En febrero de 2021 transitábamos el inicio de una de las reuniones de Comisión de la nueva era, virtuales y embarulladas (aunque esto último no tan nuevo) cuando notamos que Jorge no se conectaba… En minutos cambió nuestro registro de la realidad pandémica, del compañero ausente, de la comunidad militante que encarnamos: Jorge estaba ya internado, en lucha muy desigual contra el covid, tanto que en trece días murió, sin poder darnos mutuamente un adiós, una fuerza frente a lo desconocido, una idea de esperanza en el puente invisible de la partida.

En 1979 llegó, flanqueado por penitenciarios de la cárcel de La Plata, al despacho del juez Rivarola. Junto a otras compañeras y compañeros integrantes de Vanguardia Comunista, y tras la faena de horror y despojo soportada en el circuito clandestino de la dictadura, un juez federal les tomaba declaración y les dejaba en libertad sin perjuicio de la prosecución de las causas abiertas en su contra. Aunque tal “prosecución” estiraba sobre esas treinta y cinco personas la amenaza del castigo, Jorge sonreía. En cuarenta años de proximidad pude saber que en él esa sonrisa, entrecortada por algún relato de lo vivido, certificaba la evidencia de una victoria sobre la sinrazón; Jorge se reía a la vez que se asombraba de las situaciones absurdas atravesadas bajo el régimen dictatorial.

Al revés de lo buscado por el proyecto genocida, salió más lúcido de Vesubio; con dolor y abismos, cómo no, pero más convencido de los buenos motivos de la revolución –antes o después, cuando fuera que pudiera ser– para el futuro de nuestro pueblo. A la par, comprendió, y se ocupó de transmitirlo donde lo llamaran, que nuestras diferencias políticas, a veces muy sesudas, apenas importan frente al dominio devastador del enemigo, que por eso es genocida, que por eso nos ha unido despiadadamente en la muerte viva de las desapariciones forzadas y la tortura. Lección trágica de los centros clandestinos de detención: la unidad debe ser antes, debe ser nuestra y activa, para entre otras cosas, evitar ese trallazo del espanto que fuerza la unión en el lugar menos querido.

Una vez liberado, quiso actuar en espacios amplios y consideró que ese espacio era el de los organismos de derechos humanos. La primera de las tareas –lo recuerdo siempre en yunta con Guillermo Lorusso, militante de VC y uno de las 35 liberadxs y continuadxs a perseguir por Rivarola– fue la de revincular activistas y familiares relacionados con esta agrupación política y publicar una pequeña solicitada con los nombres de las y los desparecidos de nuestro grupo en cada aniversario de los secuestros; esto todavía en dictadura. Así nació el cuadernillo del CELS, “Un caso judicial revelador”, temprana recopilación de datos y procedimientos represivos utilizados en Vesubio, inusualmente sustentada en una causa que un juez y un secretario –Oliveri, Niño– mantuvieron abierta, receptiva, en pleno reino de los habeas corpus rechazados y las visitas de otras señorías a los lugares de secuestro.

El 16 de diciembre de 1983, Jorge, Guillermo, Darío Machado, Daniel Wejchenberg, mi hermana Cecilia, apenas bajada del avión que la trajo de Francia donde vivía entonces y aún vive, algunos más que puedo estar olvidando, volvimos a Vesubio, reconocimos sus ruinas y otro tanto de las nuestras, con algo que no dejaba de ser temblor, pero nos paraba muy firmes del lado de la verdad que veníamos denunciando.

El juez Ruiz Paz, que habilitó el reconocimiento, guardó en cajas lo que surgía de bajo tierra y a ras de ella: baldosas rojas de bordes blancos, cables, telgopor, una chapa patente de automóvil, un carnet de conducir… El 4 de diciembre de 2020, tres meses antes de la partida de Jorge, en su última declaración judicial frente al Tribunal Oral Federal N°4 que lleva la causa Vesubio III, mostró trozos de esas baldosas a través de la pantalla de su computadora. Sin siquiera presentir el poco tiempo que le quedaba de vida, tuve la dolorosa sensación de que levantaba algo más que las siniestras baldosas. Evoqué en ese instante a los y las sobrevivientes del genocidio nazi que alzan sus brazos para mostrar el número que les tallaron en carne viva. “¿Los ve, doctora?”, le preguntó Jorge a la jueza López Iñíguez, que semana a semana ha presidido el tribunal oral, y virtual, con una capacidad de escucha que sobresale del conjunto de sus pares.

