Parecía que iba a ser la marcha de los libros, pero fue más que eso lo que aconteció el martes (mientras escribo me pregunto si es justo hablar en pasado): fue la marcha de los carteles.

¿Será que las palabras también marchan y abren caminos? ¿Será que el saber popular se escribe en la piel y en cartones, será que la superficie de la escritura se extiende a las calles, se improvisa y se escribe a mano alzada, y a cuerpos alzados se sostiene?

La consigna era llevar un libro y sostenerlo en alto. Hicimos algo más, algo mejor: escribimos. ¿Será que la educación pública y la educación sentimental que las universidades nacionales representan es muy en particular la que nos atreve a tener palabras propias? ¿Será que el saber popular hizo y hace pie en las universidades pero las desborda y excede? Si la universidad ha hecho y hace su trabajo es porque el saber no es propiedad de las academias ni para las academias.

Es para la gente de a pie, para llevarlo en alto y que se encarne en la historia de cada quien, atrevido, corrosivo, crítico.

Los carteles son el territorio vivo del pensamiento crítico (antagonía bella y descomunal del adoctrinamiento).

Un señor dijo un discurso tras un escritorio el lunes. Ayer las calles tomaron la palabra, la hicieron brillar en carteles, la levantaron como se levantan las banderas que importan.

Se cantó el himno en un momento. Hubo libros, sí, pero lo que se apoderó de las palabras fueron los carteles.

Vamos a seguir escribiendo la Historia. Nos formamos en la universidad pública.

Una marcha es un gran cuerpo enorme que compone potencias impensadas.

Sean eternos esos carteles. Los supimos conseguir.