El cuento por su autor

Desde hace unos años estoy escribiendo relatos situados en Tucumán. Mis abuelos paternos fueron inmigrantes libaneses que se instalaron en el campo tucumano; aunque mi padre migró muy joven a Buenos Aires, cuando yo era chico me enviaban a pasar los veranos allá; empecé a viajar de nuevo hace unos diez años. Me interesan lo que fueron mis espacios familiares de infancia, sus transformaciones. Me gusta también leer escritos de viajeros e historiadores sobre Tucumán, que trato de integrar a mi ficción, desde Alberdi a Daniel Gutman o Diego Nemec; de narradores, esa tradición tan rica y cosmopolita con autores canónicos como Juan José Hernández o actuales como María Lobo o Diego Puig; o los trabajos sobre la ciudad, como la investigación de Griselda Barale sobre cementerios tucumanos y creencias populares. Este relato inédito será, espero, parte de ese libro que me gustaría armar con relatos sobre la provincia y mis vínculos con ella.

THALÍA

Llamé a la casa de mi tía desde el hotel, me atendió su marido: estoy por trabajo en Tucumán, le dije a Ignacio; vuelvo esta noche a Buenos Aires, perdón que no llamé antes, tomo en un rato un taxi para visitarlos, ¿les parece? Sí, venite, pero los taxis no se ubican por acá, esperame en la rotonda de las estatuas justo pasando el puente.

Del otro lado del río el paisaje era de avenidas que fueron rutas, banquinas sin asfalto, aire amarillo de polvo; en la rotonda donde tenía que esperar había unas esculturas enormes de cemento, un obrero, una campesina, una niña, pintadas con colores vivos; me senté al lado de la niña, que me doblaba en tamaño. Vi aparecer a Ignacio a los pocos minutos, acompañado de un perro; en las cuadras que hicimos, ya no hubo tráfico ni avenidas ni rotondas, sí había mucha gente, la vivacidad de Tucumán cuando empieza a aflojar el sol, y muchos perros, que nos ladraban detrás de las rejas de las casas. La atención de Ignacio iba y venía entre saludos, comentarios gritados al paso, y la conversación conmigo. El perro de Ignacio no devolvía los ladridos, se alejaba un poco de las rejas más sonoras, a veces se nos adelantaba mucho, pero el hilo que lo unía a nosotros nunca dejaba de existir; cada tanto cabeceaba hacia atrás, un mínimo y firme recordatorio de que él, Ignacio y yo éramos un grupo. Dije algo de los perros, y me enteré de que en Tucumán a un perro que no es de raza se lo llama caschi, que es una palabra quechua. Ignacio fue por un tiempo maestro en un pueblo de Santiago del Estero, y aprendió algo de quechua. Me pregunta si leí lo que me dio en la visita anterior, unos libros sobre el quechua de Santiago; yo en esos tres años casi no los había abierto, y trataba de cambiarle de tema: ¿cómo se llama tu perro? Tiene varios nombres. ¿Cómo está la tía? Tu tía ya vas a ver cómo está.

Ay, sobrino, tantas tragedias que nuestra familia ha vivido, me dijo Julia como saludo, de pie y apoyada en un bastón. Mi tía siempre habló como una gran dama de telenovelas, pero a mí los arranques de emoción de los otros me suelen dejar en blanco, y mi primera reacción es esperar quieto que el momento pase. Usted ha perdido a su padre, yo me estoy quedando sin hermanos, agregó, y se le debilitó la voz. Me acerqué, le di apenas un beso rápido en la mejilla y me senté en la única silla libre que vi. El momento pasa, y quieto en la silla miro el living: una zona entre la pared lateral y el techo está con el revoque caído y hay oscuridad y una especie de gran telaraña o raíces de plantas. Una pared al otro lado está medio derruida, y completada por unas rejas. Tres perros dormitan entre mantas; miro hacia los ventanales del fondo y me detengo allí: están el cielo y el entramado de las ramas de un árbol inmenso.

