A pesar de los antecedentes sobre programas de libros o de cultura en la televisión, cuando durante el mes de octubre de 2013 Ricardo Piglia llevó adelante sus clases magistrales sobre Borges en la televisión pública, rompió con todos los cánones previstos. Fue un acontecimiento inolvidable aquel Borges por Piglia, un repaso por el corazón de la cultura liberal en pleno momento Jauretchiano de la Argentina. Pero, apenas un año antes, había tenido lugar un episodio menos rutilante, aunque indudablemente fue antecedente y precuela de aquella borgeseada: el ciclo televisivo Escenas de la novela argentina. Mismo canal y con la colaboración de la Biblioteca Nacional (entonces dirigida por Horacio González, uno de los invitados al programa para hablar sobre Macedonio Fernández).

“Piglia preparó un curso que armonizó clases, materiales audiovisuales y conversaciones. Las clases tienen mala prensa, decía, de ahí la importancia de apostar a la teatralidad que permitiera continuar, por otros medios, con el rito inmemorial de transmitir la experiencia, los modos de leer y los saberes culturales”, apunta Luisa Fernández, estrecha colaboradora de Piglia en los últimos años y ahora a cargo de la edición del volumen Escenas de la novela argentina publicado por Eterna Cadencia, que reúne estas cuatro clases. “La idea de adaptar la televisión a la literatura, y no viceversa, fue la máxima que ordenó el ejercicio que encontraría su cierre con la adaptación de Los siete locos y Los lanzallamas a una serie de treinta capítulos producidos también por la TV Pública”.

Este concepto de adaptar “la televisión a la literatura y no viceversa”, aparece como relevante no sólo porque siempre es un desafío hacer un programa potable (no acartonado, no solemne, no aburrido e impostado, pero que tampoco se disfrace de algo que no es) con libros y escritores en la pantalla sino además porque uno de los ejes de estas clases y por tanto de este libro, fue –es- verificar cómo los cambios tecnológicos acompañan, formatean o presionan sobre los cambios narrativos, sobre la esfera de la evolución de la literatura y más ampliamente intervenir en el eterno debate acerca de si hay o no progreso en el arte.

Ricardo Piglia estuvo muy interesado por estos cambios (desde la aparición del cine y de la radio hasta la aplicación del grabador en una crónica o una investigación periodística, o en casos de libros como Los hijos de Sanchez de Oscar Lewis), vislumbrando lo que ya en pleno siglo 21 podría llegar a decirse acerca de la gran influencia de Internet y de las redes, pero también acerca de lo que hoy llamaríamos los “medios tradicionales”. En este sentido, estos ciclos sobre la novela argentina y sobre Borges, no excluyeron aspectos del espectáculo, con presencia del público, invitados especiales y un actor principal, el propio Piglia, poniendo a prueba no sólo su perfil de docente sino una buena dosis de carisma y humor (político y literario).

Más allá de estas primeras consideraciones, leer Escenas de la novela argentina es volver a Borges y Arlt, a Mansilla y a José Mármol, a Macedonio Fernández y Eduardo Gutiérrez, volver a evocarlos a ellos como personajes históricos y como creadores de personajes vueltos realidad como Moreira o Erdosain, siempre entre nosotros; es volver a ver a Piglia, a recordarlo siempre vivo y, sobre todo, a retomar ese diálogo que –parece mentira- no se ha interrumpido por la muerte sino que continúa, no ya como un ejercicio de melancolía sino como una permanencia, un murmullo, un sentimiento de que siempre seguiremos siendo de alguna manera los estudiantes que vamos a clase a escuchar, no al profesor, sino al maestro.

ESCENAS DE NOVELA

Entrando ya en la materia del libro, es interesante constatar la estructura que reproduce en gran medida la dinámica de la televisión, pero que también ofrece algo así como una versión literaria del programa: hay una exposición de Piglia dirigida a su auditorio, una conversación con un invitado (María Moreno, Juan Sasturain, Ricardo Bartís y Horacio González), un diálogo con el público y finalmente un ensayo que entre lo coloquial y lo reflexivo, condensa cada gran capítulo de Escenas de la novela argentina. Piglia, a su vez, disemina “pequeñas escenas” aparentemente marginales, anecdóticas, pero con un alto contenido de representatividad de ciertas líneas de fuerza de la literatura argentina, y de cómo esta se fue relacionando con las disputas políticas, los cambios tecnológicos, el periodismo, los conflictos culturales y sociales, sobre todo los derivados de las grandes inmigraciones.

