a la de Estados Unidos. Asimismo, la lógica aconsejaría a Estados Unidos tener a Rusia como aliada y no como enemiga, no solo para separarla de China, sino también para preservar las necesidades energéticas y geoestratégicas de su aliada histórica, Europa. La misma lógica aconsejaría a la UE tener en cuenta las relaciones históricas y económicas de Europa Central con Rusia (hasta la Ostpolitik de Willy Brandt).

Es particularmente preocupante que los neocon (los políticos y estrategas ultraconservadores que desde el ataque a las Torres Gemelas en 2001 dominan la política exterior estadounidense) intensifiquen las hostilidades con Rusia y, al mismo tiempo, insten a Estados Unidos a prepararse para una guerra con China al final de la década, una guerra caliente de nuevo tipo (la guerra con los medios de la inteligencia artificial). El poder mediático internacional de los neocon es impresionante. Al igual que ocurrió en 2003 con los preparativos de la invasión de Irak, asistimos a una alarmante unanimidad entre los comentaristas de política exterior en el mundo occidental. De repente, China, que hasta ahora era un socio comercial importante y fiable, pasa a ser una dictadura que viola masivamente los derechos humanos y una potencia malévola que quiere controlar el mundo, objetivos que hay que neutralizar a toda costa. Por su parte, Rusia, hasta hoy un socio estratégico (como en el acuerdo nuclear con Irán), ahora se percibe como un país gobernado por un presidente autoritario y agresivo, Vladimir Putin, que quiere invadir la democrática Ucrania. Para defenderla, Estados Unidos ayudará militarmente y, para ello, Ucrania debe ingresar en la OTAN. Esta narrativa, a pesar de ser falsa, se reproduce sin contradicción en el Washington Post y en el New York Times, luego es ampliada por Reuters y Associated Press, y secundada por los informes de las embajadas estadounidenses. Los comentaristas occidentales simplemente la regurgitan de manera acrítica. En vista de ello, es urgente que se haga escuchar y sentir la intervención de la ONU para frenar la deriva de una tercera guerra mundial.

La división de Ucrania 

La ONU dispone de información abundante que le permite contrarrestar esta narrativa e intervenir activamente para neutralizar su potencial destructivo. Ucrania es un país etnolingüísticamente dividido entre un oeste predominantemente ucraniano y un este predominantemente ruso. A lo largo de la década de 2000, las elecciones y las encuestas de opinión revelaron la oposición entre un oeste pro Unión Europea y pro OTAN, por un lado; y un este pro Rusia, por otro. En cuanto a los recursos energéticos, Ucrania depende en un 72% del gas natural de Rusia, al igual que ocurre con otros países europeos (Alemania depende en un 39%), lo que da una idea del poder negociador de Rusia en este ámbito. Desde el final de la Unión Soviética, Estados Unidos ha estado tratando de sacar a Ucrania de la órbita de Rusia y de integrarla en la del mundo occidental y, de hecho, convertirla en un bastión pro estadounidense en la frontera rusa. Esta estrategia ha tenido dos pilares: integrar militarmente a Ucrania en la OTAN (aprobada en la Cumbre de Bucarest de 2008, así como a Georgia, otro país fronterizo con Rusia) e integrarla económicamente en la Unión Europea.

La revolución naranja o, más bien, el golpe del 22 de febrero de 2014, fuertemente apoyado por Estados Unidos, fue el pretexto para acelerar la estrategia occidental. Su causa inmediata fue la negativa del presidente Yanukóvich a firmar un acuerdo de integración económica con la UE que dejaba fuera a Rusia. Siguieron protestas, mucha agitación social y una brutal represión gubernamental que se saldó con más de 60 muertos (ahora se sabe que entre los manifestantes había grupos fascistas fuertemente armados). El 22 de febrero, el presidente se vio obligado a abandonar el país. La “promoción de la democracia” liderada por Estados Unidos había producido resultado: la “revolución naranja” iniciaba su política antirrusa. Rusia había advertido que la membresía de Ucrania en la OTAN y su integración exclusiva en la UE constituían una “amenaza directa” para Rusia. En los meses siguientes, Rusia ocupó Crimea, donde ya contaba con una importante base militar.

Escalada

En 2014 y 2015 se firmaron los protocolos de Minsk con la intermediación de Rusia, Francia y Alemania. Se reconoció la especificidad etnolingüística de la región del río Don (Donbas) (en su mayoría de habla rusa) y se dispuso el establecimiento, por parte de Ucrania y de conformidad con la legislación ucraniana, de un sistema de autogobierno para la región (que cubre áreas de los distritos de Donetsk y Luhansk). Estos protocolos nunca fueron cumplidos por Ucrania. Las tensiones ahora han vuelto a escalar con la supuesta intención de Rusia de invadir Ucrania. Es incluso probable que lo haga (ciertamente limitada al este de Ucrania étnicamente rusa) si la OTAN, los Estados Unidos y la Unión Europea continúan con su política de hostilidad. Frente a todo esto, uno tiene que preguntarse si es Rusia o los Estados Unidos quien ha estado creando problemas en esta región del mundo. Todos recordamos la crisis de los misiles de 1962, cuando la Unión Soviética propuso instalar misiles en Cuba. La reacción norteamericana fue terminante; se trataba de una amenaza directa a la soberanía de los Estados Unidos y bajo ninguna circunstancia se aceptarían tales armas en su frontera. Incluso llegó a sonar la alarma de una guerra nuclear. ¿Fue esta reacción muy diferente de la reacción actual de Rusia ante la perspectiva de que Ucrania se una a la OTAN? En 2017 se hizo público el informe de la reunión entre el secretario de Estado norteamericano James Baker y Mijaíl Gorbachov celebrada el 9 de febrero de 1990. En esa reunión se acordó que, si Rusia facilitaba la reunificación alemana, la OTAN “no se expandiría ni un centímetro hacia el este” (http://nsarchive.gwu.edu). A pesar de esto y del extinto pacto de Varsovia, nueve años después Polonia, Hungría y la República Checa se unieron a la OTAN. Y ningún comentarista recuerda que, en el año 2000, cuando llegó al poder, Vladimir Putin expresó públicamente su deseo de que Rusia ingresara en la OTAN y también en la UE para que Rusia “no se quede aislada en Europa”. Ambas solicitudes fueron denegadas.

Ante esto, la ONU sabe que Rusia no es la única potencia agresiva en el conflicto actual, y que bastaría con que Ucrania cumpliera los acuerdos de Minsk para que cesaran las hostilidades. ¿Por qué Ucrania no puede seguir siendo un país neutral como Finlandia, Austria o Suecia? Si hay guerra en esta región, el escenario de la guerra será Europa, no Estados Unidos. La misma Europa que hace poco más de setenta años salió del infierno de dos guerras mundiales que se saldaron con unos 100 millones de muertos. Si la ONU quiere ser la voz de la paz y la seguridad, que consta en su mandato, debe asumir una posición mucho más activa e independiente de los países involucrados. Hay que averiguar in situ qué está pasando en los territorios donde las grandes potencias se enfrentan y se preparan para guerras de hegemonía en las que probablemente los aliados menores sufrirán las consecuencias y pagarán con vidas (Taiwán o Ucrania) –las llamadas proxy wars–, incluso si la política agresiva de “cambio de régimen” apunta a Rusia y China, eventualmente con resultados similares a los que tuvo en Irak, Libia o Afganistán. El mundo necesita escuchar voces autorizadas que no repitan el guion impuesto por los rivales. La más autorizada de todas es la voz de la ONU.