“La ilustración es una forma de relacionarme con el mundo y, entonces, es inevitable que haya un poquito de mí en todos los personajes de mis trabajos”, dice la ilustradora española Ana Juan y con un lápiz negro, en una cafetería de Palermo, traza dos líneas que podrían ser una rama, un vestido, una mirada. Que podrían ser casi todas las cosas de este mundo. De paso por Buenos Aires para presentar el último volumen de la Trilogía del Mar del Norte, hablará de sus dibujos, de las muchas tapas que diseñó para revistas como The New Yorker o Babelia, de afiches, de una exposición revolucionaria, de sus tiempos en la prensa y de treinta años de labor profesional que comenzaron en una casita baja de un barrio de Valencia.

El lápiz va y viene. Algunas veces deja una estela negra, pero otras no: apenas sobrevuela. En cambio, siempre suena como si exhalara un suspiro ronco, seco. Hace frío esta mañana porteña y Ana Juan cuenta de una bronquitis que la persigue con insistencia mientras, ahora, entre las líneas aparece una raja que podría ser un ojo o un temor. “Yo no soy una persona virtuosa en lo absoluto –dice y lo repetirá varias veces–. Técnicamente, tengo mis problemas porque aún hay muchas cosas que no puedo contar como quisiera. Por eso, creo que mi estilo no es más que el resultado de intentar superar todas esas carencias buscando caminos diferentes”. El Premio Nacional de Ilustración de España en 2010; tres medallas de Plata y dos de Oro en la categoría de ilustración de la Society of Newspaper Design consecutivas entre los años 1995 y 1999; y el premio Ezra Jack Keats de 2004 se amontonan entre sus muchos reconocimientos. La ilustradora realizó, además, más de 20 tapas para la revista The New Yorker, de la que es una de sus principales ilustradoras, entre ellas Solidariteìe, con ocasioìn del atentado terrorista en la redacción de Charlie Hebdo en enero 2015. 

Porque la prensa es un universo que conoce bien. Apenas graduada en Bellas Artes por la antigua Escuela Superior de Bellas Artes de Valencia y con 20 años, si es que los tenía, dejó la casa con limonero sobre una calle serena en la que creció para sumarse al tren bala de la movida madrileña de los años ‘80. “Tuve oportunidades y las aproveché”, sintetiza. Pero el recorrido fue más complejo y sorprendente, sobre todo para una chica que, en poco tiempo, ya colaboraba en un universo de hombres: las publicaciones Madriz y La Luna o los diarios El País y El Mundo. “¡Pasaba todo en Madrid! Había muerto Franco, todo el mundo era de lo más moderno, aquello era muy divertido, y nosotros, con la arrogancia de la juventud, nos creíamos que todo era posible”, recuerda ahora y se ríe con ganas. Mientras la capital española hervía de libertad, ella esperaba en su piso la llegada del cadete que le enviaban los periódicos. “El mundo de los dibujantes de prensa estaba en las redacciones. Ellos trabajaban ahí mientras que yo lo hacía desde mi casa. Me mandaban el texto con un mensajero, lo leía y hacía la imagen en cuestión de un par de horas. Luego, volvías a llamar al hombre de los recados que pasaba a retirar la ilustración”, narra y se interrumpe con cara de estupor: “Ahora mismo, no me explico cómo, pero aquello ¡funcionaba! Muchas veces lo pienso y me pregunto cómo podíamos trabajar sin internet o sin ordenador, solamente con papel y tinta”, dice.

Ana Juan dice que aquellas jornadas de vértigo le dieron un entrenamiento para ver las ideas con rapidez. Y también para aceptar otras miradas, pedidos, interpretaciones. Algunas veces tiene días para ilustrar una tapa; otras, apenas un par de horas. Hace tiempo, contó a El País: “Cuando sucedió el atentado en Londres, me llamaron para que enviara algo ese mismo día y luego no lo publicaron. Estas son las reglas del juego y yo las acepto. Si no las aguantas, mejor no participes porque son peculiares”. De todos modos, no son tantos los trabajos nonatos desde sus primeros pasos en esa publicación en 1995: la Torre Eiffel con forma de lápiz sobre un mar rojo, que también dibujó a contrarreloj, quedó en la tapa de la edición de enero de 2015. Su perfil nocturno de la ciudad de Nueva York con las ausentes torres Gemelas reflejadas sobre el río en septiembre de 2011. Un soldado que apunta con el lente de una cámara fotográfica en abril de 2003. 

Ana Juan trabaja en un estudio que funciona en su casa de Madrid. A pocos metros, su pareja, el dibujante y autor de cómics alemán Matz Mainka, hace lo mismo en otro espacio. Dice que no tienen una rutina porque los viajes, las campañas de promoción o los compromisos la desarman en cuanto consiguen ponerla a funcionar. Pero, en todo caso, el lápiz se pone en marcha luego de hacer un poco de deporte por las mañanas para que las horas frente al tablero sean menos difíciles. Así, a cuatro manos pero desde habitaciones distintas, compusieron los libros de la Trilogía del Mar del Norte (Edelvives), una saga de historias con evocaciones tradicionales e ilustraciones vibrantes, sombrías, inquietantes. La saga nació en 2009 a pedido de la editorial japonesa Kodansha. “Pensamos en contar cuentos, empezamos a buscar hipotéticas leyendas olvidadas y las plasmamos de forma que parecía que sí habían existido, aunque los acontecimientos posteriores a la Primera Guerra Mundial las habían llevado al olvido”, dijo varias veces. Semanas atrás contó en España que le gusta pensar esta dupla con su pareja como unos renovados Hermanos Grimm “de pacotilla”. Y ahora se ríe. Con energía. 

