Cuanto peor, mejor

Duros comentarios como “Estas ilustraciones son malas, realmente malas” o “Sin lugar a dudas se tratan de los peores retratos jamás hechos en la ciudad de Nueva York” podrían esperarse de un crítico de arte inclemente, despiadado, no del propio artista detrás de las obras en cuestión. Y sin embargo, esa es la carta de presentación de Ricky Brown, un estadounidense que se jacta de cuán desastrosas son las ilustraciones que hace de personas que posan para él. Lo cual, lejos de restarle clientela, ha impulsado su incipiente carrera: el muchacho se ha vuelto muy requerido en el mercado dominical Grand Bazaar NYC, donde ha instalado un puestito al que acuden cantidad de personas cada semana, a la espera de que Brown los dibuje. Pobremente, obvio es decirlo, con un marcador negro sobre un papel en blanco. Y a cambio de plata; no lo hace gratarola, ojo al piojo con relativo talento pero buenas ideas de marketing: cada pieza cuesta cinco dólares. “Por persona”, aclara Ricky Brown en su cartel, en caso de que una parejita quiera ser eternizada. “¿Quién necesita a Banksy cuando tenemos a R.B.?” o “Gracias por retratarme, ¡es mi recuerdo favorito de Nueva York!”, son algunos de los comentarios que recibe este artista callejero en @really_bad_portraits, su cuenta de Instagram, abierta en septiembre de 2020, cuando empezó la faena a la vera de la famosa fuente de Washington Square Park en Manhattan. Entonces cobraba tres dólares, pero ha subido la tarifa viendo que cada vez “cotiza” más alto. Alcanza con ver las fotografías que sube a redes, de clientes satisfechos posando junto a sus ilustraciones: con sonrisa amplia, se muestran encantados de la humorada implícita detrás de obras hechas a mano alzada, de un amateurismo intencionado que, inexplicablemente, no para de flechar terrícolas.

Casi un chascarrillo

La justicia humana tiene, en ocasiones, un extraño sentido del humor. Dará fe Antonio Fernández Pérez, un profesor de secundaria de 60 años que imparte clases en Almería, España, y ha acudido a los tribunales de su región para jubilarse en forma anticipada, voluntaria. El Juzgado de lo Social ha recogido su caso, pero ha fechado el juicio para el 28 de enero de... 2026, es decir, cuando el hombre ya tenga 64 pirulos y esté a unos pocos meses de tener la edad legal para, sí, sí, jubilarse. Para más inri, si entonces la sentencia es favorable, aquello demoraría aún más su retiro por lo obvio: asuntos de burocracia. “Después de más de 33 años de peregrinaje por cerca de una treintena de institutos de municipios andaluces y almerienses como profesor de música, Antonio Fernández Pérez –nacido en Olula del Río en 1961– enseña ahora en el IES San Isidro de Níjar, aunque vive en Vera”, aporta más datos La Voz de Almería, rotativo local, sobre el docente en cuestión. Y explica que, al parecer, el problema sería que el hombre es profesor interino, no un funcionario de carrera con plaza firme, y eso lo pone en desventaja. Su abogada defensora, por cierto, habla de discriminación: Fernández Pérez, su defendido, ha cumplido las mismas condiciones que otros colegas de su generación, pero ellos no le han tenido ningún problema para retirarse antes de los 65. “Tampoco es que quiera jubilarme para irme al casino, a jugar al dominó, sino para seguir estudiando”, aclara el varón, cuya ilusión es tener suficiente rato libre para matricularse en la Universidad de Granada y tomar clases de Literatura, “algo que llevo pendiente desde hace muchos años”. Allí se licenció en Física, dicho sea de paso, quien “a día de hoy es el interino más veterano de Andalucía en música”, en palabras del citado periódico.

