Intentar definir el sentido del teatro no parece ser una tarea sencilla, pero Pompeyo Audivert arriesga su tesis, avalada por largos años de trabajo en el oficio, como intérprete, dramaturgo, director y docente. Para él, el teatro es, ante todo, una máquina de naturaleza metafísica en la que conviven lo sagrado y lo profano en una tensión permanente e inevitable.

Partiendo de esta convicción, Audivert encara cada uno de sus proyectos teatrales, y así lo hizo también cuando emprendió la escritura de su nueva puesta, la cual dirige: La farsa de los ausentes, inspirada en El desierto entra en la ciudad (farsa dramática en cuatro actos), obra teatral póstuma de Roberto Arlt, y que a causa de una inoportuna gripe de uno de sus  protagonistas, Daniel Fanego, finalmente subirá a escena no hoy sino este viernes, a las 20.30, en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín.  

Con un elenco encabezado por Fanego, Roberto Carnaghi y Juan Palomino, y siguiendo la filosofía del mundo arltiano, donde el realismo cede su lugar al absurdo, la versión narra la historia de una veintena de personajes, entre los que se encuentran un mendigo, un sacerdote, un bebé y un abogado, que se someten a los caprichos de César, el líder del grupo. La escena transcurre en un tiempo y espacio indefinidos, y cada personaje parece estar destinado a desempeñar el papel que le impone un libreto que no pueden modificar. Así, cada uno ocupa el lugar que le tocó en suerte, de opresor u oprimido, en una historia en la que se reflexiona acerca de la necesidad humana de adoptar una creencia.  

“En El desierto entra en la ciudad los personajes no tienen claro quiénes son, dónde están, ni qué están haciendo”, sostiene Audivert. Al igual que Beckett, Arlt elige no responder las preguntas fundantes sobre las cuales un dramaturgo establece el nivel de realidad e identidad de la obra, es decir: ¿Quiénes son los personajes? ¿dónde están? y ¿qué están haciendo? La obra, así, es el estallido poético de esas preguntas bajo unas circunstancias aparentemente reconocibles, en el sentido de que connotan con nuestro momento, aunque están distorsionadas de un modo misterioso y farsesco. De este modo, Arlt desafora la pertenencia de los personajes a un nivel histórico y los inscribe en una realidad teatral pura. Eso me resulta también, además de moderno, sumamente audaz para su época y para la nuestra”.  

–¿Qué le atrajo de la pieza teatral póstuma de Arlt para trabajar en su adaptación?

–Esta es una obra en la que Arlt estaba trabajando cuando falleció a los 42 años, en 1942, y una feliz desobediencia seguramente hizo que fuera publicada diez años después, en 1952. La dirección del Teatro San Martín me la propuso. Yo no la conocía, y me impactó profundamente el primer acto –los otros tres actos son parte de un trabajo en progreso que se vio interrumpido con el fallecimiento del autor–, entonces propuse hacer una adaptación y la aceptaron. En ese momento, estábamos haciendo junto con Rodrigo de la Serna y Claudio Peña la gira nacional de El Farmer, de viaje todo el tiempo, y de hotel en hotel recorriendo el país con esa obra extraordinaria de Andrés Rivera. Fue en ese viaje que escribí la versión, fuera del tiempo y el espacio habitual, en permanente movimiento, después y antes de actuar, excitado por las imágenes y la fuerza de ese primer acto.

–¿De qué manera trabajó esta “versión libre”?

–Hay un acontecimiento central con el que Arlt culmina ese primer acto –que no voy a revelar aquí, pues es parte de la trama– y eso es lo que dispara esta versión, puesto que me propuse ser fiel a ese acontecimiento, amplificarlo y llevarlo al extremo. Mi adaptación consiste, entonces, en la exageración de la circunstancia dramática con la que Arlt culmina el primer acto y también en la afirmación del nivel metafísico que él instala como paisaje existencial. 

–Cuando adapta un material teatral, como en este caso, ¿se ajusta al texto original o se toma algunas licencias realizando intervenciones propias?

–Trato de no traicionar el espíritu del autor. Por lo demás, doy rienda suelta a lo que se me ocurra dentro de esa atmósfera que me inspira, y trabajo con total libertad. A veces, avanzo a tientas en un ahogo imaginario espantoso, y otras veces a la luz de algunas ideas que van surgiendo. En este caso, tuve una visión del final, de lo que debía suceder al terminar la obra, y esa idea fue central pues me alentó a escribir el desarrollo de cómo llegar allí. Entonces la tarea fue conectar el final con el principio.

–¿Por qué escogió el título La farsa de los ausentes?

–Creo que la obra plantea un interrogante existencial muy teatral, y en el programa de mano lo digo: “¿No será que siempre estamos naciendo y muriendo, reencarnando una y otra vez en otras máscaras? Y en ese trance, ¿no estaremos siendo abducidos por una mecánica histórica siniestra a unos quehaceres absurdos, a una farsa que nos ausenta de nuestra verdadera identidad, de nuestro sentido de ser en este mundo?”.

–A propósito, la identidad es un concepto al cual usted alude de forma recurrente, y en esta ocasión no hace una excepción. ¿Qué valor tiene para usted la identidad y por qué la vincula con la acción teatral?

La obra cuenta con un numeroso elenco de 21 intérpretes.

