El día de 43 grados estábamos en Miramar. Me desperté sin distinguir si sufría otro subidón hormonal o el desequilibrio era planetario. Clara me dijo que no, que era el planeta. No sé si me quedé más tranquila.

Me pareció que la mejor idea entonces no estaba en los globulitos homeopáticos sino en el Vivero Dunícola. El inmenso bosque de pinos y eucaliptos altísimos al sur de la ciudad es un verdadero microclima con dos o tres grados menos y grandes espacios a la sombra. Y además, al recostarse sobre ese colchón de hojas secas, el cuerpo siente el traspaso del frío de una tierra a la que nunca toca el sol.

Pero esa mañana el suelo emitía lo mismo que mis hormonas en sus momentos cúspides de estrés, un fuego. Habíamos llevado todo lo del pic nic con la intención de quedarnos en el fresco. Ya descargados la heladerita, el termo con agua helada, la matera con el tubo de agua caliente, los sanguchitos, las frutas, los vasos, los dos libros de Byung-Chul Han, el rollo de servilletas, las mochilas, la pelota, las paletas, las sillas, la mesa y hasta la última reproducción de Peppa Pig de las que Vicky, nuestra hija, no puede desprenderse un instante, constaté que ni bajo el rayo fulminante de la costa había experimentado sofoco así.

Volví a hacerle a Clara la consulta sobre el planeta. Me confirmó que no era mi menopausia, que a ella le pasaba igual con catorce años menos. Miré alrededor. Ni un alma en los caminos, ni piaban los tordos entre las copas viejas. Que nadie hubiera prendido un solo fogón me pareció un instinto social loable, de autopreservación, pero que no estuvieran abiertas las proveedurías y que ni a une veraneante se le ocurriera como a nosotras refugiarse en el bosque, me hizo sospecha.

Lo único que se oía además del zumbido de las moscas rondando la comida, era un caballo galopar por ahí cerca. Lo que falta, pensé, que ahora nos pise mientras descansamos. Y de fondo del relincho un extraño crepitar había, como si se estuviera quemando algo. Pero que no era algo sino todo nos enteramos al rato por un mensaje de nuestra amiga Soraya: ¡Che, bolu, estoy viendo en C5N las imágenes del vivero incendiándose!

Ninguna nube de humo nos avisaba de la hecatombe que sin embargo había empezado a desvanecernos sin que nos diéramos cuenta. Tuvo que salir en la televisión para que yo me convenciera de que el hervidero no empezaba en mis hormonas sino en la ruta que comunica Miramar con Mar del sud. Con la poca fuerza que nos dejaba la ausencia casi completa de oxígeno devolvimos al baúl nuestros petates.

Olvidarnos a George, el hermano de Peppa, desató una explosión de llanto en la bebé. Me impresionó pensar que el hecho de que el cerdito yanqui pudiera terminar bajo las llamas era la nada misma a comparar con lo que podía pasar con las aves, las ardillas, el mismo equino que nos circundaba y que sí llevaba la vida adentro.

Huimos por la costera hacia el lejano balneario Santa María, donde el primo de Clara alquilaba una carpa. Había estado todo el día metido en un mar caliente como nunca había habido y no tenía idea de que una cadena de fuego casi tocaba la puerta de su departamento, sobre la avenida 40. Mientras charlábamos de los focos dispersos en medio país se hizo presente Aldana, su hermana mayor. Venía a visitarlo junto a su novia Isa.

Hola, dijo ella tras el barbijo, estirando el puño cerrado desde el caminito de maderas astilladas que pretendía aislar los pies de la arena ardiente. No les saludamos porque a Isa se le pegó la Omicron. Explicó a los gritos: “Nos enteramos por whatsapp del resultado, pero ya estábamos por Chapadmalal”. Notamos la deserción instantánea de la familia que jugaba al buraco en la carpa de al lado. Ni chau dijeron.

Fue Aldana la de la idea de que su visita fugaz no pasara sin pena ni gloria y propuso que al menos nos sacáramos una foto. La extraña imagen nos muestra, por un lado, a nosotres apretades bajo la sombra del techito de lona y a dos metros a ella y a Isa tomando distancia social. No sé qué pensaremos en el futuro cuando miremos esa fotografía cuyo foco está vacío.

Yo noto en la imagen cómo me cambió el cuerpo respecto al tiempo anterior a la pandemia, pero no me molesta. Asumí que esto también es devenir. Lo que sí me angustia, y mucho, es una llama encendida sobre el horizonte que la selfie captó a lo lejos detrás de nuestras sonrisas forzadas. Tengo a Vicky en mis brazos agarrada a mi cuello como un coala, sudando su carita por el calor extremo que ojalá no haya llegado para quedarse. Delante de sus ojos, con la fuerza de un león amenazado, rugía el mar.