Un bar en Buenos Aires es un lugar de encuentro, de disfrute entre amigos, de cafés con colegas, de confesión amorosa o de almuerzo con la familia. Es también un sitio donde la soledad pierde su fortaleza: siempre hay alguien con quien hablar. ¿Cómo es un bar en Madrid? ¿Se viven cosas similares? Alex de la Iglesia y su histórico co-guionista Jorge Guerricaechevarría suelen escribir los guiones de sus películas en la casa de éste último. Y ahí debajo hay un bar, en el que suelen desayunar. “De pronto, allí se presentaba parte de la fauna más variopinta de Madrid. Es un lugar cercano al centro, en una zona muy costumbrista”, cuenta De la Iglesia en la entrevista con PáginaI12. “Podía llegar un homeless que llevaba toda la noche durmiendo entre cartones y que para calentarse el cuerpo echaba una bronca al que veía a las siete de la mañana. Entonces, entraba en el bar a grito pelado a punto de matarnos a todos, hablando un idioma ininteligible porque era africano. En ese momento, los que estábamos ahí, pensábamos que íbamos a morir. Una vez, Loli, la dueña del local, se levantó, le dio una bofetada que le cruzó la cara al hombre, lo sentó y le dijo que no entrara gritando y que se tranquilizara. Al mismo tiempo, tuvo la humanidad de darle aguardiente”, recuerda el director de El día de la bestia. El cineasta bilbaíno cuenta la anécdota porque solían presentarse situaciones de ese tipo. Y se dio cuenta de que allí estaba el germen de su nuevo largometraje, que se titula precisamente El bar, y cuyo estreno local está previsto para el próximo jueves.

Claro que como en todas las películas de Alex de la Iglesia, en el bar no suceden cosas realistas sino más bien fantásticas, teñidas de ese odio que caracteriza, según el cineasta, al ser humano. Carmen Machi, Blanca Suárez, Mario Casas, Jaime Ordoñez, Terele Pávez, Secun de la Rosa, Jordi Aguilar y el actor argentino Alejandro Awada son los protagonistas de esta “fauna urbana”. Personas muy distintas, entre las que no faltan los freaks, desayunan una mañana en esa cafetería del centro de Madrid. Uno de ellos está apurado. Cuando abre la puerta, recibe un tiro en la cabeza, pero nadie lo ayuda. Todos los que están adentro temen que si intentan salir, les pase lo mismo. Poco a poco comienzan a sospechar si no hay un asesino dentro del bar. Y sucede un elemento fantástico cargado de un ambiente apocalíptico: las calles se vacían. Desde ese momento, todos quedan encerrados en el bar y una lucha tan descarnada como salvaje y una competencia feroz tendrán los personajes para no perder la vida.  

–¿El bar es un relato de supervivencia darwiniana?

–En el sentido de que sobrevive el más capacitado sí. No lo había pensado, pero sí.

–De todos sus films, ¿éste es el más parecido a La comunidad en relación a la cantidad de personajes que compiten salvajemente en un mismo ambiente?

–Sí. Me ocurre una cosa con la edad que yo no sabía: todo esto no se piensa. Ustedes piensan que sí lo pensamos, pero no es así. Es una cosa que te va ocurriendo conforme vas haciendo cine. De pronto, no te comparan con otros directores o con lo que ellos creen que deberías o no deberías hacer sino que te comparan contigo mismo. Los que nos dedicamos a hacer cine nos basamos en el instinto: contamos una historia y ya está. En este caso, efectivamente se parece a La comunidad, en el sentido de que hay mucho elemento coral y muchos personajes hablando al mismo tiempo. Yo quiero contar siempre otra historia. Lo que pasa es que hay un momento determinado en el que me veo encerrado como los personajes de la película en una vida en la que no puedo salir. Intento ver cuál es la solución, qué pasaría si de pronto me obsesiono en salir. De pronto, te das cuenta a lo que tienes que renunciar.

–¿Cómo conoció al actor argentino Alejandro Awada y por qué pensó en él para esta película?

–Es una de las cosas más democráticamente absurdas que he hecho en mi vida. Ibamos a hacer una coproducción con Argentina y vi actores argentinos.

–¿No lo conocía?

–Nada, en absoluto. Solamente vi material en YouTube. Viendo El clan me pregunté quién era. Y ahí fue que lo llamé por teléfono.

–En esta película aparece con mayor intensidad que en otras suyas el “Sálvese quien pueda”. ¿En algún punto esa frase funciona en el film como metáfora de un sistema inhumano?