–El teatro es de por sí una indagación sobre la identidad individual y colectiva, pues activa en una asamblea metafísica un nivel de percepción y de producción sagrado, y con ello plantea a la vez la existencia de otra naturaleza humana, justamente aquella que el poder histórico viene a lapidar con su unidimensionalidad y con todos sus mecanismos alienados. Esa naturaleza primordial, que en su momento estableció al hombre como tal y desató incluso la posibilidad de abrir el plano histórico, es la capacidad de creación poética, y manifestación nostálgica de las capacidades perdidas del ser en su encrucijada temporal, que es la capacidad de relacionar todo con todo. Se trata de un poder que se manifiesta en el hacer y en el percibir, una capacidad de expresión de fuerzas originarias que puestas en acción nos conectan a un sentimiento de otredad, de vacío, de plenitud, a una extraña y familiar sensación de ya haber sido, y a otra percepción del tiempo, el espacio y la presencia. Esta capacidad de percibir y crear por fuera de los modos de producción que el poder establece debe ser señalada como lo verdaderamente humano, como el fin último del hombre, como su sentido. Por eso es política y revolucionaria la posición del actor y de cualquier acto artístico, porque va contra el mito histórico que el poder impone al hombre, al revelarlo como construcción ficcional y cuestionando su pretensión de “naturaleza humana”. En esta acción, lo artístico confronta con la impostura del poder y le opone un acto artificial y real de otra naturaleza más verdadera, intensa y humana, y al hacerlo revela la existencia de una estructura vital y originaria que, en medio del desquicio funeral histórico, permanece. 

–La obra cuenta con la interpretación de 21 actores, lo cual no es habitual en el teatro de texto. ¿Cómo es la experiencia de dirigir a un elenco numeroso?

–Sí, es una obra coral, en la que hay protagonistas, pero el personaje central es el conjunto de “los invitados”. Eso también me gustó del planteo de Arlt, ese coro patético y abyecto de seres a la deriva que buscan creer en un líder siniestro como salvación, a pesar de que es evidente que los lleva al abismo. Además, desde hace mucho tiempo venimos trabajando en el estudio El Cuervo, junto con Andrés Mangone, Fernando Kabhié e Ivana Zacharski, quienes integran el elenco, en lo que llamamos “máquinas teatrales”. Se trata de un procedimiento de improvisación colectiva de naturaleza poética que tiene la particularidad de producirse a partir de consignas de composición del cuadro escénico y de los cuerpos de los actores. El elenco de esta puesta está compuesto en su mayoría por actores que se han formado en el estudio y con quienes comparto una política de producción y una mirada sobre el teatro, y esto hace mucho más fácil el trabajo de dirección. El resto del elenco está constituido por actores con los que trabajé en otras oportunidades y son para mí los mejores de su generación, como Daniel Fanego, Roberto Carnaghi, Juan Palomino, Mosquito Sancineto, Santiago Ríos, Carlos Kaspar y Pablo De Nito. Todos ellos son artistas excepcionales, y actores de pura cepa teatral. 

–Usted define al texto de Roberto Arlt como una pieza no realista, que rompe con la idea de teatro entendido como un “espejo histórico” que refleja realidades. ¿Considera que hoy el teatro responde habitualmente, en la mayoría de sus propuestas, a esta función de espejo?

–El teatro esconde una tensión entre dos niveles fundamentales: el profano o convencional, donde operan fuerzas históricas cargadas de imperativos ideológicos atravesados por el poder, y el sagrado o poético ligado a la identidad sagrada y trascendente del ser. En esa tensión se expresa la discusión entre una visión lineal del hombre en su circunstancia histórica, y una tendencia a señalar dicha encrucijada como falsedad, como trampa que debe ser revelada, en el sentido de que lapida nuestra pertenencia a esa otra identidad. La identificación y delimitación de estos niveles nos enfrenta a una toma de posición en la concepción y producción de la teatralidad. Si se supone al plano histórico como el sentido de ser del lenguaje teatral y se cree que lo poético–metafísico es un nivel sobre el cual no habría que operar porque, como Dios, ya estaría dado, subyacente, manifestándose como acento o intensidad de todo lo que en un plano territorial se produce, entonces la cuestión central queda oculta como inmanencia, sustrato mudo o condición de fondo supuesta. Renunciar a poner en juego, a traslucir en forma la naturaleza metafísica del acto teatral, y a hacer teatro de ella, es una posición política. En ese no posicionamiento respecto de la naturaleza ritual y metafísica del teatro, se reproduce y pervive el poder unidimensional y alienado del teatro espejo. No se trata de renunciar a las convenciones, o a los temas históricos, sino de usarlos como carnada para pescar un bicho mayor, porque los temas con que se recubre el teatro son como el caballo de Troya, un parapeto donde anidan las fuerzas que en su momento harán su irrupción.

–Después de una vasta trayectoria como director, autor, actor y maestro de actores, ¿cómo define al teatro?

–El teatro es el lugar desde el cual convocamos, bajo la máscara ficcional de alguna convención del mundo, a esa identidad exiliada y abierta a la que sentimos pertenecer, y es el punto de experiencia metafísica donde confluyen dos frentes eternos e irreconciliables, mutuamente dependientes: lo sagrado y lo profano. Esa identidad artificial metafísica está implicada en la estructura formal del teatro, que es una máquina sagrada cargada de presentimientos aun antes de volverse profana y de revestirse con alguna apariencia del mundo para desencadenar el pulso sacro–profano del rito teatral. Para pensar en esto conviene imaginar a la máquina teatro detenida, en su silencio y su quietud latentes, cuando reposa a la espera de desencadenarse nuevamente, e imaginar un círculo de actores respirando en un espacio vacío. Si se amplía la visión, se puede ver que ese círculo de actores respirando en el vacío está rodeado de espectadores que respiran, a su vez, en torno a ese vacío ocupado por actores. He ahí a la máquina teatro detenida, respirando. Y si ampliamos aún más el campo de visión veremos, sin duda, rodeando ese círculo ritual e indiferente a él, a la realidad histórica entregada a sus asuntos, esa misma realidad de la que provienen esos actores y ese público. Entonces, es más fácil entender al teatro como una máquina de naturaleza metafísica.