Un trabajo insólitamente exitoso

La indecisión puede ser la piedra angular de un negocio floreciente; no para quienes la padecen, por supuesto, pero sí para quienes son capaces de resolverla. De madres y padres dubitativos, que vacilan sobre cómo bautizar a sus purretes, bebe el negocio de Taylor Humphrey, una treintañera estadounidense que se dedica “profesionalmente” a proponer nombres para recién nacidos. Por la bicoca de 1500 a 10 mil dólares (que llevados a pesos argentinos se traduce en… un delirio de guita), dicho sea de paso, según cuánto trabajo le demande a la experta confeccionar propuestas personalizadas, a medida. “El servicio más económico va desde una llamada telefónica y una lista de nombres, basada en las respuestas de los padres a un cuestionario. El más caro incluye una investigación genealógica que rastrea antepasados”, completa ¿con azoro? el New Yorker, que conversó con esta empresaria que el pasado año encontró el nombre ideal, soñado para un centenar de criaturas. Según recoge la revista, “Taylor sugirió el nombre de Parks a una pareja que se había dado su beso en un pueblo llamado Parker y buscaba ‘algo vanguardista’ para su bebé. A una futura madre libanesa-francesa, instalada en Estados Unidos, le propuso Chloe, porque funcionaría en las tres culturas. Tranquilizó también a una mujer con una nena de tres meses llamada Isla cuando empezó a considerar cambiarle el nombre porque la gente no pronunciaba la ‘s’; le dijo que mantuviera el rumbo: Isla está de moda”. “Los nombres de bebés más populares son una señal reveladora de nuestros valores culturales y nuestras aspiraciones”, lanza la experta, sin entrar en detalles. Para estar siempre al día, por cierto, suele revisar créditos de películas, observar atentamente letreros en las calles y estudiar, cómo no, tendencias actuales y pasadas. Tras el confinamiento, advierte, “la gente se volvió más paciente gracias a practicar jardinería, cocina, manualidades. Quizá eso explica porqué están volviendo los nombres largos, de varias sílabas, como Genevieve y Theodore”. Ajá.

Orquesta versus golondrinas

“Ya no podemos seguir dándoles la bienvenida”, ha declarado el director ejecutivo de la Filarmónica de Nashville, Alan Valentine, sobre lo que define como “una amenaza existencial” para su orquesta ¿Qué peligro se cierne sobre el Centro Sinfónico Schermerhorn, hogar de la mentada agrupación musical? Unos pajaritos. O en honor a la precisión, una bandada enorme de preciosas y cantarinas golondrinas purpúreas, más de 150 mil, que elijen los árboles en derredor como hogar, durante dos meses, cada julio. No es que su canto natural de las aves compita con las notas de los instrumentos; el despiole no responde a los sonidos de estos animales de colores brillantes que sobrevuelan por las noches generando lo que la prensa define como “una sobrecarga sensorial para los visitantes”. El quid de la cuestión es que, durante el tiempo que se instalan, dejan el centro musical y sus alrededores hechos una lágrima por culpa de sus defecaciones, obligando a que la institución desembolse millones en limpieza, con los que aparentemente no cuenta. “La piedra caliza de esta histórica sala de conciertos, junto con los pavimentos adyacentes, se cubren con excrementos, que podrían causar daños graves a largo plazo en este edificio neoclásico. A la vez, los árboles del lugar terminan dañados por los miles y miles de residentes emplumados que se posan en sus ramas”, explica Valentine, cuyo equipo ha tomado una decisión controvertida: talar decenas de olmos, 41 en honor a la exactitud, para que las golondrinas busquen otro lugar donde descansar. Decisión que evidentemente ha caído pésimo entre defensores de la vida silvestre, también entre conservacionistas de la flora. El plan de la sinfónica básicamente no le agrada a nadie, y muchos están que trinan. Entre ellos, Jim Gregory, defensor de árboles de Nashville, que entiende que “se despojará a la ciudad de algo que la hace única”. Además la migración, a su entender, podría usarse para juntar dólares: “¿Por qué no organizar una sinfonía con los pájaros una vez al año? ¿O tocar músicas inspiradas en aves, de Mozart o Haydn?” Desde el Centro Sinfónico de Schermerhorn, empero, insisten con que no les queda otra, que “no es operativamente sostenible para nosotros recibir a las golondrinas”. Y aclaran, para calmar las aguas, que plantarán nuevos árboles, más pequeños y menos atractivos para esta especie, pero amables con otras aves regionales.