La saga de una familia, un club o cualquier espacio colectivo de pertenencia permiten describir la historia de un país. Funciona así en el lenguaje teatral o cinematográfico. Son como recortes de un gran tema o una época de alta densidad política. El objeto de estudio queda entonces más cerca. Es lo que pasó con Los desaparecidos de Racing, el libro del sociólogo Julián Scher. No eligió el autor un lenguaje académico que dejó para su tesis de maestría. No siguió ese camino, aun cuando se trata de una investigación sobre otra Academia, la de Avellaneda. Pero además –y por sobre todo– de sus socios e hinchas que fueron víctimas del terrorismo de Estado. Eligió a once, un número que tratándose del fútbol no demanda explicar el porqué. Está el poeta Roberto Santoro, de cuya desa- parición se cumplirán 40 años el próximo jueves. Alejandro, el hijo de Taty Almeida, una madraza de Plaza de Mayo. Jacobo Chester, el fotógrafo de los ídolos de pantalones cortos. El trabajo se completa con otras ocho vidas recordadas desde esa identidad de hincha que Scher reconoce desde la dedicatoria: “A Racing, mi buen amigo”. Queda claro que es para los 30 mil también. 

En estos tiempos la memoria es un músculo vivo. Impulsa la sangre por las venas abiertas de un pueblo que rechaza el 2x1 de la Corte Suprema. La historia de Chester nos lo recuerda. En Los desaparecidos de Racing hay actualidad. Jacobo trabajaba en el Hospital Posadas de Haedo. A uno de sus carceleros y torturadores, Luis Muiña, el alto tribunal le aplicó aquel beneficio. Fue el fallo que movilizó a medio millón de personas y más millones de repudios por todo el país el 10 de mayo. 

Hijo de un inmigrante judío pobre, Chester se crió en Sarandí. Había nacido en el mes en que el general José Félix Uriburu derrocó a Hipólito Yrigoyen. No tenía filiación partidaria ni militaba en una organización política, guerrillera o estudiantil. Lo secuestró un grupo de tareas cuando tenía 46 años. Era un tipo de barrio, solidario, tan fana de Racing como cualquiera que hoy pise el Cilindro para gritar un gol de Lisandro López. El se abrazó una vez con Corbatta, ese ídolo de otra época que también tiene un libro sobre su gloria y el olvido como destierro interno. Un trabajo formidable del periodista Alejandro Wall que rescató al wing que vivía debajo de la tribuna.

“No éramos tanto de jugar al fútbol, sino de armar fiestas. Jacobo era una persona que vivía de buen humor, siempre predispuesto para inventar algún baile…”, cuenta Andrés Musaccio, uno de los amigos de Chester en la adolescencia. Juntos se divertían en el Instituto Atlético Cultural, su club social. Otro sitio donde el fotógrafo de ídolos forjó su identidad. 

Si había algo que él disfrutaba era ir a las prácticas y partidos de la Academia a retratar lo que pasaba. El club tenía la revista Racing que cubría su actividad desde el 18 de junio de 1943. Scher se sorprendió cuando encontró en un archivo el número donde se condenaban los bombardeos del 16 de junio de 1955. Un medio futbolístico partidario tomaba posición sobre un hecho político que sería un anticipo del genocidio que sobrevendría dos décadas más tarde. Chester fue una de sus víctimas. Desapareció el 26 de noviembre de 1976. Su cuerpo fue encontrado en la Dársena D, en enero del 77. La familia no se enteró. En febrero de 1978 recién la llamaron para entregarle un certificado de defunción.

Alejandro Almeida nació el 17 de febrero del 55, cuatro meses antes de que la Plaza de Mayo se transformara en un cementerio de cuerpos inertes y autos incendiados. Le decían Almi o Ale. Era el segundo de tres hermanos. Quería ser médico y en 1974 se anotó en la UBA. Militaba en el GOR (Grupo Obrero Revolucionario) y llevaba en el cuerpo y en la mente algunas marcas de la época: la masacre de Trelew, la caída de Allende en Chile. Un viaje a Brasil, al corazón de su frondosa desigualdad, le dio vuelta la cabeza. Cuando regresó ya no sería el mismo, cuenta su hermano mayor Jorge.