En la primera escena, Lucio V. Mansilla increpa en público a José Mármol, el autor de Amalia, porque dice que este ha difamado a su madre (en verdad Mármol había aludido al padre de Mansilla, el general rosista, pero para hacer todo más pasional, Lucio V. metió a su madre en medio de la trifulca). Mansilla termina preso esa noche y al día siguiente partirá hacia Paraná, donde lo esperan Urquiza y la Confederación. Pero lo más destacable, al borde de lo bizarro, es el escenario de esta escena: en el Teatro Argentino se habían dado cita muchos porteños notables porque ese día Míster Charles –el hombre más fuerte del mundo- desafiaba a quienes se anotaran en una lista, a pelear lucha libre; el que lo venciera se llevaría 2000 pesos, mucha plata en ese entonces, el año 1856. A la espera del espectáculo, Mansilla aprovecha el clima popular, festivo y extremadamente público del evento para gritarle a Mármol a voz en cuello, insultarlo y desafiarlo. El público urbano y porteño rápidamente toma partido por Mármol. Faltan unos cuantos años todavía para que se dé a conocer Una excursión a los indios ranqueles. Entre Mármol y Mansilla, entre Amalia y Una excursión a los indios ranqueles, Piglia desarrolla lo que denomina “la mirada liberal”, y particularmente recorta lo que podríamos decir que es el corazón de esa perspectiva: la mirada sobre el otro, lo que a veces descuidadamente consideramos una suerte de polo dialéctico un tanto abstracto (el Otro, así, con mayúsculas) pero que desde esos orígenes literarios de la Argentina (se puede incluir aquí perfectamente a Sarmiento, a José Hernández y a Esteban Echeverría), engloban en su visión a individuos y segmentos sociales enteros como el gaucho, el indio, el negro, el orillero, los soldados, y todas las mujeres que atravesaban esa densa malla de la otredad. De eso se trata en gran medida, de descifrar la relación de los autores letrados –voces más solemnes, más expresivas o campechanas, pero voces letradas al fin- con ese vertiginoso mundo de la otredad. Piglia lo resumió en los siguientes términos: “Entonces, ahí hay un tema, la idea de que el otro siempre tiene creencias y queda capturado por falsificaciones, ficciones, intereses o malas intenciones. Borges veía el peronismo del mismo modo y eso está presente en el cuento ‘El simulacro’ donde todos van a velar a una muñeca que hace de Eva Perón; o en la novela de Cortázar El examen, en la que todos van a Plaza de Mayo a adorar un hueso. Nunca la adhesión política del otro puede ser entendida como sincera o verdadera, siempre debe ser sospechada de participar de algún tipo de manipulación o de depender de intereses bajos, no altos ni verdaderos”.

Por otra parte, Piglia reivindica de Amalia la conexión ineludible, enérgica, que la novela establece entre amor y política, inaugurando una tradición que tendrá como descendencia El beso de la mujer araña de Manuel Puig y también Sobre héroes y tumbas. “Me parece que hemos sido muy injustos con esta novela”, se autocritica Piglia, aunque sin dar del todo el brazo a torcer. “Injustos porque, bueno, Sabato fue un personaje muy antipático, muy oportunista, y creo que su figura terminó tiñendo la lectura de una novela que tiene, lo mismo que Amalia, características góticas y melodramáticas”.

Hacia el final del libro, en el ensayo “Un lapsus deliberado”, dedicado centralmente a Borges y a las interpretaciones del cuento “La muerte y la brújula”, podemos encontrar una clave de lectura de todo este corpus alrededor del otro, el amor y la política, cuando Piglia señala que hay un sentido pulsional en el célebre “destino sudamericano”, en el imaginario donde un intelectual muere –perpetuamente- en manos del bárbaro.