En 1984 participó de la creación de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos junto a Lorusso, otros compañeros, compañeras y familiares de desaparecides de Vesubio, Atlético y Pozo de Banfield, entre otros centros clandestinos de detención. Era una necesidad práctica para impulsar los juicios que la democracia recuperada debía a la sociedad emergente de la feroz dictadura, una ampliación de algo que grupos aislados de sobrevivientes y familiares venían realizando, más cerca o más lejos de otros organismos de derechos humanos, una apuesta valerosa en el marco de la teoría de los dos demonios sustentada por Alfonsín y un amplio espectro de apoyos sociales propios y de otras identificaciones políticas. Fue su primer presidente. Más adelante, impulsó también la Comisión Vesubio y Puente 12. Syra Villalaín de Franconetti, la madre de cuatro hijxs desaparecidxs que buscándolos, ha aportado datos para el saber de miles de otras madres, familiares y compañeres, estableció un puente notable con Jorge, sobre el que se construyó un archivo que hoy sigue alimentando la voluntad de conocer y de lograr justicia.

Junto a la idea de habitar espacios amplios, Jorge cultivaba una sólida confianza en el diálogo, o tal vez, sería mejor decir, en el poder del razonamiento y en los beneficios de la franqueza, por duras que puedan resultar ciertas apreciaciones, en el intercambio entre camaradas. Con esas mismas armas, investigó –sin auxilio del Estado, pero en compañía de otros sobrevivientes– las identidades y paraderos de los represores de Vesubio. En el caso de los ya identificados, buscó que fueran a declarar a la Conadep, a los juzgados que tenían causas vinculadas a centro clandestino de detención; con alguno de ellos lo consiguió y esa declaración, a remolque de la impunidad de veinte años que antecede a los juicios del presente, sirvió para identificar represores y condenarlos, incluido ese mismo impensado testimoniante, que continúa sus maldiciones contra nuestro compañero desde el “pabellón de Lesa” del penal de Marcos Paz. En otros casos, buscó desenmascararlos y que sus apodos de clandestinidad dejaran de ocultar los nombres y apellidos de los represores que la pasividad judicial mantenía a resguardo; o simplemente, intentó sacarles información, con inteligencia de verdad –no la de la capucha y el tormento– y un gran estómago, hay que decirlo, para meterse a cuerpo en las guaridas de personajes tan temibles como despreciables.

No siempre he podido coincidir con Jorge, pero en ocasiones él tenía a favor sus resultados. Me admiraba cierto aspecto de su perspectiva política, que no puedo escindir de su formación partidaria. Una dialéctica de lo concreto que lograba trazar el camino más corto entre la palabra, la acción y los objetivos. En él yo veía marchar juntos la totalidad concreta con el tratamiento correcto de las contradicciones en el seno del pueblo, nociones de un combo generacional, más allá incluso de Kosik y Mao, que hacía base en la transformación de la vida cotidiana misma. Los estudios cursados a medias en la Facultad de Ingeniería y la experiencia de fábrica que logró en varias etapas de su militancia tampoco me parecen ajenos a esa mirada práctica, embebida de espíritu revolucionario.

Su libro Memorias del infierno, publicado en 2009 –valioso, reflexivo, perfectible al punto que dejó casi lista una posible reedición corregida, ampliada y madurada en diálogo con otros y otras compañeras– es fuente de consulta para investigadores, activistas, familiares de personas desaparecidas, estudiantes secundarios. Algunos pasajes están dedicados a mi hermano Martín, con quien compartió el sector de “cuchas” de Vesubio, hasta que a él le tocó el “traslado” hacia nuevas sombras y a Jorge, el circuito de centros clandestinos de detención que lo depositó un día en el penal de La Plata, como preso político blanqueado por la dictadura. Lo que Jorge nos trajo de sus conversaciones entre él, un hombre de casi 30 años, y ese joven de 19, musitadas en Casa 3 de Vesubio, entre cadenas, heridas y capuchas, ha sido un talismán de sentido y afecto para sobrellevar el gran silencio de la desaparición forzada que dejó trunco el diálogo de la vida para miles y miles, de un lado y de otro de la ausencia.

De esas conversaciones, deduje una sincronía que desborda lo casual. Martín le hablaba a Jorge de María Elena Walsh. La adorábamos, claro. Y discutíamos algunas de sus ideas, también. Entonces y allí, él rememoraba sus canciones en voz baja, para su compañero, para sí mismo, entre la penumbra obligada. Septiembre de 1978, tal vez agosto. En aquellos meses, María Elena dio un recital, creo recordar que en el Auditorio del Bauen, pero puede haber sido en el Teatro Regina. Allá fuimos, mi madre, mi padre y yo, que hacía un mes había sido liberada del mismo centro clandestino donde ese diálogo entre las sombras tenía lugar. Mi hermana Cecilia, también estaba secuestrada entonces en Vesubio, en el sector de las “cuchas” para mujeres de Casa 3. Durante el recital, hubo un incidente con un hombre que ocupaba la platea. Cuando ella, entre canción y canción, comentó algo así como que aquellos ejecutivos, los de “la sartén por el mango y el mango también”, habían tenido hijos rebeldes –guerrilleros, dijo– ese hombre la increpó: “¿aquí venimos a escuchar música o hacer política?”… atravesando el tenso aire cargado de presagios y amenazas, grité protegida por la media luz de escena, “¡Vamos, María Elena!”, y junto a la satisfacción de responder, de acompañar, sentí otra vez el pánico del regreso al Vesubio, jurado por los represores en la antesala de la liberación.