¿Dónde está el tronco de ese árbol?, pregunto; Ignacio me cuenta la historia del árbol: responde mejor a lo que a uno se le ocurre de improviso que a las frases de cortesía. Me indica un lugar al lado de la casa, pero parecería que toda la casa fuera la base de ese árbol, las ramas crecen a distintas alturas, son una trama ya más propia del cielo que ligada a la tierra. Brilla espléndido, despreocupado, libre de toda sujeción y utilidad. Creció tan bien ese árbol, digo, creció tan alto y fuerte y lindo. Julia me escucha, me mira a mí y no al árbol, y sonríe, usted también creció fuerte y lindo, dice; tan rápido empieza mi tía a hablar de hombres fuertes y lindos. Y me avergüenzo, no tanto porque ella dijera algo de mí sino porque mi frase parecía hablar más de hombres que de árboles.

Ah, la señora de la casa por fin se digna a aparecer, exclama Ignacio, mientras entra una perra desde el fondo; la señora de la casa, de cuerpo grueso, patas cortas y pelaje marrón rojizo, lo mira sin detenerse. Era claro que ella estaba en una jerarquía mayor que los otros caschis que dormían en diversos lugares del living y que ni me prestaron atención. También Julia le habla a la perra: Thalía, querida, venga, salude a su pariente de Buenos Aires. La mirada de la perra pasa de Ignacio a Julia, sigue caminando hasta llegar a mí. Muy buenas tardes, Thalía, cómo está usted, le digo, mientras le acaricio la cabeza. Tanta cariñosa formalidad me organiza el tono, las frases, la conducta. Mi caricia va por la parte izquierda de la cabeza, evitando una protuberancia en el lado derecho, y continúa por el cuello, de pelo con un brillo cobrizo, suave; mi mano evita zonas del cuerpo sin pelo, o con un pelaje raleado y opaco. Algo me conmueve, y eso que me conmueve me aprieta la garganta, casi le digo ay, Thalía, tantas tragedias que nuestra familia ha vivido, y me sacuden ganas de llorar, pero eso también pasa.

Claro, a nosotras que nos parta un rayo, a nosotras no nos saluda nadie, dice, mientras entra a la casa, una mujer joven, de pelo muy largo y suelto, con una nena de unos doce. La mujer es muy gorda pero se mueve con energía, tiene algo ágil, expansivo; la nena, muy flaquita pero bastante alta, también acaba de aparecer y ya se nota que es silenciosa, tiene los ojos grandes y la sonrisa de la gente que ni abre la boca.

Querrás comer algo, querido, me dice Julia; amor, tráigale alguna cosita para picar de la cocina a mi sobrino, le indica a Ignacio. Tienen que venir de Buenos Aires para que acá me digan amor, dice Ignacio con una risa. Mi tía agrega: traele un vino con hielo, él no tiene que manejar, ¿o el avión es tuyo? No me extrañaría que mi sobrino un día venga en su avión privado, dice, y se ríe, feliz con la fantasía de esplendor. Yanina, ayudame a acomodarme acá, los almohadones así, mijita, esta tarde no he tenido un buen descanso. Yanina es mi mano derecha, no sé qué haría sin ella, me dice Julia, mientras Yanina le mueve un almohadón aquí y allá. Le cuesta mover los almohadones sin aplastar a mi tía con su propio cuerpo y parece estar más jugando a acomodarla que haciendo algo concreto, pero mi tía no se queja del resultado. Hemos ayudado mucho a Yanina con su hija, dos por tres tenemos que arreglarnos sin ella, pasa largas temporadas en Buenos Aires por la enfermedad de la nena, me dice.

Ignacio se aparece con un plato con unos pedazos de pan y una botella de vino, me sirve un poco atropelladamente y me tira un chorro de vino encima; el olor a vino en mi vaquero se sentirá en el avión, pienso, y digo no importa, qué le hace una mancha más al tigre, y todos reímos, es una frase que yo nunca dije, y menos aplicada a mí mismo, pero el lenguaje surge allí anárquico en una persona u otra con brotes inesperados como cualquier planta puede crecer vital en una grieta en una pared y otra puede morirse en dos días en una maceta. Yanina contó los problemas de salud de su hija, que se llama también Yanina. Estuvieron dos años en Buenos Aires; la nena estuvo internada en el hospital Garrahan, por un cáncer. Por varios cánceres que tenía en el cuerpo. La atención en el hospital Garrahan fue excelente, equipos de la más alta complejidad, la doctora Romano tomó el caso. La doctora Romano ayudó incluso a Yanina madre a tener un lugar donde parar mientras la hija estaba internada. La nena tenía además problemas cardíacos y en la columna vertebral. Y gastroenteritis. Me alivió escuchar lo de la gastroenteritis; tal vez hubiera algo inexacto en el relato de las enfermedades, como era inexacta la jerarquía entre de los males que enumeraban.