PURO TEATRO

La clase dedicada a Roberto Arlt, Los lanzallamas, la figura central de Erdosain, la relación de Arlt con el periodismo de su tiempo (luego confrontado con la de Walsh y el periodismo de los años 60) puede ofrecer menos sorpresas al lector del libro, pero hay una zona de deriva más bien inesperada cuando se produce el diálogo con Ricardo Bartís, que está en el estudio y en el programa no sólo por su gran relación amistosa con Piglia sino además porque llevó al teatro una adaptación sui generis y colectiva en el espacio Sportivo Teatral de Los siete locos y Los lanzallamas, El pecado que no se puede nombrar (1999).

Bartís, acicateado por Piglia, que evidentemente conoce su opinión, señala que las obras de teatro de Arlt le parecen ingenuas, “en cambio sus novelas no tienen una pizca de ingenuidad, tienen una enjundia, un ritmo, una decisión”. Piglia va a tomar esta reserva de Bartís, una observación muy aguda, por cierto, para plantear que en el teatro se amplifican situaciones que en las grandes novelas pueden ser solo unas líneas, es decir, una vez más, condensación extrema frente a una expansión verborrágica, de monólogo, de cierta grandilocuencia.

A propósito, se puede traer a este debate a Oscar Masotta y Sexo y traición en Roberto Arlt. Podemos hacerlo a través de las palabras de Luis Gusmán, tomadas del prólogo de 2008 a la edición de Eterna cadencia de Sexo y traición, donde señala: “Hay en Arlt una necesidad imperiosa de transformar al lector en espectador. En su obra, Erdosain es sustituido por el mantequero loco de Saverio el Cruel, quien tiene como oficio nada menos que el de actor”. Masotta lee este pasaje de la novela al teatro como la deserción respecto de lo social, pero no en términos de temas o personajes sino en cómo los congela frente a un lector activo, crítico, que se convierte en un espectador paralizado y fascinado en su butaca frente a la representación, el espectáculo de la inmovilidad de la escena congelada, del monólogo que aturde.

Lo paradójico de esta atendible deriva arltiana, es el carácter absolutamente potente que adquiere la noción de escena, no sólo al interior de las novelas de Roberto Arlt (baste pensar en las célebres escenas de la biblioteca y la de la pensión en El juguete rabioso), sino además en el rol de la escena visual, anecdótica, a su modo también teatral, de las escenas que despliega Piglia a modo de introducción de sus planteos sobre la novela argentina.

LA VIDA Y LA DATA

Uno de los temas que recorre todos las clases y las diferentes instancias de este libro –clase, diálogos, ensayos- es el de la experiencia; la experiencia en tanto instancia o condición de la novela, pero también como el sentido ulterior, casi una intención autoral por parte del novelista, sobre todo, en la primera mitad del siglo XX con la figura de un escritor realista, naturalista, un escritor profesional que se propone la misión de recolectar y sintetizar formas de la experiencia para ofrecerlas como verdad revestida de expresividad (a veces muy cerca del mensaje o de la moraleja) a los lectores. Y es ahí, entonces, que entra en juego la otra noción que siempre sobrevuela cuando se golpea a la puerta de la casa de la Experiencia: la literatura como información. Porque la experiencia corre el riesgo de ser reducida a fórmulas, datos digeribles, de fácil y rápida circulación. Otra manera de verlo: las relaciones entre periodismo y literatura. Entre sí y con respecto a la realidad entendida como actualidad, un territorio opaco que debe ser develado, entendido, explicado, interpretado. En definitiva, zonas de tensión entre la experiencia y la información.

A medida que nos acercamos a Arlt y Walsh, el tema pasa del merodeo a la centralidad. Los dos fueron periodistas y en opinión de Piglia (contra cierto sentido común que los muestra como adalides sin fisuras del periodismo) ambos escritores cultivaron el periodismo superando la media de su época, y no sin conflictos con el oficio mismo, con los editores y secretarios de redacción.

Cuando estas clases tuvieron lugar en la televisión pública –hace exactamente diez años- Piglia, siguiendo con esa serie de las relaciones entre las formas y procedimientos narrativos y los cambios tecnológicos- era totalmente consciente de que el último gran capítulo era Internet, los blogs, los mails, las redes, los mensajes de todo tipo trabajados por las tecnologías de la comunicación. Y, sin embargo, todo ese pensamiento hoy es una suerte de previa a la era de la posverdad, con sus fakenews, su infodemia, su big data, su descontrol. A punto tal que lo que en ese momento parecía utópico –la televisión como una aliada de las formas narrativas- hoy ya no lo es tanto.

