Julio César Campopiano, Federico Furth, Armando Archetti, René Castellano y Hugo Demetrio Castro son cinco nombres que bien pueden resultar desconocidos para cualquiera que lea estas líneas. Pero estos cinco son reales y cada uno contiene historias, recuerdos, dolores, alegrías pero también un destino común. Ahora se suman a otros 102 nombres que, como ellos, fueron identificados en la fosa común que quizá sea la más grande de la Argentina y que se conoce como Pozo de Vargas, un pequeño descampado ubicado a unas sesenta cuadras del centro de la capital de Tucumán. Allí los genocidas pretendieron ocultar para siempre sus aberrantes crímenes. Un intento que fracasó ante la tozudez popular y permanente de la memoria, la verdad, la justicia y la lucha de los familiares de las víctimas.

Como desde hace quince años, el meticuloso trabajo que realiza el Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán (Camit) permite el rescate de cada vez más restos humanos que luego identifica el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF). Ya llevan 107 identificaciones que dan cuenta de la magnitud de los crímenes de la dictadura y son las pruebas que condenan a los genocidas en los juicios que se están realizando en Tucumán.

Por caso, esta semana el responsable del Camit, Ruy Zurita, llegó al juicio oral de la causa Operativo Independencia con la identificación de 17 detenidos desaparecidos encontrados en el Pozo de Vargas. El famoso operativo comenzó en febrero de 1975 y se diluyó una vez dado el golpe.

Las 17 identidades confirman que aquel operativo fue el laboratorio de la represión sistemática que luego se abatió sobre todo el país. Y en las dos etapas, el Pozo de Vargas siempre estuvo activo.

Como afirmó Zurita ante los jueces, el Pozo “sigue aportando información sobre las prácticas genocidas a escala local y regional”. Un dato que corporiza el plan sistemático porque muchos de los identificados provenían de otras provincias donde habían sido detenidos y trasladados al centro clandestino más importante que funcionó en Tucumán, el entonces Arsenal Miguel de Azcuénaga.

Víctor Ataliva, también del Camit, avanza un poco más cuando afirma que el Pozo de Vargas “condensa la historia social y política” de Tucumán porque aparecen trabajadores ferroviarios y del mundo azucarero y el surco, de militantes políticos y sociales, de estudiantes, docentes y egresados de la universidad, entre otros. “Queda claro cuáles fueron los sectores sociales que las fuerzas genocidas arrasaron y el plan de exterminio sistemático llevado a cabo a escala regional.”

Ese centenar de identidades que salen a la superficie tienen sus historias en la lucha por los derechos humanos en Tucumán. Allí encontraron a la familia Rondoletto donde Marta, la única sobreviviente, siempre pensó que su familia había sido asesinada en el Arsenal porque se creía que en las zonas más alejadas de esa guarnición militar se cremaban los cuerpos de los desaparecidos. También a Luis “Lucho” Falú, hermano del músico Juan Falú, y el vicegobernador de la provincia al momento del golpe, Dardo Molina, o el senador provincial Guillermo Vargas Aignasse, por quien fue condenado por genocida a Antonio Domingo Bussi.

Hace un par de días, Celia Campopiano, que trabaja en los Tribunales Federales de la provincia, llegó a un bar céntrico de Tucumán donde la había citado Diego Argañaraz que trabaja en el EAAF. De a poco y con mucha cautela le confirmó que habían encontrado a su hermano Julio en el Pozo de Vargas. Celia casi ni pudo oír las palabras de Argañaraz que se diluían mientras crecían los recuerdos de su hermano, los pulóveres que su madre, Adelaida “Pirucha” Carloni de Campopiano, le tejía a la espera de que algún día Julio regresara, o cuando Pirucha se puso el pañuelo blanco para dejar de ser solo su madre y, como Celia dice, “convertirse en Madre de Plaza de Mayo, en madre de todos”.

Celia no pudo controlar sus lágrimas, ni siquiera el abrazo contenedor de Diego las evitó. Y es que entre todos esos sentimientos estaba también el recuerdo de aquel 21 de octubre de 1976 cuando Julio César, con apenas 17 años, caminaba por una calle de la zona oeste de la capital tucumana buscando información de su hermano Gustavo, que había sido detenido. De repente un auto de color blanco se detuvo a su lado y una patota lo secuestró. Gustavo apareció a los pocos días pero Julio nunca más. Pirucha comenzó una búsqueda incansable de ese hijo que era poeta, que recibió un premio en un concurso internacional que se realizó en Francia mientras estaba secuestrado y que también quería ser periodista. Con los años y el testimonio del ex gendarme Antonio Cruz supo que Julio murió de tétanos, fruto de las heridas por las tortura a las que fue sometido en el Arsenal. Eso no la detuvo porque, como dice Celia, ya no solo era la madre de Julio y todos los jueves caminó alrededor de la plaza Independencia, esa que tiene en su centro a la estatua de la libertad que realizó Lola Mora y que le da la espalda a la Casa de Gobierno que, en el año que secuestraron a Julio, habitaba el genocida Bussi.

Pirucha se murió sin saber que su hijo estaba en el Pozo. Las veces que habrá hablado de ese lugar porque entre los que militaban en los organismos de derechos humanos se sabía de su existencia. Celia, en cambio, le pidió años atrás a Diego Argañaraz, como quien lanza un pedido al cielo, que encuentre en el Pozo a su hermano.

Pirucha ya no está. Tal vez, como escribió en uno de los poemas que le dedicó a Julio, está “sólo tu alma junto a la mía / Duerme... hijo mío / Yo te acunaré con ternura / La venganza de los hombres / No acabará con tus días...”.