En una oficina del centro porteño se esconden las ranas disecadas de Oliverio Girondo. Hay quienes aseguran que están detrás de alguna puerta con placa de abogado, y hay otros que sostienen haberlas visto como adorno en una fantasmal cueva de cambio. Los edificios del centro porteño se reproducen, año a año, en nuevas oficinas para consultorios médicos, masajistas de amplio espectro, dudosos managers artísticos, aprendices de tatuador y para alojar a vendedores de productos de la web que desconocen el significado de la sigla Cuit. Encontrar a “los sapitos” --como los llamó Pablo Neruda-- en esos largos pasillos donde nunca se filtra el sol es, desde medidos del 70, una aventura que emprenden algunos coleccionistas empecinados.

La caza de las ranas tiene temporadas. Y este 2022 parece propicio porque se cumplen 100 años de la publicación en Francia de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (¿tendremos en Argentina, al fin, una edición facsimilar?) y 90 años de Espantapájaros (al alcance de todos). Sobre el valor económico de las ranas nadie arriesga cifras, pero sobre las historias que las rodean la cotización aumenta en adjetivos: bizarras, admirables, hermosamente inútiles.

Los hechos: Girondo se dedicó a la bibliofilia y al coleccionismo desde los tempranos años 20. Tras su muerte en 1967 se llegaron a contabilizar más de 6 mil libros: primeras ediciones de rarezas encuadernadas de literatura española del Siglo de Oro y muchos títulos con París como pie de imprenta. Girondo sumó, a su colección de libros, objetos como: huacos peruanos, piezas de oro precolombinas, telas y muñecos circenses, trajes, máscaras y disfraces, algunos con los que Norah Lange se vestía en las reuniones que el matrimonio organizaba en la casa de Suipacha 1444, aquella famosa casa donde un día del año 1933 Oliverio colgó las ranas y los batracios pasaron a ser parte de una escenografía tantas veces recodadas por los poetas de la pasión surrealista. Entre muebles antiguos, cuadros de Spilimbergo, Figari y las mujeres del polaco Kisling, entre un barco chino de marfil, lámparas de extraños materiales y un autómata negro fumador de pipa, las ranas disecadas fueron una excelente compañía para el gigante Espantapájaros de galera, monóculo y cuervo creado por Girondo para promocionar su tercer libro.

Las ranas: El primero en dejar testimonio escrito de la existencia de los batracios disecados (“parecían gente”) fue el poeta Enrique Molina: “¿Qué eran? Ranas embalsamadas, en posturas humanas, instaladas en dos cajas como escenario, empotradas en el muro. Su condición de ranas asimiladas al género humano no dejan de provocar una especie de angustia”. Los cajoncitos, de casi de un metro de largo, mostraban dos escenas vidriadas: “ranas jugando al billar en un momento de solaz, fumando grandes cigarros” y otra que representaba el instante álgido de una discusión en donde los batracios “empuñaban cuchillos y pistolas” y hasta una de ellas “sostenía una botella rota en la mano a punto de atacar”. Según Molina, Oliverio jamás supo la procedencia de aquellas piezas de la alta taxidermia europea. En los 70s el poeta de “Alta Marea” descubrió en Suiza una colección de batracios disecados por un capitán de la Santa Sede, y no dudó en atribuírselas.

El autor: François Perrier (1813-1860) pertenecía a una ilustre familia de origen saboyano establecida en el siglo XVII en el pueblo Estavayer-le-Lac (Suiza). Ejerció como oficial en el Vaticano, y años después regresó a su ciudad natal. Aburrido, investigó en la taxidermia, ciencia en pleno auge por entonces y que había dejado atrás las costosas y polémicas experiencias de conservación de grande animales (elefantes, gorilas o toros) realizadas en laboratorios de los museos de ciencia naturales de Europa y Norteamérica. Al salir de los museos, la taxidermia participó de la admiración popular, entró a las ferias de monstruos y se instaló en los mercados ilegales. Pese a haber convivido con obispos, Perrier no perdió el humor: obsesivo por los detalles, recreó escenografías populares (tabernas, barberías, aulas) en donde sus ranas beben cerveza, comen pastas, juegan al dominó y hasta montan ardillas como caballos. La caricaturización de la vida humana. De ahí la angustia de Molina y de ahí la fascinación de Girondo. Porque aquellas piezas, no caben dudas, se asocian perfectamente al carácter de la poesía girondiana: la burla sin piedad a la pequeña burguesía y a la naciente sociedad ociosa y codiciosa.