La nena seguía inmóvil allí, silenciosa y flaquita pero de pie, entera, con un pelo negro suelto y lindo, lo más parecido que tenía a su madre. La doctora Romano incluso intervino para permitir que Yanina hija estuviera con su gallina. La nena tenía un vínculo fuerte con una gallina, que se dejó llevar de Tucumán a Buenos Aires: sabía para qué iba. La gallina estaba enferma en Tucumán, y mejoró en cuanto se reencontró con la nena, que a su vez también empezó a recuperarse. ¿Cómo se llama la gallina?, pregunté. Yanina. ¿Yanina? Sí, Yanina, como nosotras, dijo la mujer.

La gallina ayudó pero Thalía fue decisiva, afirmó Ignacio. Miré a Thalía. Estaba echada y, sin mover el cuerpo, levantó los ojos, no hacia mí sino hacia Ignacio. La mujer contó sobre una de últimas cirugías, la de mayor complejidad: la doctora Romano dijo después que en el momento más crítico habían visto cruzarse por el aire del quirófano a una gran perra marrón. La operación era de las más difíciles, le habían hecho una punción en la médula y había quedado la punta de una aguja allí. En Thalía, dijo Ignacio, habita una niña de seis años, que murió en Rafael Calzada. La niña tenía miedo de la oscuridad, siempre dormía con un quinqué. Una noche se apagó el quinqué, y murió de terror. ¿En Rafael Calzada, cerca de Buenos Aires?, pregunté. Sí, sí, dijo Ignacio, ansioso, él quería que Yanina madre siguiera: Thalía no sólo las ayudó en las cirugías, sino en el asalto en la terminal de ómnibus de Buenos Aires. Cuando a Yanina hija ya le habían dado el alta, cuando estaban por volver a Tucumán, cuando parecía que las desgracias que se habían ensañado con ellas les habían dado una tregua y podían volver a casa, las asaltaron en la terminal. A Yanina madre, hija, y también a la doctora Romano, que las había acompañado. Y se escuchó un disparo. ¿Les dispararon a ustedes?, pregunté. Yanina madre hizo un gesto y agregó: fue tremendo, nos dejaron desnudas. Pero la perra desvió la bala, indicó Ignacio. Las cámaras de seguridad registraron todo.

Noté que mi tía estaba allí como si no escuchara. Tenía esa tendencia a expresar una súbita y absoluta apatía sobre los temas que no son de su interés. Una apatía radical, como si se bajara el interruptor de la corriente de su deseo. Siempre la aburrieron las conversaciones sobre niños, deudas, enfermedades, arreglos de las casas, política. Quería hablar de viajes, fiestas, hombres atractivos y saludables, casinos. Fue enfermera, pero no quería hablar de enfermos. De las historias sentimentales, adoraba el momento de la seducción inicial y los primeros encuentros y las tragedias pasionales, no tanto las idas y vueltas en el medio. Le interesaba la caída en la miseria, como lo de la hija de las Getar: sus hermanos se casaron con sirvientas, y ella se volvió sirvienta de sus sirvientas.

Ignacio, andá a buscarle la gallina a la chica, dice bruscamente Julia. Esta noche Yanina tiene parientes en su casa, no puede recibirlos con las manos vacías, agrega, explicándome a mí pero sin mirarme. Bueno, bueno, bueno, dice Ignacio, poniéndose de pie. ¿Quiere que lo ayude?, dijo Yanina madre. ¿Se necesita ayuda para agarrar una gallina?, pregunté. La nena habló por primera vez: es difícil agarrar una gallina, dijo. Los demás asintieron. Me llamó la atención que resultara difícil agarrar una gallina. Pensé que si yo tratara de agarrar una gallina y se escapara, la gente se reiría de mí, de mi incompetencia de porteño inexperto. Y sin embargo a una gallina es difícil agarrarla. Sentí que mi error hablaba mal de mí. Tratar de escaparse es el derecho de cualquier ser, hasta el más insignificante. Yo habría pensado que era lo mismo indicar andá y traé una gallina como andá y traé un limón.

