Todo momento de la humanidad se puede definir por el tipo de consumos que habilita y aquellos que restringe. No tenemos que irnos necesariamente a los tiempos más remotos para poder entender esta suerte de principio universal: basta con considerar, por un momento, que no tendríamos gran parte de la mejor poesía francesa sin los experimentos con el opio, la absenta o la mezcalina, desde los simbolistas hasta los surrealistas, y más allá. No podríamos pensar esas dos cosas tan profundamente melancólicas y tan intrínsecamente propias de nuestro país (a pesar de no haber sido nacidas en estas latitudes) como el tango y el psicoanálisis sin el influjo de la cocaína. No podríamos pensar la mafia norteamericana y esa especie de leyenda negra de la cultura italiana en esos terruños sin la “Ley Seca”, la cual duró más de una década y permitió el avance de figuras míticas como la de Al Capone. Muchos productos fabricados por el hombre pueden ser protagonistas de una historia de prohibiciones y libre consumo: el alcohol y todos sus productos derivados (¿podemos pensar nuestro país sin el vino?); el cigarrillo, ese agente que dio cierto encanto a una época y que ahora se ve como el mal encarnado (¿no fue parte del éxito de Mad Men el ver tan impunemente a todos su personajes fumando en lugares que ahora nos resultan impensables?); y, finalmente, la marihuana. El libro de Fernando Soriano, Marihuana: la historia, es un prolijo repaso por diferentes momentos de nuestra historia y de la historia del mundo definidos por su relación con el cáñamo, el cannabis o el THC, depende del nombre que se le quiera aplicar con mayor o menor espíritu científico. Así, pasamos de la utopía nunca realizada de Manuel Belgrano por lograr amplias plantaciones de cáñamo en nuestro país con el fin de reemplazar las importaciones que se realizaban de la fibra de la planta (la cual era utilizada para producir ropa y velas para los barcos, cuestión importantísima si pensamos en los efectos directos sobre el dominio marítimo de cualquier nación); luego, por las referencias al consumo de la noble planta instalados en la cultura popular, desde el candombe de los afroargentinos al tango y el rock; terminando en el desarrollo de las copas cannábicas y las notables aplicaciones de la marihuana en diferentes tipos de enfermedades que van desde varios la epilepsia hasta el cáncer. La marihuana, nombre de algo indefinible que se pasea a veces por el lugar de la rebeldía adolescente, otras, por el de la más cerrada prohibición y condena del poder político y la sociedad, es también el título de una bandera que varias agrupaciones levantan en contra del narcotráfico y a favor de la mejora en la salud de varios afectados o, incluso, en el más intrigante devaneo mental.

“Escribir el libro fue un impulso que nació de las ganas y la necesidad de que haya más información a disposición de los realmente interesados en la cuestión del cannabis”, comenta Fernando Soriano, periodista y colaborador regular de la revista THC. “También me llevó la curiosidad, la información para consumo personal, antes que nada. Yo también quería saber más. El disparador del libro es el absurdo de la prohibición, la injusticia, sus argumentos débiles, en contraste con los misterios mágicos de la planta: su composición psicoactiva, sus dotes medicinales, su nobleza como fibra, su influencia en artistas, o su espacio determinante en ciertas religiones. Quería contar ese origen y cómo se propagó, sin dejar de lado la mirada negativa, que termina en un barrio de Moreno con dos pibes presos por dos porros, o uno suicidado en un calabozo de Pilar, o enfermos que tienen que patear los pasillos de Tribunales y los palacios legislativos para poder usar una planta que les regala calidad de vida hasta hace un tiempo inesperada”. Marihuana: la historia resulta así no solamente un compendio de anécdotas asombrosas ligadas con la “plantita” de la discordia, sino que es también una seria investigación histórica que organiza datos y permite disponerlos en un relato por demás coherente, cuya protagonista principal es la misma idea de libertad que arrastra la civilización occidental desde tiempos inmemoriales hasta el presente. El ser humano y sus drogas: dos cosas que, por más que nuestros tiempos ascéticos y prohibicionistas quieran ver por separado, tienen tanto en común que perfectamente puede ser uno sinónimo de lo otro.

