Una de las cosas que la pandemia nos dejó es el descubrimiento de que podemos vivir con menos. Que nuestra supervivencia en el mundo depende de cosas que antes no pensábamos ni considerábamos. Que podemos sobrevivir al despojo de tantas creencias y certezas, y que la vida psíquica encuentra los modos de reponerse... algunas veces, en parte, y a lo largo de un cierto tiempo. Que la existencia que nos toca admite varios comienzos, no uno solo; y que los finales que la atraviesan son ocasiones mayoritariamente abruptas. Inesperadas. Brutales.

Nuestra capacidad de previsión es hoy tanto más acotada. Incorporamos --podemos decir-- ese aprendizaje. Nuestros hijos descubrieron también que nuestra palabra es tanto más frágil y un pobre reaseguro de los terrores que visitan siempre la infancia. Venimos observando a la omnipotencia adolescente contentarse con la transgresión y el desafío. O erigirse, en ocasiones, con un poder de desmentida y negación mayor que la que acostumbraba poseer hasta el 2020.

Es más evidente, de este lado del tiempo que separó la vida de antes y la de ahora, que las catástrofes naturales son también sucesos políticos. Wislawa Szymborska lo escribió en un poema polaco, hace ya varios años, un poema llamado “Hijos de la época”, pero ahora ese descubrimiento es parte localizable de nuestra biografía. Un punto situable en nuestro espacio psíquico personal, no únicamente en las teorías. Me refiero a esa distancia que se anula bruscamente cuando las cosas que pasan son también las cosas que nos pasan.

Tendemos a tomar rápidamente a la incertidumbre como algo nocivo, problemático para el psiquismo, pero basándonos en la propia vida, y en la clínica, sabemos que no es así. Que las certezas suelen ser mucho más aplastantes algunas veces. Diría, ahora que lo pienso, que el problema mayor no es la incertidumbre (a excepción de que la misma arrase en todos los espacios, o que no se vea amortiguada por algún punto de apoyo), sino la vivencia de sin-sentido. Es del sin-sentido que algunos no se reponen, es frente al sin-sentido que en ocasiones no podemos dar batalla.

¿Cómo es vivir en un país que nacemos y morimos endeudados? ¿en una ciudad en la que no hay ni habrá trabajo? ¿en un pueblo que se desintegra porque cierra una industria que lo sostenía? Los suicidas del fin del mundo, libro de Leila Guerriero que es una crónica, un relato de no ficción, no es apenas literatura. O --diría-- desde su lugar de literatura ilumina historias verdaderas, biografías verdaderas y verdades humanas. Los suicidas del fin del mundo transcurre en la ciudad de Las Heras, en la provincia de Santa Cruz, sitio perdido de los mapas y de los registros, que podrían haber hecho de esa seguidilla infernal de suicidios algo en lo cual detenernos. Leila Guerriero nos lleva hacia allí, nos vemos arrastrados por el viento Sur junto a ella, y asistimos al páramo de la desesperanza y de la desesperación. Pero también a la naturalidad con la que podemos vivirlas, y morir en ellas.

Los suicidas del fin del mundo habla de una pequeñísima ciudad, una porción ínfima de nuestro territorio, y sobre personas que saben muy bien lo que significa no contar. ¿Podemos leer ese libro, o ese título incluso, desde nuestro propio fin del mundo global? No se trata de ponernos dramáticos pero sí se trata --espero-- de leer en detalle qué es el sin-sentido. Y cuales, variadas muertes nos depara, a veces.

¿Qué hacemos los sujetos humanos con el saber? ¿qué destinos puede sufrir el tenerlo o el no tenerlo en absoluto? ¿qué define que haya márgenes de incertidumbre soportables? ¿Cómo vivir sin la mínima confianza en que algo de sentido dotará de saber y de vida (o de un saber vital podemos decir también) al presente y al futuro en el que nos toca existir?

Estas preguntas forman el hilo de la pluma sobre la hoja, son el ánimo que me impulsa a escribir y contienen muchas de las inquietudes que me acompañan en el último tiempo. Las preguntas acerca de la certidumbre y el sentido; por el saber, la convicción y la certeza. Por el enigma y el vacío. Acerca de la realidad, la verdad y la ficción. Es decir, los diversos modos en los que el saber, en sus presencias y ausencias, con sus vaivenes, matices y vacilaciones, se inscribe en la psique humana.

Podemos vivir con menos. No podemos vivir sin sentido.

Me gusta, creo --en especial--, eso de poder alumbrar un modo de habitar el saber sin volverlo signo de patología. Escribo esto en estas páginas que solemos escribir y leer quienes formamos parte del campo de la salud mental en la Argentina, “sabiendo” que eso es justamente lo que tantas veces hicimos y hacemos. Afortunadamente ya no tantas.

