“Es el show más importante de mi vida”, advirtió Fernando Ruiz Díaz cuando ya se encontraba en marcha la performance de Catupecu Machu. Antes de que el reloj que se encontraba en el fondo del escenario iniciara su cuenta regresiva, existían varias interpretaciones acerca de la actuación de la banda. La que manejaban los fans es que se trataba de un tributo a Gabriel Ruiz Díaz, quien luego de batallarla tras el accidente automovilístico que lo dejó inmovil en 2006, finalmente se despidió del plano terrenal el año pasado. 

Es por esto que entre el público se podían ver cartelitos artesanales invocando su nombre. La otra teoría es que lo que estaba por acontecer era la despedida formal de la banda, aunque algunos no sabían que se había separado o hibernaba. Entonces entraron en juego los escépticos y también los curiosos, que le hicieron frente al frío y se quedaron para comprobar por cuenta propia de qué iba la cosa.

Luego de dos horas y media de canciones, invitados y emociones encontradas, la conclusión que se pudo sacar es que la muerte de Gaby fue el disparador para un recital en el que los integrantes sobrevivientes de Catupecu Machu revisitaron el repertorio de la banda. Que si es el último o abrirá la puerta hacia otra dimensión, eso lo dirá el tiempo. O quizá Fernando. Lo cierto es que el grupo creado en Villa Luro pareció más vivo que nunca. Lejos estuvo de parecer una resurrección, a pesar de que hubo tintes casi biblícos a lo largo del show. 

Como cuando el mayor de los Ruiz Díaz, devenido en una suerte de apóstol encadenando un sinnúmero de parábolas, llegó a decir (en uno de los pasajes de la presentación) que sentía que su hermano por fin iba a poder ascender. O al momento de hacer “Metropolis negra”, en la que su rostro parecía perdido en una suerte de trance o de experiencia religiosa.

Justamente este es el rótulo que mejor define al show de cierre del Quilmes Rock 2022: experiencia religiosa. La ansiedad era tal que la ultimación de los detalles llegó a generar una pausa en el recital de Divididos, en el Escenario Rock. Además de “repatriar” al baterista Abril Sosa de Europa, tal como había avisado Fernando Ruiz Díaz, este momento sirvió para hacer las paces con muchas deudas pendientes. Como interpretar ellos dos (junto a una versión onmipresente de Gaby) su cover de “Plan B: Anhelo de satisfacción”, clásico de Massacre, al lado de Walas, su autor. 

O invitar a Sr. Flavio, uno de los bajistas que más influyeron en su hermano, para tocar una sorpresiva adaptación en clave de noise de “En los sueños”, en la que el frontman mechó algunos pasajes del disco El león, de Los Fabulosos Cadillacs. Hasta se orquestó el mejor pogo que se haya visto en “Dale!”.

Aparte de Sosa, Julián Gondell y Agustín Rocino se alternaron en la batería (los dos primeros protoagonizaron un tête à tête percusivo en la recta final del show). Y se fueron pasando las baquetas en “Secretos pasadizos”, “Dialecto”, “Entero o a pedazos”, “Y lo que quiero es que pises sin el suelo” y “Magia veneno”. Si bien en el guión de la segunda y última fecha del festival esta actuación de Catupecu Machu era el cierre anhelado, al menos para los organizadores, no fue la única lectura. Por ejemplo, un rato antes, mientras tocaba Divididos, parecía que las 50 mil personas que asistieron el domingo a Tecnópolis estaban concentradas ahí. También hubo expectativas con respecto a ese recital porque era el primero del power trío tras la muerte de su histórico mánager, Jorge “Killing” Castro. Pero la música todo lo cura y la Aplanadora del Rock desplegó su arsenal de canciones a lo largo de dos horas.