–No es una cuestión de que surja en esta película, sino que es una cuestión de que surge en la vida. Estamos todos así. Yo creo que ahora más que nunca, sobre todo en las situaciones de crisis, nos vemos impelidos a ver cómo podría sobrevivir uno en esa situación y pisar la cabeza a los demás sin que se note. Buscamos nuestros argumentos, esquemas mentales e ideologías para pisar la cabeza de otro sin que se note que la estamos pisando.

–En El bar hay una idea de romper con los convencionalismos sociales para mostrar la animalidad o lo salvaje del ser humano por sobrevivir. ¿Cuánto tiene esto de experimento psico-sociológico?

–(Risas) Bueno, no creo que sea necesario pensar que sean experimentos sino que francamente el día a día nos demuestra que somos fundamentalmente animales. Precisamente la cultura, como un elemento básico de la vida, se relega al colocarse otras cosas por delante y se junta con una serie de cosas como el deporte, por ejemplo. Como que no fuera tan importante. Y la cultura es el mecanismo por el cual controlamos esos instintos animales. Lo que nos apetece a todos es descargar nuestras frustraciones, nuestros odios o sencillamente nuestra animalidad intrínseca sin necesidad de buscar culpabilidades. Nos apetece hacerla, matar a todo el mundo y follarnos a todas las tías del mundo. Eso es lo que queremos todos, pero hay una cosa que se llama religión y una cosa que se llama cultura que controla eso y lo vehicula para que podamos vivir en sociedad porque sin sociedad nos destruiríamos como animales en segundos.

–Fue Thomas Hobbes el que advirtió que en el estado de naturaleza el hombre no es pacífico, sino más bien “un lobo para el hombre” y por lo tanto se une en sociedad con el único interés de sobrevivir. En algo usted coincide con el filósofo inglés, ¿no?

–Absolutamente de acuerdo. Y también con Freud, Marx, todo el pensamiento del Siglo XIX y cualquier psicólogo del Siglo XX (risas).

–¿Por qué cree que en las situaciones límite aflora lo peor del ser humano?

–Porque esta imagen de estabilidad y de que no estamos en una situación límite sino controlada es un constructo generado por la sociedad para hacerla habitable. Pero es mentira. Nos encontramos todos en una situación límite constantemente, pero afortunadamente no se da. Como vivimos en sociedad y nos protegemos unos a otros, hoy no nos matan. Pero que nos puedan matar y que nos maten mañana es un hecho. Tenemos París, Manchester, Nueva York y mil ejemplos en los que se ve que efectivamente nada nos separa de la muerte instantánea. Nada.

–En esa actitud tan poco solidaria, egoísta y competitiva de los personajes de El bar, ¿subyace una idea de mostrar la fragilidad del ser humano?

–Sí, en el sentido de que me preocupa que olvidemos que somos animales. Lo que no quiero es corregirlo. No tengo la intención de decir: “Chicos, por favor, seamos más buenos todos entre nosotros”. No. Todo lo contrario: reconozcamos que somos animales. El problema está en decir: “¡Eh! No te pongas así”. No, “ponte como quieras, pero encontremos la manera de que estos sea lo más asumible posible”. Pero, “ponte, pierde el control, vuélvete loco, enfádate”.

–El bar, con la heterogeneidad de personajes que lo habitan, ¿es una metáfora de la sociedad española?

–No tanto española como de todo el mundo. Lo que pasa es que yo me encuentro muy cerca de la sociedad española así que digamos que se asemeja a los personajes que yo conozco, pero no hay una intención. Yo creo que es más que nada un problema global que forma parte del ser humano. Ahora, la mejor manera de contarlo no es en un bar de Brooklyn para internacionalizarlo.

–Usted suele decir que la mejor manera de dirigir a un actor “es colocarlo en un entorno que, de alguna manera, favorezca su emoción”. ¿Cómo funcionó en este caso con un ambiente claustrofóbico?

–Esa era la idea. Sí tú tiras un líquido en un vaso, lo ves, está cerrado en un recipiente concreto. Si lo tiras en un espacio abierto se diluye o se filtra por la tierra. En un espacio cerrado ves las cosas con mayor claridad. Ves las emociones con más claridad. Son como ratones metidos en una jaula. Entonces, cuando alguien se enfada, lo hace en serio. Lo vives porque hay paredes. El líquido que supone las emociones no se diluye, se encierra en un entorno.

–¿Por qué cree que cuanto más sufre un personaje más se identifica el público con él?