En Los desaparecidos de Racing se mencionan las últimas palabras que le dijo a Taty. “Mañana no trabajo porque tengo parcial. Esperame mamá, que ya vengo.” Era el 17 de junio de 1975. Faltaban casi nueve meses para el golpe de Estado, pero el ensayo de cómo actuaría el régimen cívico-militar corría por cuenta de la Triple A. Alejandro se había probado en Racing, jugó al rugby en el club Porteño, trabajó de administrativo en la agencia Télam, su familia se mudó de Flores a Palermo, pero él no cambiaba de ideas políticas ni de pasión futbolera. Amaba a Racing, lo había visto campeón mundial en el 67, era jodón, hacía bromas pesadas y también le arruinaba los posters de Silvio Marzolini a su hermana menor, Fabiana, hincha de Boca. Se divertía pintándole bigotes al gran defensor.

Taty encontró en su habitación vacía un cuaderno con 24 poemas. Hay uno que comienza “Si la muerte/me sorprende/lejos de tu vientre” y termina diciéndole a ella: “…quisiera decirte mamá/que parte de lo que fui/lo vas a encontrar/ en mis compañeros”.           

La poesía era la vocación natural de Roberto Santoro, militante del PRT y autor de Oficio desesperado (1962) y Literatura de la pelota (1971), entre muchos otros. Lo secuestraron en una escuela del barrio porteño de San Cristóbal el 1º de junio de 1977 donde trabajaba como preceptor. Fue capaz de escribir un autorretrato que parecía sacado de la célebre película italiana La clase obrera va al paraíso, estrenada en el 71: “Roberto Toto Santoro. Sangre grupo A, factor Rh negativo, 34 años, una hija, 12 horas diarias a la búsqueda absurda, castradora, inhumana, del sueldo que no alcanza. Dos empleos. Vivo en una pieza. Hijo de obreros, tengo conciencia de clase. Rechazo ser travesti del sistema, esa podrida máquina social que hace que un hombre deje de ser un hombre, obligándolo a tener un despertador en el culo, un infarto en el cuore, una boleta de Prode en la cabeza y un candado en la boca”. 

El poeta había nacido el 17 de abril del 39. Fundó la revista literaria El Barrilete y publicó, además, Gente de Buenos Aires y Papeles de Buenos Aires. Su papá calabrés le había transmitido la pasión por Racing. Martín Campos, el hijo de otro escritor del grupo Barrilete, lo recuerda de la cancha como “un loco, un sacado. No miraba ni un segundo del partido en paz. Gritaba sin parar y discutía con su voz ronca. Se le agrandaban las venas del cuello por cómo se ponía”.  

Santoro se había criado en el barrio de Chacarita. De pibe cuidaba los coches en el cementerio para ganarse unas monedas, hablaba francés, coleccionaba El Gráfico. Hoy una plazoleta lleva su nombre en la avenida Forest y Teodoro García. Por su obra, es el más conocido de todos los hinchas de Racing que aparecen en el libro. Los ocho que completan el equipo de once son: Diego Beigbeder, Jorge Caffatti, Alvaro Cárdenas, Dante Guede, Gustavo Juárez, Alberto Krug, Osvaldo Maciel y Miguel Scarpato. También podrían haber estado en la investigación de Scher, Luis Avellino, Liliana Corti, Olga Ana Cepeda y el tenista Daniel Schapira. El autor prefirió postergar esas historias e investigarlas como se merecen. O dejarlas ahí para que las tomen otros. 

“El fútbol a diferencia de cualquier arte como la música o el teatro construyó poco sobre la memoria de sus hinchas. Sólo lo hicieron Argentinos Juniors, Defensores de Belgrano y All Boys. No conozco otros casos”, cuenta Scher, hijo de Ariel, un reconocido periodista deportivo que le transmitió la pasión por el equipo. Pero sobre todo, el compromiso militante para sostener la memoria en cualquier espacio que se trate. Eligió hacerlo en homenaje a los desaparecidos de Racing y era tan lógico como inevitable.

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