Ante la ley

Una historia de la libertad es también una trágica novela de la prohibición. Entre capítulos con tono utópico que buscan recordar una Argentina posible o vuelven sobre momentos dentro de nuestras latitudes en donde la plantación y el consumo no tenían ningún tipo de persecución acérrima –como la mítica plantación de cannabis en la localidad de Jáuregui, Luján, por parte de Julio Steverlynk, único que se asomó al proyecto revolucionario de Belgrano–, tenemos amplias secciones dedicadas a revisar la construcción de una legislación que prohíbe la marihuana en diferentes partes del mundo al mismo tiempo que beneficia a ciertos grupos económicos, dedicados o no al narcotráfico, cuyo negocio se ve amenazado por el autocultivo. Quizás el papel de villano de esta historia se lo lleva Harry Jacob Anslinger (1892-1975), director de la Oficina Federal de Narcóticos de los Estados Unidos, un antecedente de la famosa DEA, quien, llevado por su ambición de destacarse dentro del panorama de las fuerzas de seguridad norteamericanas, llevó adelante cruzadas en contra de varias drogas. En 1914, luego de la prohibición de la cocaína y la heroína, Anslinger tenía muy poco tiempo que dedicar a la marihuana, la cual consideró que sólo podía ser controlada por las dependencias específicas de cada Estado y no necesitaba de las fuerzas federales. Pero, en 1934, tal como lo explica Soriano, su actitud con respecto al cannabis cambió. Por un lado, vinculó a la droga con la llegada de inmigrantes latinos, sobre todo, mexicanos, que aparecían en las portadas como víctimas de ataques psicóticos que los llevaban a cometer hurtos o asesinatos. Por el otro, empezó a presentar atrocidades que afectaban al corazón del puritanismo del país del norte: historias en donde, tras fumar un “cigarrillo de marihuana”, algunas chicas se convertían en víctimas de las estrategias de seducción de estudiantes “de color” que las convencían de practicar relaciones sexuales. Para el Estados Unidos posterior a la crisis del ‘30, cualquier excusa para buscar un responsable interno pero, supuestamente, externo y ajeno (mexicanos, afroamericanos, etcétera) era bien recibida, así que Anslinger vio más temprano que tarde crecer su pequeña oficina a un ritmo imparable, que lo llevó a contratar más personal y, por ende, a tener más recursos a su disposición. De ahí a las películas que mostraban el flagelo del consumo, como Marihuana! (1935) o la famosa Tell Your Children (1936), luego conocida como Refeer Madness, había muy pocos pasos. 

Uno de los motivos centrales que impulsaron la prohibición que llegó al congreso norteamericano a medidos de la década del ‘30 tiene que ver otros sectores “legales” del comercio fuertemente interesado por sacar al cáñamo de entre la lista de competidores. La megaempresa de Lammont DuPont, responsable de la creación del nylon, material sintético destinado a la producción textil, junto con la corporación Hearst (implicada en la fabricación de papel prensa) veían en las plantaciones de marihuana un enemigo de sus propios productos, por lo que ejercieron una fuerte influencia, junto con Anslinger, en la prohibición firmada por el presidente Franklin Delano Roosevelt el 1º de octubre de 1937. Los demás países copiarían el modelo prohibicionista y lo importarían a sus propios territorios. 

