Todo proceso se conforma de aciertos y fallas, de logros y caídas, de avances y retrocesos. La atmósfera coyuntural suele devorarse la amplitud de la historia y, hoy más que nunca, triunfa la inmediatez. El resultado frío, entonces, va a decir que Sebastián Báez quedó eliminado en la segunda ronda de Roland Garros después de tener un match point ante Alexander Zverev, el número tres del mundo, en un partido de cinco sets y casi cuatro horas. 

Zverev me dijo que le pasó lo mismo en la final del US Open y que me servirá para aprender y crecer de cara al futuro", reflexionó, todavía en caliente, un Báez que acababa de perder 2-6, 4-6, 6-1, 6-2 y 7-5 después de tener a su rival contra las cuerdas. Como le sucedió al alemán en aquella definición en Nueva York, el argentino de 21 años tomará la información necesaria para seguir adelante en el proceso.

Pieza clave de la nueva generación del tenis argentino, Báez llegó a codearse con este tipo de jugadores en los mayores escenarios después de sortear varias espinas: el año pasado descolló con seis títulos Challenger pero debió empujar de más para vulnerar la puerta al top 100. Nadie lo invitó a los torneos, ni siquiera los organizadores de la Argentina. Nadie lo apoyó por fuera de su gente. "Me enorgullece que nadie nos haya regalado nada; todo lo logramos con nuestro esfuerzo, sin mucha ayuda", dijo semanas atrás.

Para llegar a la Philippe Chatrier, el mayor estadio del mundo en torneos sobre ladrillo, es necesario respetar cada etapa del proceso. El equipo Báez, en ese sentido, propone una filosofía de constante de trabajo y sacrificio cuyos dividendos están a la vista. No por nada Sebastián Gutiérrez, su entrenador, es una de las personas más importantes de su vida.

Hombre bisagra en Desarrollo de la Asociación Argentina de Tenis durante la gestión de Daniel Orsanic, a quien también asistió en la mítica conquista de la Copa Davis en 2016, el coach acompañó a Báez en cada avance desde que lo conociera en 2015: la conquista del Orange Bowl; el epílogo de su carrera junior, con el número uno incluido; la transición al profesionalismo; la infinidad de batallas en el sinuoso terreno de los Challengers; su primera conquista ATP; y, ahora, la convivencia en la elite, en los grandes estadios, como parte de ese mismo proceso.

Porque emerge un mensaje, una narrativa más presente en el plano espiritual, que apenas vislumbrado se fagocita los fríos números del resultado. Se puede ganar, se puede perder, se puede cruzar o no la fina línea entre el triunfo y la caída. Esa línea que, en el tenis, deporte de exactitud casi por excelencia, se vuelve mucho más angosta. Un match point puede entrar o salir por pequeñísimos milímetros. La devolución de Báez salió, por muy poco.

El tiro abstracto, sin embargo, es por elevación. "La victoire appartient au plus opiniâtre (La victoria pertenece a los más obstinados)", sentencia uno de los grandes aforismos de Napoleón, reflejado en una de las tribunas del estadio en el que Báez demostró que, acaso con victorias y derrotas, puede pertenecer al ecosistema en el que conviven los mejores.

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