–Porque eso significa ser protagonista. Es una protoagonía.

–¿Hay una dosis de masoquismo en los espectadores de cine con eso?

–Sí, no lo niego. Tú vas al cine a ver cómo unos personajes sufren. Eso forma parte de la tragedia. Vas a ver sufrir a otros que no son tú, en personajes que, de alguna manera, se identifican contigo o que tienen parte de tu mismo sentimiento. Sería lo ideal que el espectador se identificara con lo que está sufriendo ese personaje. No lo he inventado yo sino Aristóteles: se da el fenómeno de catarsis, yo me libero al ver cómo se soluciona el problema de los personajes, porque esa especie de interpretación de farsa supone una liberación personal, como en un sueño. El cine, la música o el teatro generan un entorno con personajes que sufren lo mismo que tú. Y tanto por exceso o por defecto te libera.

–¿Se puede decir que usted creó un género: el terror del patetismo?

–(Risas) Sí, en el sentido de que efectivamente me gusta que el terror surja de los sentimientos de los personajes más que de lo que pasa. Que te agobie saber que la señora que está a tu lado te va a matar. No te van a matar Drácula ni El hombre lobo.

–Viendo sus películas da la sensación que, por el ritmo frenético y alocado que tienen, a veces las historias se le van de las manos. ¿Está todo guionado o, en algunos casos, se deja llevar por el delirio en el rodaje?

–Pues está absolutamente todo guionado hasta la exasperación. Y esa sensación de ritmo frenético es consciente y deliberada porque creo que forma parte de la historia. Precisamente no darle la oportunidad al espectador para que reaccione a tiempo de lo que está viendo y que no pueda tener tiempo de pensar su conclusión acerca de lo que está ocurriendo forma parte del drama que a mí me interesa. ¿Si se me va de las manos? Eso espero porque eso quiere decir que está vivo.

–Por lo que se ve en sus películas puede intuirse que es exigente con el tema de la destreza física de los actores en rodajes con condiciones un tanto extremas. ¿Sus actores sufren en el rodaje casi tanto como sus personajes?

–Deberían, porque ayuda a la interpretación, a la historia, porque no hemos venido a jugar, hemos venido a sufrir, a contar una historia que es importante. Y quiero que los actores la vivan como algo importante y también como un reto incluso físico a la hora de enfrentarse a la historia. Lo bueno de una película es que puede contar cosas mentales, pero con elementos físicos.

–Cuando le preguntan si piensa en el público cuando hace sus películas, Steven Spielberg suele decir: “Por supuesto que sí porque yo soy el público”. ¿El cineasta es el mejor espectador de sus propias películas?

–Estoy totalmente de acuerdo con él. El asunto está en que Spielberg tiene la suerte de que su mente, su pensamiento o su inconsciente coinciden con el de la mayor parte de la población del mundo. Por eso, tiene éxito. El está haciendo películas muy complejas que solamente entiende él, pero como él es exactamente igual que todos los demás, pues entonces tiene éxito. El asunto es que David Lynch hace lo mismo y, sin embargo, no encaja, porque él no es como los demás. Y en mi caso, ocurre un tanto lo mismo. Digamos que me quedo sin mucha gente porque hay mucha gente que no le gusta que las películas tengan ese ritmo frenético, que haya un momento en que la película viva por sí misma y no agarrándose a un tratamiento normal de los acontecimientos. Y, sobre todo, no les gusta de mis películas que haya un momento en que puede ocurrir cualquier cosa.

–Sus personajes son siempre oscuros. ¿Nunca pensó en crear uno luminoso o lo ve como algo naïf?

–No, lo que pasa es que tú no lo verías como luminoso. El asunto es que, como tú tienes un concepto claro de cómo yo hago cine, intuyes cómo voy a actuar. Entonces, haga lo que haga lo vas a interpretar de una manera muy concreta. Si yo hago un personaje naíf, tú vas a decir que he hecho a un idiota. Ese es el problema. De pronto, haces una película que no es una comedia y la gente la interpreta como una comedia. Pero ellos ya la ven como graciosa porque creen que hay un cinismo que no existe.

–¿Por qué siempre trabaja con universos apocalípticos? ¿Cree que le queda poco tiempo al mundo?

–No lo sé. Por ahí me queda muy poco tiempo a mí (risas). Es cierto que uno de los motores que me mueven es la lucha contra el aburrimiento. Entonces, la negación del aburrimiento es el apocalipsis. No puedes contar una historia más tremenda que el hecho de que se acabe el mundo.