Sintetizando, podríamos decir que lo que se dice y se reflexiona acerca de estas zonas de cruces conflictivos es una suerte de vislumbre del panorama actual, una intro.

Desde ya, Walter Benjamin es un punto de referencia para empezar a pensar las relaciones entre experiencia y tecnología. Piglia ya señalaba los problemas de la aceleración del tiempo en el mundo de la información frente al ritmo ineludiblemente más lento de la narración y la lectura. Y apunta, además, a una cuestión de posición de todos nosotros, contemporáneos respecto del universo de la información, como un quedarse siempre afuera, resbalando por la superficie de ese magma incontrolado de datos, de informaciones que se renuevan sin pausa y se nos vienen encima sin pedir permiso ni dar tregua.

“Me parece que lo que genera la información moderna es que nosotros asistimos a ciertas catástrofes, a ciertos acontecimientos en los que no estamos implicados porque la información produce una distancia difícil de resolver. Siempre estamos afuera y al margen”, reflexionaba Piglia. “En cambio, la novela sería un género que limita esa dispersión y les da a los acontecimientos la forma de una experiencia. Yo creo que también leemos novelas porque las novelas permiten defendernos de esa proliferación incesante de información frente a la cual estamos siempre indefensos y con la sensación de estar mal informados. Muchas veces la falta de experiencia o el miedo a la propia inexperiencia se confunde con el temor a estar mal informado, como si la información pudiera sustituir la experiencia concreta, sea una experiencia cultural, una experiencia social, una experiencia política. Cuanto menos ha aprendido uno por experiencia, decía John Berger, más crédulo es. Sólo los ricos, decía, pueden sobrevivir siendo inexpertos”.

En el volumen El paisaje en las nubes se recogen las crónicas que escribiría Roberto Arlt durante varios años en el diario El Mundo en un ejercicio de notable modernidad. Tomaba una noticia dura, de cable, muchas veces unas líneas escuetas acerca de un hecho remoto y exótico, para disparar una historia recreando un contexto, ampliando la paleta del dato duro, imaginando, conjeturando, convirtiéndolas en una especie de subgénero denominado “al margen del cable”. Piglia, quien ha sabido escribir páginas notables, sobre todo en Prisión perpetua, acerca de cómo capturar el fluir de la vida en la utopía de la narración pura, señala que Arlt trabaja con la experiencia pura, buscando transmitir el sentido de los acontecimientos.

En este libro, revela Piglia, “Arlt trabaja directamente sobre la interpretación de la noticia. Esas crónicas están construidas básicamente sobre una escena de lectura: Arlt comenta los cables que lee. Y su modo de leer es extraordinario. Amplifica, expande, asocia, cambia de registro y de contexto las noticias que recibe. Las revela, las hace visibles”.

Evidentemente estas reflexiones y preocupaciones eran medulares en este curso de novela argentina que, unos diez años atrás, se asomaba a los primeros dilemas acuciantes que le planteaba el universo virtual a la materialidad de la narración. Quizás, sobrevolaba en esas clases magistrales la pregunta acerca del sentido de la literatura en ese mundo. Que sigue siendo nuestro mundo, el de todos los días, quizás peor, quizás, más acuciante resulte la pregunta, más acuciante la respuesta.

Escenas de la novela argentina no ofrece nunca una respuesta demasiado esperanzada u optimista al margen de la pasión y de la voluntad, pilares del quehacer literario, de la escritura. Pero sí, ahí están, esas dos fuerzas que también sostuvieron a Ricardo Piglia hasta el final, años de producción incesante, de magisterio, los años de la preparación de sus Diarios para empezar a publicarlos a partir de 2015.

 

En ese momento exacto era un triunfo con gusto a hazaña: haber detenido el tiempo tirano de la televisión, para quien quisiera escucharlo. Para hablar de un tema tan extravagante, tan ajeno a la información acerca de la actualidad como eso que llamamos, que hemos dado en llamar, que había una vez...  Literatura argentina.