Si Airbag empuñó el Himno argentino el sábado, esta vez Divididos abrió su presentación con un video de 2016 en el que Ricardo Mollo interpretra el “¡Oíd mortales el grito sagrado!” junto a la Orquesta Filarmónica de Mendoza. Antes de que terminara, el músico aparareció en escena y arengó con sus manos al público, que quedó muy cebado. Lo que vino bien porque, como ya es costumbre, el grupo arrancó bien arriba. Esta vez lo hizo con “Cabalgata deportiva”, a la que le secundaron “Haciendo cosas raras”, “Casi estatua” y “Tanto anteojo”. 

Uno de los tantos rasgos maravillosos del trío, amén de su convicción por el rock, es su deseo por redimir a sus antepasados y contar su leyenda. Sucedió antes de “Salgan al sol”, donde Mollo explicó que se trataba de un tema de Javier Martínez. Previamente habían revisitado a Sandro con “Tengo” y más adelante a Pappo con “Sucio y desprolijo”.

Divididos. Foto: Rodrigo Alonso

Invocaron a Sumo con “La rubia tarada” (mechada con “Qué tal”), “Crua Chan” y “El ojo blindado”, tuvieron su insstante acústico a través de “Spaghetti del rock” y “Par mil”, y desplegaron su poder en “El 38”, “Ala Delta” y “Cielito lindo”. Mollo y Diego Arnedo fueron asimismo generosos con el baterista Catriel Ciavarella, dándole rienda suelta y protagonismo para dejar constancia de su talento. En contraste con esa energía, en el escenario de al lado, el Quilmes, y retomando lo de las diferentes lecturas de la fecha, Nathy Peluso hizo alarde de su potencia, al igual que de su coherencia. No hay dudas de que está próxima a convertirse en una versión argentina y mejorada de Gloria Estefan. Y la verdad es que trabajó mucho para ello. Sin levantar bandera alguna, más que la del arte, logró sintetizar, contemporanizar y teatralizar nuevamente la música. Un todo en uno que parecía extraviado, lo que la despoja de las etiquetas.

Lo suyo es tan deslumbrante como lo de Rosalía, por lo que pronto será otra argentina universal. Ya casi lo es, y sin la ayuda de Damon Albarn. Pero sí de colaboradores como Bizarrap, cuya sesión incluyó en su repertorio. De hecho, está más cerca de C. Tangana, del que versionó “Ateo”. Pero su cadarudismo, su falta de prejuicios o su brillantez aconteció al final de su presentación, cuando rescató “Vivir así es morir de amor”, sempiterno clásico de Camilo Sesto. Eso aúna a un sinnúmero de progenies, algo que quedó palpado en una performance en la que madres e hijas se unieron en torno al gesto de la reivindicación al cantante español. Peluso decodificó estupendamente el dramatismo que envuelve a esa genración de baladistas hispanos: evidencia ese martirio en sus canciones y hasta en su performance. Esa rosa entre los labios, antes de encarar la salsa “Puro veneno”, versa sobre eso.

Bien sea a punta de guaguancó, de trap, de R&B o de pop, Nathy Peluso es ya una marca registrada. Al igual que Richard Coleman, quien se mandó un recital muy bueno en el Escenario Claro. Atento a la circulación plurigeneracional, el músico armó un repertorio bien diseñado en el que presentó una síntesis de su obra, desde Fricción hasta Los Siete Delfines, pasando por su reciente material solista. Y la dejó picando con “Lago en el cielo”, cover de Gustavo Cerati. 

Los que hicieron otra versión en el mismo lugar, aunque esta vez junto a su creador, fueron los Bandalos Chinos. Con Emmanuel Horvilleur cantaron “Llamame”, en un show transitorio hacia su nuevo disco. Mientras Turf la rompía en la tarde y Guasones a la noche, el Escenario Geiser se coronaba como la sensación del festival. Aparte de los hermanos Vitola, Barco y Pels, Los Brujos (pogo incluido) lo dejaron en claro. O más bien enardecido. 

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