Tía, ¿te acordás de cuando me retaste porque le arrojé bombas de agua a las gallinas en tu casa de la calle Mendoza? ¿Te acordás que dejé rengas a varias? Mi tía seguía en su estado de apatía, y me mira y sonríe y dice: venga, dele un abrazo a su tía como corresponde, casi ni me saludó cuando entró. Me levanto y voy hacia ella, nos abrazamos. No se recuperó bien de una hemiplejia, tiene temblores de Parkinson, una muñeca con un entablillado. Me sorprendí de lo fácil y profundo del abrazo, como si yo hubiera entendido una frase dicha al paso en un idioma que no conozco. Los cuerpos que no están acostumbrados al contacto son piezas de engranajes que quedan tiradas a la intemperie y se deforman y no pueden combinarse con otras; no era el caso de mi tía. Ella estaba, a pesar de todo, cómoda en su sillón, con esos almohadones apenas reacomodados por Yanina madre, y su cuerpo respondía bien al abrazo.

Empiezo a contar la tragedia de la perrita de un tío en Buenos Aires, la perrita blanca que se escapó de los brazos de su amo, atravesó una avenida, corriendo, y fue arrollada por un auto. Todos mis parientes paternos eran robustos, y ese tío más que todos, pero él tenía mascotas muy pequeñas. No estuviste ahí para cuidar a la perrita, le digo a Thalía. Se levanta y coloca la cabeza sobre mis piernas. Te está pidiendo disculpas, dice Ignacio. Me explica que Thalía transmite pensamientos. Le recuerda a él cosas pendientes. Tiene poderes telepáticos. Les avisa que está por llegar Yanina, y que tienen que pagarle la mensualidad. Mueve cosas a distancia: Ignacio señaló un arco entre la parte de atrás de la casa y el living, el recorrido aéreo que hacían las cosas que movía. Otra cualidad de Thalía es la escritura. Escribe en un cuaderno, ya voy a mostrarte, me dice Ignacio. Una vez que entraron a robar en la casa, consiguió ahuyentar a los ladrones, pero cuidó al niño que habían hecho entrar saltando una reja para que abriera desde adentro: quedó encerrado en la casa, y se puso a llorar; Thalía logró que los demás perros no lo atacaran. Además, está atenta a las gallinas. Ladra hasta que se les da de comer. Y las cuidaba mucho cuando los otros perros eran cachorros: eran juguetones, y a veces mataban a los pollitos. Duerme con Julia y con él en la cama, y los despierta si hay alguna emergencia.

Sí, primero duerme a nuestros pies, pero a la noche se mueve hasta quedar bien pegada a Ignacio, me quiere sacar el marido, dice Julia riéndose. Ignacio sale de la sala, y vuelve a entrar enseguida: mirá estos huevos, me dice. Yo esperaba que trajera la gallina para Yanina, o el cuaderno con la escritura de Thalía, pero apareció con tres huevos. Tres huevos grandes, idénticos, blancos, hermosos. ¿Se los daría a Yanina? Después los dejó a un costado, con mucho cuidado, para volver a la conversación, pero hubo unos segundos extensos de silencio. Nosotras tendríamos que ir yéndonos, dijo Yanina, pero sin moverse, como a la espera de recibir algo, algo más que un simple saludo de despedida. ¿Estarían esperando la gallina para los parientes que la visitaban esa noche? Vayan nomás, queridas, yo tengo que tener una conversación privada con mi sobrino, dijo Julia. Yanina madre se levantó lenta, saludó sin besos ni abrazos, que tenga un buen viaje, me dijo desde la puerta, y salió con su hija.

Julia, sabés que no es momento para seguir dando gallinas así como así, le dijo Ignacio a mi tía, en cuanto salieron las Yaninas. Agregó, para mí: si es por ella, nos quedamos sin nada, el INTA indica un gallo cada diez gallinas, pero estamos con siete gallos y cuatro gallinas. Julia le hizo un gesto de desdén; me miró fijo y me habló con un tono sentido: sobrino, ¿usted está acompañado? ¿O está solo? Me puse defensivo: no estoy solo, tengo gente cerca, y la gente ayuda, vos además de Ignacio tenés a Yanina, le dije. Hay que llegar a la vejez acompañado, con quien sea, continuó.

