El francés ocupa en mi vida un lugar complejo, está cargado de pasiones. De chica quise aprenderlo porque a mi madre le había sido negado. Hija de franceses, sus padres cambiaron de lengua al tercer hijo. Mi madre era la octava. En lugar de hablar francés con la familia, mis abuelos pasaron al español, hablando francés solo entre ellos. Yo quise recuperar esa lengua materna, para que mi madre, al igual que mi padre, tuviera dos lenguas. Ser monolingüe parecía pobreza.

El francés cobró nuevo ímpetu en mi vida cuando empecé a estudiar literatura francesa. Me deslumbró una profesora, apenas diez años mayor que yo. Era infeliz en su matrimonio, o por lo menos así decían. Adapté mis gustos literarios a los suyos: Racine era mejor que Corneille, Proust más interesante que Gide. Adquirir esta última preferencia fue difícil, como más tarde fue arduo pasar, también a causa de una mujer, de preferir perros a preferir gatos, pero el amor lo puede todo. Fue difícil porque secretamente me reconocía más en Gide: en su protestantismo, en sus interminables debates morales acerca de una sexualidad que yo adivinaba ser la mía aunque no estaba del todo segura, en la eficacia de ciertas frases suyas aprendidas de memoria, a modo de talismán, que aún, con mayor o menor exactitud, recuerdo: “Chacun doit suivre sa pente, pourvu que ce soit en montant”. Proust no apelaba a mis preocupaciones éticas de adolescente de la misma manera.

Mi profesora de francés quería practicar inglés, me sugirió que intercambiáramos lecciones. Yo iba a su casa dos tardes por semana, cuando estaba sola. Sus hijos, todavía pequeños, estaban en la escuela. Hacíamos resúmenes de libros que habíamos leído, conversábamos, ella necesitaba perfeccionar su ortografía y me pedía dictados. Recuerdo una vez que abrí al azar el libro que ella estaba leyendo y empecé a dictar un párrafo cualquiera, sin fijarme demasiado en el contenido. Solo recuerdo que al llegar a una frase que decía que el protagonista “gave a low, sexual laugh”, o algo por el estilo, me turbé, pero logré seguir adelante. Tenía miedo de que se diera cuenta de algo, que pensara que había elegido el pasaje a propósito. Siempre pensé que ese libro era Tono-Bungay de H. G. Wells, no sé bien porqué. Hasta el día de hoy no he localizado aquella frase.

Llegó el día en que mi profesora anunció que se marchaba de la Argentina. Su marido, empleado consular, había sido trasladado a Istambul. Dimos nuestra última clase de conversación, luego llegó el marido, me ofreció algo de tomar, y se me fue la bebida a la cabeza. En el momento de despedirme, no supe qué decir, torpemente estreché manos, formalmente y en silencio. Esa noche dormí mal, lloré. Me sorprendió mi madre, a quien solo le dije que estaba triste porque no me había despedido como correspondía de Madame X. Al día siguiente mi madre apareció con un par de juguetes. Son para los chicos, me dijo, lleváselos, decile que ayer te olvidaste. Así podés darle a Madame X el beso que no le diste.