Desde el Museo Estavayer-le-Lac, la conservadora Ingrid Butty explicó que “se cree que Perrier evisceró a los batracios por la boca y luego los rellenó de arena, utilizando una armadura interna de alambre para mantenerlos en su posición”, y agregó: “La colección está compuesta por 108 ranas disecadas y se pueden identificar dos especies, la rana de los pantanos y la rana común europea. Se dice que la colección original contaba con aproximadamente 200 ranas pero no hay prueba escrita de ello. Tampoco podemos afirmar que haya sido Perrier el autor de la colección, porque no tenemos ninguna prueba escrita”. Un dato más: en Croacia (bien vale el chiste) existe otro gran museo de ranas disecadas conocido como Froggyland, que exhibe 500 piezas realizadas por el taxidermista Ferenc Mere entre 1900 y 1920. Sus ranas, de otra terminación por sus incisiones externas, participan también de escenas populares llegando a formar parte de acrobacias circenses.

Derivaciones: Cabe preguntarse si al momento de comprar esas piezas, años después de la publicación de Espantapájaros, Girondo se sintió motivado a atribuirles a los batracios ese sonido que supo escuchar y escribir en el caligrama Cantar de las ranas: “creo que no creo en lo que creo que creo”, incluso, también cabe preguntarse si esos cómicos batracios no habrán inspirado a Leopoldo Marechal (asiduo visitante de la casa de Suipacha) la genial onomatopeya ¡Brekekekex, coax, coax! con que Adán Buenosayres recordó a Aristófanes al cruzar el zanjón en busca del Neocriollo. ¡Supersticiones!, diría el astrólogo Schultze.

Pistas: Más allá de las palabras, los coleccionistas saben que las ranas son reales. Como prueba tienen una fotografía en la revista Semana Gráfica de 1971 a propósito de una nota que le hizo Vicente Zito Lema a Norah Lange (se ve la gran pelea), y las dos imágenes que pueden verse en el sitio www.girondo-lange.com.ar que maneja con dedicación Susana Lange, sobrina del matrimonio y cuidadora de sus derechos autorales. Sin bien en ambos casos las fotos no son buenas, son prueba suficiente para los buscadores de tesoros perdidos en Buenos Aires. Un dato más: algunos sostienen que las piezas atribuidas a Perrier era tres, las dos que compró Oliverio y una más donde las ranas festejaban un casamiento.

Indicios: El derrotero sufrido por las ranas desde que se descolgaron de la pared de la casa de Suipacha y fueron a parar a manos de Molina (ya que Girondo se las regaló en vida junto al Espantapájaros) es controvertido. Amores y desamores, mudanzas y despechos, celos y recelos forman historias demasiado íntimas para ser contadas. Si bien el Espantapájaros terminó a salvo en el Museo de la Ciudad, las ranas se perdieron en versiones: hay quienes dicen que una de las piezas habría sido dañada por un gato aburrido que desmembró algunas cabezas de batracios, y hay quienes aseguran que fueron utilizadas por algunas propietarias como parte de pago para paliar deudas.

 

Final: Mentira o verdad, el mito agrega que cuando Pablo Neruda se enteró de que Molina tenía “los sapitos”, intentó obtenerlas a cualquier precio. Le ofreció incluso cambiárselas por un poncho araucano antiguo. Molina se disculpó, sin saber, acaso, que esa negativa abriría las puertas a muchas historias bizarras, admirables y hermosamente inútiles como ésta.