Me pareció que a Julia le vino la idea de decirle a Yanina lo de la conversación privada sólo para despacharla, y recién ahí se le ocurrió preguntarme eso. A cualquier referencia sobre mi vida sentimental, yo venía diciendo en mi familia lo mismo desde que tenía veinte años, hablaba de estudios, trabajo, universidad, clases, libros; de estudios disfrazados de trabajo, de trabajo disfrazado de vocación, de relaciones de un tipo disfrazadas de relaciones de otro tipo, y el tiempo y los años y las décadas pasaban y los disfraces me dejaban desnudo pero a mis parientes yo no les ofrecía otra cosa, y en general tampoco me lo pedían, como ahora de golpe lo hacía Julia. Empecé con lo de trabajo, estudios, un murmullo que murió enseguida.

Mucho estudio pero uno le da libros y en tres años ni los abre, dice Ignacio, riéndose. Suspiró, se alejó un poco y se puso a envolver los tres huevos. Los envolvía en papel de diario, con cuidado, no rápido como cuando me tiró el vino encima. Los huevos irradiaban blancura y belleza; las manos de Ignacio, de dedos largos y nudosos, eran hábiles y precisas, y me acordé que un tiempo había vivido de tocar la guitarra en fiestas; el papel de diario se veía suave y delicado.

La tarde iba cayendo y la luz entraba horizontal desde el fondo; las partes lindas del pelo de Thalía brillaban con un matiz naranja. Los animales y la televisión son mi mejor compañía, dijo Julia, bordeando otra vez la apatía. Pasaron unos pollitos, se escuchó un piar como un tintineo. Las hojas del árbol tenían un verde más claro e intenso. Los animales y las plantas en Buenos Aires son objetos decorativos, aquí son más inteligentes, más sensibles. Y más responsables. ¿Operarán a Thalía de eso que tiene en la cabeza? Se me acercó para que la acariciara. Podría decir que buscaba un gesto simple de cariño, pero me lo estaba dando. Thalía me hace sentir que puedo darle algo. ¿Es todo lo que quiero? ¿Que me hagan sentir que lo que puedo dar es importante y a la vez no me pidan mucho?

Creo que ya me tengo que ir, dije. Ignacio se fue a un costado para llamar por teléfono a un remís. Mientras, vos terminá ese vino, casi ni tomaste. Ya vas a ver el bombón que te va a llevar, para vos no llamamos a cualquiera, dijo mi tía, reanimada. Me tomo todo el vino de un largo trago mientras ella le da la bienvenida al remisero como si fuera una visita sorpresiva y deseada, cuidame a mi sobrino, lo dejo en tus manos. La despedida fue feliz, con sonrisas y bromas, veo afuera de la casa a mi tía, de pie apoyada con las dos manos sobre el bastón, veo también al caschi que nos había acompañado a Ignacio y a mí.

Empiezo a hablarle al chofer con cortesía de vecino: conocés a mis tíos, vivís cerca, tenés familia; los conocía, vivía cerca, tenía esposa e hijos. Me da una rápida mirada de reojo, ¿tendré olor a vino? Me gusta ir al aeropuerto, me dijo en otro tono, relajándose, acomodando con placer el cuerpo, como si estuviera en una butaca del avión preparándose para el despegue. Le miro los brazos, firmes, mucho más fuertes de lo necesario para el volante suave del auto. Hay un exceso en ese cuerpo respecto del mínimo esfuerzo que lleva hacer andar ese auto, del mínimo esfuerzo que lleva ir por esas calles que sabe de memoria, del mínimo esfuerzo que le lleva la ligereza de la conversación. El aire acondicionado fuerte me anticipa también el del avión. Pensé en cómo encontraría todo en unos años. Dejé atrás una familia, por ahora hay algo firme entre mi tía, Ignacio, los perros, las gallinas, las Yaninas. Son una trama, no hay un centro. O el centro es Thalía.

No sé cuándo voy a volver, dije. Yo si me voy no vuelvo ni loco, dijo el remisero riéndose. Yo era alguien a quien se le podía decir eso. Ese remisero no era Thalía. Me imaginé una mujer e hijos abandonados. ¿Somos dos personas capaces de abandonar gente sin mucha culpa? ¿Puede ser que alguien que acabamos de conocer sepa sobre uno más que lo que uno mismo sabe? Hubo algo fluido en el andar del auto, en el tránsito del auto al aeropuerto y del aeropuerto al avión; mi regreso se me hizo tan rápido e irreal como el vuelo de Thalía por el aire del quirófano del hospital Garrahan o para aparecerse en la terminal de ómnibus de Buenos Aires.