La Argentina no quedó ajena a este impulso restrictivo. La ley 20.771, promulgada en octubre de 1974, establece en el artículo sexto que “será reprimido con prisión de entre uno y seis años el que tuviere en su poder estupefacientes, aunque estuvieran destinados a uso profesional”. Sin determinar qué se entendía por “estupefacientes”, esta ley, impulsada por López Rega e iluminada por la llamada “guerra a las drogas” que anunció Richard Nixon a finales de los ‘60 (y que luego tendría un impulso más vigoroso durante la década en el poder de Ronald Reagan), fue ratificada durante la última dictadura y llevó a prisión a varios consumidores que tenían en su poder uno o dos porros. En 1979, la Policía Federal había llegado hasta el punto de desarrollar un Manual Policial de la Toxicomanía, en donde buscaba ilustrar a los oficiales acerca de los efectos del consumo de algunas sustancias, siempre teniendo en cuenta el mantenimiento de la buena moral de la patria. La presente ley sería derogada recién en 1989, y suplantada por la actualmente vigente 23.737 que, como todos sabemos, determina en su polémico artículo 14 la pena de prisión de uno a seis años por posesión de estupefacientes y la pena de uno a dos años de prisión “cuando, por su escasa cantidad y demás circunstancias, surgiere inequívocamente que la tenencia es para uso personal”.

Nada debería estar prohibido

Dos casos particulares de dos miembros de la segunda encarnación de Los Abuelos de la Nada son responsables de la revisión de aspectos de las leyes de estupefacientes de nuestro país. Uno es el mítico caso de Gustavo “el Vasco” Bazterrica, quien fue víctima de una requisa en su departamento de Villa Ortúzar en agosto de 1981 por parte de la Policía Federal, los cuales buscaban la cantidad suficiente de drogas como para mandarlo preso. Apenas hallaron 3,6 gramos de marihuana y 0,06 gramos de cocaína, pero eso no les impidió demorar por 48 horas al Vasco en la comisaría 39. Defendido por Albino José “Joe” Stefanolo, el abogado del rock, el caso sentó un precedente que permitió revisar la inconstitucionalidad del art. 6º de la ley de 1974, el cual, según lo determinado por la Corte Suprema de la Nación en agosto de 1986, mezcla la “ética privada” con la “ética colectiva”, restringiendo las libertades individuales de todo ciudadano. Ya en la década del ‘90, su compañero de banda, un tal Andrés Calamaro, sufriría un infierno de iguales características luego de haber sido acusado de incitación al consumo por la frase “Me estoy sintiendo tan a gusto que me fumaría un porrito”, dicha frente a un público de 100.000 personas durante un recital de Los Rodríguez en La Plata.

Quizás por razones como estas el libro de Soriano se concentre, en sus últimos capítulos, en casos particulares de consumo de marihuana con fines paliativos o directamente vinculados a la superación de una grave enfermedad, algo que queda por fuera de toda suspicacia de más de un fiscal retrógrado. La marihuana tiene probados efectos positivos en diferentes dolencias, y hasta incluso hay investigaciones que prueban su capacidad para reducir tumores en enfermos de cáncer terminal. ¿No es acaso la legalización de su consumo en países tan cercanos como Uruguay o en lugares tan insospechados como el estado de California en USA los pasos lógicos frente a una demonización injustificada de una sustancia utilizada desde el principio de los tiempos? ”Los prejuicios se van derribando. Pero son ciclos lentos”, concluye Soriano. “Creo que si bien es valiosa la aparición de aquel libro de Alicia Castilla, Cultura cannabis (2005), mucho más trascendental es el aporte de la revista THC y sus cerebros, impulsores de las marchas por la despenalización. En los ‘70, Carl Sagan, el famoso astrofísico, creía que la legalización no tomaría más que un par de años, pero, lamentablemente, se equivocó. La planta es rehén de una sociedad con un pensamiento sobre ella moldeado en los conceptos de la ‘guerra contra las drogas’, que es un rotundo fracaso y una farsa. En México, murieron cientos de miles de personas por las disputas de los territorios del negocio clandestino de las drogas ilegales. Pero no se conocen muertes por consumo de marihuana, una planta que crece en un balcón y cuya flor se consume tal cual sale. Para sintetizar: puede que haya cambiado la percepción, seguro que cambió. Y, sin embargo, sigue comprendida por una ley sancionada en 1989, seis años después del fin de la dictadura. Estamos regidos por una ley antigua, persecutoria, que pone el foco en la seguridad y no en la salud. La sociedad va mucho más a la vanguardia que la ley, ese es el ruido que genera que se la desobedezca”.