¿Qué es mejor, morir como Erdosain o como Dahlmann?, me pregunta, mientras saca los remos del agua para levantarlos, tomar impulso, y volver a meterlos de forma oblicua en la superficie densa del río donde parecen perderse, hasta que un nuevo movimiento ‑ya por cierto infinito‑ los hunde por vez enésima.

Rosario va quedando atrás, de manera progresiva, del mismo modo que la isla parece acercarse. Por nuestro alrededor pasan un par de lanchas, a distinta velocidad, puesto que una parece correr por el río como si fuese una enorme autopista, mientras la otra avanza lentamente.

Modos de vivir el agua, pienso, sin decirlo, porque me he quedado viendo esa mirada sobradora, esa sonrisa sarcástica, que me escudriñan desde un presunto lugar de superioridad, mientras voy elaborando lentamente ‑tanto como la marcha del bote donde estamos, jóvenes vikingos litoraleños‑ una respuesta.

Al final, le espeto: ése es un falso dilema, porque admite sólo una de las posibilidades.

Él estalla en una carcajada, y volviendo a sacar los remos del agua pero dejándolos esta vez levantados, en suspenso, como si buscase detener lo que el tiempo inexorablemente arrastra, me dice: de ninguna manera. Y manteniendo los remos en esa posición estática, agrega: morir como Erdosain también tiene su gloria.

No hay gloria en el que huye, le digo, mirándolo de igual forma a los ojos.

Huía del escarnio y la humillación que le provocarían sus perseguidores, responde, y remata: inmolarse para evitarlo es otra de las formas posibles de la gloria.

Así eran nuestros diálogos por aquel entonces, cuando éramos jóvenes y el mundo parecía infinito porque infinita era la vida. Buscábamos experimentar, al mundo y a la vida, porque experimentando el mundo creíamos vivir, y viviendo pensábamos que experimentábamos lo que era el mundo. No sabíamos, por falta de lecturas, que no éramos más que réplicas tardías de otros jóvenes que habían imaginado las mismas cosas un par de décadas atrás, entre los años cincuenta y sesenta, cuando Rosario intentaba dejar de lado su mojigatería y ponerse a tono con los aires propios de la época, por parisinos que fuesen.

Al cabo de un rato estamos, finalmente, en la isla. Encallamos el bote, y desembarcamos portando todo lo necesario para el asado: la carne, los chorizos, el pan, las verduras frescas y dos botellas de vino. Comenzamos a caminar por la arena, descalzos, hasta que encontramos un sitio arbolado ‑aunque de árboles raquíticos, a decir verdad‑ donde nos detenemos y organizamos nuestro precario campamento.

Al rato, el humo del fuego ‑hecho con ramas secas que juntamos por ahí‑ empieza a subir, lo que indica la suficiencia del calor que producen esos leños. Desplegamos entonces la parrilla hecha con alambres para que sea fácil de trasladar, y colocamos en los bordes los chorizos y en el  centro la tira de asado, tal como indican las prescripciones de un buen asador. De a poco la carne y los chacinados empiezan a dorarse, por lo que llega el momento de descorchar la primera botella.

"Se nota que leés a Piglia", le digo después del primer sorbo de vino.

"Nada que ver", responde él, tomando a su vez un trago, que deja bajar con lentitud por su garganta, no sé si para saborearlo más o porque se trata de una forma ciertamente maníaca de beber. En realidad recordaba a Walsh, y a su hija.

Pero ésas fueron muertes heroicas, objeto, ante lo cual él suelta una carcajada que resuena entre los árboles raquíticos, para después refutar: "¡Como la de Erdosain, sin ninguna duda!..."

En ese momento, me parece, levanté la vista y me encontré con el cielo diáfano y azulado de octubre, donde el sol empezaba a bajar levemente sobre Rosario. Serían las tres o cuatro de la tarde, y a esa hora una calma notoria se había instalado entre nosotros; lo único que podía alterarla ‑si tal cosa hubiese sido posible‑ era ese diálogo ensordinado, no por su intensidad o volumen, desde luego, sino por lo espeso de su sentido. Pero así eran las cosas entre nosotros. Estudiábamos en la facultad, participábamos de movimientos políticos, editábamos revistas literarias hechas con mimeógrafo que nadie leía, y aspirábamos a lograr un auténtico saber sobre la literatura. Éramos, pese a ello, muy diferentes, porque lo que en él se veía como fortaleza arrogante, en mi caso se veía como precaución metafísica, por decirlo de alguna manera.

Algunas nubes comenzaron a juntarse entonces en el cielo, y sin que ello significase la inminencia de una tormenta, decidimos emprender el regreso. No es bueno que te agarre el agua en el río, decían los pescadores con los que a veces conversábamos en nuestras excursiones fluviales.

Ahora avanzamos en sentido contrario. De a poco, la isla comienza a alejarse, y la ciudad empieza a estar cerca. El río parece infinito ‑el puente colgante aparecería mucho después‑ y nada se interpone a su paso. Quien rema ahora soy yo, como corresponde, mientras él se entretiene metiendo una mano en el agua, acaso para sentir, táctilmente, la pesada memoria que el río desde siempre atesora. Y mientras el bote avanza, realizando pequeños corcoveos porque el río ha comenzado a picarse, sin que ello signifique, por suerte, una situación riesgosa, volvemos a la conversación, cuyo tema, espontáneo, aleatorio, arbitrario, son las muertes heroicas en la literatura argentina.

Hablamos así de Kilpatrick, de Moreira, de Quiroga.

"Qué tanática que es nuestra literatura", me dice, sacando la mano del agua.

"Como toda literatura", le respondo, mirándolo de nuevo a los ojos.

"Y sí, es verdad -concede, diciendo además- desde los griegos hasta Shakespeare".

"No", respondo. Pienso ‑siento‑ que el mundo es demasiado vasto, y por ende misterioso, como para seguir sumando predicados que pretendan describirlo. Prefiero, de tal modo, volver a mirar al río, al cielo, descubrir el vuelo de unas aves que no sé si son patos o pájaros pero que trazan, imprevistamente, unos dibujos maravillosos sobre el fondo de la tarde donde el sol declina, y entregarme a la contemplación extática de algo que no sé si es el mundo, pero que sé son los rostros donde el mundo parece mostrarse.