María Elena nos recibió en su camarín. Unos años atrás habíamos compartido un encuentro familiar y de amigas, todo canciones y entusiasmo; por lo que nos conocía bien. Habló primero mi madre, tan lejos su voz de aquella rueda de alegrías y proyectos. “¿Qué puedo hacer por ellos?”, fueron las palabras inmediatas, sin cálculo, inolvidables de María Elena.

Cecilia, Jorge, otros y otras queridos y desconocidos de la lucha fueron liberados luego. A nuestra poeta pudimos reencontrarla, agradecerle, adorarla sin dejar de discutirla, ¡vaya!, a lo largo de los años, y de un modo u otro, eso continúa para mí. Martín, por su parte, antes del gran silencio, dejó su nombre y su poesía impresos en el aire de Vesubio, que por supuesto ya no existe, pero llega hasta hoy y hasta aquí, tal como ella lo porfió en versos: “A mi antigua primavera, ya me vuelvo, ya me voy/he cantado para siempre, la esperanza me mandó / quien me busque por el tiempo / me hallará en el ruiseñor”.

En Memorias del infierno, mandado también por la esperanza y por el desvelo de entender la oscuridad de unos seres forjados por esta historia y esta tierra, Jorge expone posturas definidas, pero no inamovibles, auténticas, con las que abre una posibilidad de discusión. Planteó temas en sus escritos y en sus charlas que les sobrevivientes debatimos incansablemente y sobre las que, más tarde o más temprano, a las sociedades, a los pueblos, les toca posicionarse porque son temas de la condición humana: la solidaridad, la crueldad, la defección, la rebeldía, el sentido de justicia, el deseo y los límites, la responsabilidad política de quienes volvimos con vida al mundo de los seres vivos.

Ahora somos incas, tituló su otro libro todavía inédito. Un grupo de militantes secuestrados y ya encaminados por los represores a los vuelos de la muerte rompe el destino atroz que les han reservado y cae en las orillas del Titicaca, entre Bolivia y Perú. Las y los camaradas desaparecidos vuelven a la vida, él y Daniel Wejchenberg viven con ellos y luchan junto a los pueblos del imperio Inca para repeler a los conquistadores europeos. La resistencia contra la opresión y la unidad frente al enemigo vuelven a ser sus temas. También lo es la fascinación por las culturas andinas. Fantasía compensatoria, tropo literario audaz: los vuelos de la muerte y la ficción de otra vida para los caídos y caídas, y para quienes sobrevivimos. Encuentro un valor único en la escritura sobreviviente, tanto más si se aparta de lo esperado. Reflexionar sobre lo vivido y la sociedad que lo hizo posible, dejar hipótesis, apostar sueños, con o sin destrezas literarias, mostrar nuestra mirada crítica surgida de tan particular experiencia, y abierta a otras críticas… es una práctica posible (cumplida por varixs pero no, tal vez, por tantxs), que aporta teselas irreemplazables a las visiones de conjunto sobre el genocidio de las desapariciones forzadas y su borramiento de vidas en revolución.

Lo despedí sin adiós en las duras condiciones de la pandemia que todavía persiste. Ojalá para él haya habido María Elena en los pasajes imperceptibles en que una vida se va yendo, y Emilio, su apodo en recuerdo de Jáuregui, el antimperialista, y las los camaradas de tantas luchas. A sus amores, descuento que los vio y nombró en la duermevela de la última batalla, la que todes perdemos una vez, y quienes luchan o sueñan aunque fuera un día, ganan a su hora porque no hay adiós, incluso sin pandemia. Lo canta María Elena, el ruiseñor sigue en el tiempo.

El jueves 3 de marzo, a un año de la muerte Jorge Watts, la Comisión Vesubio y Puente 12, donde militó por décadas, invita a recordarlo junto a otras organizaciones de derechos humanos, espacios gremiales, políticos, y amigos de la vida y la justicia. Será en el Auditorio de ATE, en la Avenida Belgrano 2527, CABA, a las 18.30.