-Es que vos leés muy bien- había dicho la Señorita Nora, en tercer grado.

En realidad, yo no quería leer otra vez; quería vestirme de dama antigua y que me hicieran bucles, como a mis compañeras. Ellas se veían hermosas con sus trajes alquilados o prestados. Les pintaban los labios y les ponían peinetones y mantillas. Yo debería ir de guardapolvo. Otra vez. No subiría al escenario: desde abajo, leería el guión del acto. Otra vez.

-Sos la más importante- dijo la maestra, mientras miraba a mi mamá con ese tono de complicidad que los adultos creen que los niños no saben escuchar.

Yo lloriqueaba: no había importancia ni buena dicción que pudieran contra esos trajes de muñeca. Pero a mi madre le bastaba el argumento, y ponía en remojo dos cintas blancas de raso. “La más importante” llevaba dos moños blancos en las colitas, delantal de tablas firmes como columnas y los pies enfundados por un par nuevo de medias tres cuartos, blancas, impolutas, bajo las guillerminas fulgurantes.

Viéndolo en retrospectiva, resulta que algo de verdad había en la apreciación de la Señorita Nora. Con ocho años, yo leía bastante bien, pero también ocurría otra cosa, de la que no era del todo consciente: no era lo suficientemente rubia para descollar en las tablas del escenario principal de la Escuela como Mariquita Sánchez de Thompson, Remedios Escalada de San Martín o una de aquellas anónimas que decoraban maridos con nombres de calles. Por aquellos años, las mujeres de mayo sólo habían cantado el himno o cosido banderas. La Teniente Coronel Juana Azurduy, o la Sargenta Mayor María Remedios del Valle tardarían más de veinte años en aparecer como parte de la historia que se da en las escuelas.

Tampoco era -al parecer- lo suficientemente morochita como para cubrir el rol de vendedora de delicatessen coloniales. Alguna vez, en jardín de infantes, había desfilado luciendo el efecto del corcho quemado en la cara, pero ahora, mis supuestas condiciones de relatora me negaban la posibilidad de un buen candombe, o de lucirme promocionando pastelitos.

Peor suerte, creo, corrieron una vez un par de compañeros varones, que lejos de sables y morriones, debieron dar vida a un par de árboles que dialogaban en una hipotéticamente lluviosa Plaza de Mayo de 1810. Recuerdo que, con la cara enmarcada por tronco y follaje de una especie vegetal incierta, uno de ellos exclamaba: “Con este día, ¿quién va a querer venir a la plaza?”. Pero, a pesar del chubasco, allí estaban, unos segundos después, Laurita y sus rulos en media cola, sonriéndole a un Juan José Paso de poco más de un metro. Él, con la galera hasta las cejas y ahogado en un jabot, le daba la mano a Lili, otra damita encantadora, esforzada en levantar vestido, pollerín y miriñaque para que no se lo pisen French y Berutti. A un costado, parada durante toda la escena, una Patria de cabellos amielados y acolchado gorro frigio esperaba su pie para romper, bien en alto, las cadenas de papel dorado que colgaban de sus muñecas.

En cada ocasión, con arrepollada escarapela in péctore, yo leía mis líneas, mecanografiadas en papel blanco y pegadas sobre cartulina celeste. La señorita Nora pensaba en todo.

Mazamorreras y vendedores de velas desfilaban debajo del escenario, siempre debajo, claro, ofreciendo su mercancía a un pueblo compuesto por todos-los-que-quedaban. Ajenos a esa supuesta curiosidad que le atribuían Billiken y Anteojito, los vecinos de aquella colonia de cartapesta no tenían el menor interés en saber de qué se trataba. Lo mismo les daba que en el escenario estuviera declamando Castelli, que Cisneros se plantara, o que Saavedra clavara en la memoria de Moreno su célebre INRI: se necesitaba tanta agua...

El asunto, para algunos, era el show: poder ver a las más lindas allá arriba, amándolas o envidiándolas, ya tan inalcanzables, molestar al compañero aguatero o farolero, invariablemente descalzos, o esperar a que todo terminara para abalanzarse sobre los pastelitos y la mazamorra. Los dulces y el chocolate no eran de utilería, pero eran pocos.

Hoy tengo la sensación de que la Señorita Nora había logrado adelantarse a la fórmula que tantos éxitos viene cosechando: encajes y brillos al centro de la escena, arriba, bien al frente. Abajo, un auditorio que mira embobado mientras otros pugnan por una migaja. En el medio, más cerca de los últimos que de los primeros, alguien que dice, prolija y cadenciosamente, lo que le mandan decir. (Algunos, quizás, un día logren calzarse la galera o el vestido de seda, pero esa es otra historia).

-Pero mirá que sos jodida, che -dice mi madre-. Sin vos, esos actos nunca hubiesen salido tan bien. ¡Me lo dijo la maestra! Nadie leía así como vos. No se hubiera entendido nada. Los de abajo capaz se hubieran subido al escenario, las pobres nenas con esos trajes, quién sabe, mirá si se los estropeaban. Se les hubiera caído el cabildo ese de cartón en la cabeza, un despelote. Vos eras muy importante.

 

-Vos no tenías ganas de renegar con los trajes, mamá. Dale, tomate el mate que le cambio la yerba.