Y es que hay saberes habitables y compartibles, otros íntimos y muy personales; y saberes que nos desalojan, nos arrojan al exilio, o a la diáspora, pensando que habrá alguna vez el paraíso perdido, o la tierra prometida, depende si la versión es pasada o futura. Yo me quiero referir aquí al presente. A los modos en los que somos capaces de habitar el presente. Porque hemos perdido gran parte del pasado y el futuro que solíamos tener, pero nos queda el presente, mucho o poco, el presente. Puede ser muy “irracional” abandonar las certidumbres, tanto las que nos protegen como las que nos aplastan. Pero es muy liberador también. A veces es el modo de hacer del lugar común, un lugar propio.

Volvamos al sin-sentido. Hay veces en las que el no sentido es la mortaja con la que se trama toda una vida, cristalizando la existencia en estado crónico de desesperanza, como si la vida se redujera a un permanente batallar por la supervivencia; y están los derrumbes catastróficos de sentido, esos acontecimientos de puro trauma.

El sinsentido es --en esas ocasiones-- lo que le da estatura a todo. Otras, el prólogo de una disolución. O una maniobra al filo de algún abismo.

El psicoanálisis nos muestra que el saber no está antes. Viene después, en apres-coup, marcado, invariablemente por al menos dos tiempos. Es desde algún presente que habrá una historia que podamos saber.

Habitar el saber es siempre una conquista personal (no hay don posible, y por eso el psicoanálisis no es pedagogía). Entre lo que sabemos y querríamos no saber (por ejemplo, que el mundo es desigual, patriarcal y en riesgo de extinción muy posiblemente), y lo que quisiéramos saber pero tenemos vedado, allí, en esa zona intermedia nuestra experiencia inventará --en el mejor de los casos-- algún saber un poco roto, un poco agrietado o cascado, pero que valga la pena.

Una vivencia de irrealidad acompañó mi experiencia personal y mi trabajo clínico desde el inicio de la pandemia, sobre todo durante el primer año. La experiencia pseudo-onírica de una realidad inasimilable, que exigía enormísimos esfuerzos a los que entregarse sin solución de continuidad, sin preparación alguna. El descubrimiento concreto y personal de la precariedad de nuestras instituciones y de nuestra cultura ante la vivencia de catástrofe mundial. La provisoriedad, la inermidad, y el derrumbe de aquella naturalidad con la que dábamos por sentado todo. El mundo puesto en suspenso sin orilla clara de la que sujetarnos, sin horizonte preciso por ningún lado. Una púber en esos tiempos, con dos duelos impensados encima, me decía: antes esa frase que dice que siempre puede ser peor era eso, una frase. Ahora sé que es así. Me pasó, tal vez no deje de pasar nunca: siempre puede ser peor. Piera Aulagnier escribe que hay dos principios básicos de causalidad en la vida psíquica de todo sujeto, necesarios para que el funcionamiento psíquico tenga sentido: la causalidad demostrada y la causalidad interpretada. Son dos maneras de leer el mundo y la experiencia en él, y nuestras intervenciones pueden sostenerse siempre y cuando nosotros, como analistas, seamos capaces de diferenciar esos dos momentos en el interminable trabajo de cada sujeto por construir sentido. La pandemia nos encontró a analistas y pacientes compartiendo el mismo estado de conmoción psíquica de nuestras causalidades propias --las más íntimas y personales-- y las compartidas. El yo (je) para Piera es ese aprendiz de historiador condenado a investir el propio cuerpo, su existencia psíquica y el mundo; y a establecer nexos de causalidad. Mucho, mucho antes aún, Spinoza construyó su ética privilegiando la causalidad y situándola como fundamento del pensamiento y de la existencia.

Ha sido y sigue siendo un desafío, por ejemplo, intervenir con pacientes que yo denomino “negacionistas”, definición que ellos seguramente no compartirían. Intervenir sobre la base de un principio de causalidad “demostrada” que no comparte sus mismos cimientos. Ello a mí, como analista, me ha enfrentado a fuertes dilemas. ¿Qué sucede cuando lo demostrado para cada uno de nosotros puede ser algo distinto, cuando esa tierra en apariencia firme y común ya no es la que era? Me ha sido útil volver a la diferencia que Silvia Bleichmar sostuvo entre autoconservación y autopreservación. Lo segundo puede entrar en colisión con lo primero, y ponerlo en jaque. Me ha tocado diferenciar, incluso, en cada caso, qué es trabajable en cierto momento, y qué no. Y evaluar en cuáles medidas era posible emprender ese trabajoso pasaje de una causalidad que soporte reconocer lo interpretado en lo “supuestamente” demostrado; y que ponga el saber en relación a los cuidados comunes, colectivos, que un tiempo histórico determinado nos convoca a sostener.

Vivian Gornick plantea que no alcanza con saber, no es suficiente ubicarnos como orfebres de discernimientos, si no somos capaces de apropiarnos de la experiencia, de asimilarla.

Nos sigue convocando eso: el arrojo a la aventura de hacer de los saberes, de nuestras incertidumbres y sin-sentidos historia, no destino.

Lila María Feldman es psicoanalista y escritora.