Pero los libros no son alegres. No es ese su territorio. Ella misma las definió como “historias de amor y fantasmas”. Situadas en algún lugar de las germano danesas Islas Halligen, y en algún momento impreciso de la Gran Guerra, estas tres historias, Promesas, La isla y Hermanas, se proponen como supuestas leyendas centroeuropeas que, en realidad, no lo son. Pero podrían serlo. Cada historia, en la que se imbrican paisajes desoladores, personajes perturbadores y situaciones terminales, explora un lenguaje común así como detalles de particularidad. Ana Juan explicó los secretos de este trabajo al sitio especializado Un periodista en el bolsillo: “En Promesas, una historia de amor y olvido, la técnica utilizada es muy sencilla: lápiz carbón sobre papel, reservando el acento de color para los tatuajes en rojo dándoles así una identidad propia. Utilizando el color rojo como un elemento más en el lenguaje de la historia”. Por su parte, en La isla, “lo más importante era potenciar el ambiente frío, opresivo y solitario de una isla en mitad de la nada. Para ello escogimos colores que se fundiesen en una grisalla que cercase a unos personajes sin futuro, enjaulados en una isla deshabitada. También hay algún pequeño acento de color pero siempre intencionado”.

Hermanas es el tercer libro, el que presenta ahora en Buenos Aires. Cuenta la historia de unas gemelas que nacen unidas por sus cabellos rojo-fuego, “enredados como fuertes raíces”, dicen los autores. De amor y de traición va el asunto. Y de muerte, claro. “Detrás de cada una de estas historias, siempre hay un pequeño germen, una foto, una situación. Y, a partir de ahí, normalmente Matz procura construir el argumento mientras yo trabajo con las imágenes”, dice  mientras el té se enfría en esta mañana otoñal y brillante. Según parece, de todos modos, los terrenos tienen fronteras permeables porque también ella aportó elementos a la historia y Mainka comenta y corrige las ilustraciones. “No hay rivalidad entre nosotros y nadie intenta imponerme algo. Por el contrario, hay mucho diálogo y, poco a poco, podemos ir construyendo una historia”, completa.

De ojos profundos como un pozo misterioso, rulos prolijos de color azabache, y ropas oscuras, esta valenciana que nació en 1961 perfectamente podría haber sido ilustrada por ella misma. Pero no, Ana Juan dibuja ahora, rasgando con la mina del lápiz inclinada, trazos anchos que dan cuerpo al ala de un ave. Un ave de mirada torva. Inquisidora. Cuando haya cumplido con su frenética agenda argentina, retomará el trabajo para el libro que elabora con el escritor francés Sebastien Perez . Hace poco, ella terminó la ilustración de uno de los cuentos más célebres de Stephen King para Nórdica, El hombre del traje negro, del que dice que “es una de las primeras veces que se hace y acaba de salir en Europa”. Se adivina un entusiasmo mayúsculo que ella apaga con pudor. En la tapa gris topo del volumen, la cabeza de un pez con cuerpo en llamas ha sido atrapada por un anzuelo que es una cruz invertida.

En algunos casos, los libros nacen de una propuesta editorial. De Nórdica o de Penguin Random House, fueron las últimas. Pero de vez en cuando, ella pone un freno de mano y se apodera de su tiempo. “También hay momentos en los que quiero hacer cosas personales. Snowhite (como llama a su singular versión de Blancanieves) es mío. Y Demeter también. Si no me hubiese propuesto hacerlos, no estarían aquí. Y si fracasas, fracasas. Mi vida personal está más llena de tropiezos que de éxitos, pero siempre se gana porque has aprendido mucho”. De éxitos también habla la singular muestra Dibujando al otro lado, elaborada junto al grupo UNIT Experimental de la Universitat Politècnica de Valencia, que mezcla los personajes de Ana Juan con una plataforma interactiva diseñada especialmente. La exposición está terminando por estas semanas en el Museo ABC de Dibujo e Ilustración de Madrid y dio que hablar. Para los visitantes tradicionales, proponía un recorrido por el proceso creativo de la autora a través de sus bocetos para los libros Snowhite y Otra vuelta de tuerca, de Henry James, que ella ilustró. Sin embargo, hay otra posibilidad: el videojuego Erthaland, Snowhite’s Mystery Tale, desarrollado por el equipo de Unit y que permite pasear por la muestra escapando de la madrastra malísima y cruzándose con los enanitos como si se fuera la propia Blancanieves. La sala, así, se transforma en una sala de juego en la que el público sortea dificultades y resuelve situaciones. “Como no pienso demasiado las cosas dije que sí a la propuesta, pero luego no lo veía muy claro. Mi trabajo está más basado en la atmósfera, el ambiente, en luces y en sombras, y no veía yo cómo esos personajes y esos universos podrían tener cuerpo. Además, animarlo me parecía un poco difícil. Pero no, ha dado buen resultado”, explica. 

Pasaron tres décadas desde que desembarcó en Madrid dejando atrás la casa natal en la que creció junto un padre pastelero, dos hermanas mucho mayores que ella y una madre enfermera que imprimió a fuego en sus hijas el mandato de tener un oficio para no depender de nadie frente a un mal momento. “Ella misma, ante las dificultades, se animó a estudiar para emplearse luego en un hospital. Mi madre me empujó a seguir con el dibujo y luego a preparar durante años el ingreso a la Escuela de Bellas Artes”, le reconoce. Eran los últimos años ´60 y los primeros ´70 y los días se sucedían en un barrio construido antes de la Guerra Civil por una cooperativa del gremio de los impresores. Entonces, le llamaban El camino del Cementerio. Hoy lleva el nombre de Patraix. Y Ana Juan dice que, tras la guerra, “ahí quedó mucha mujer sola y mucho hombre triste, cuando volvían, claro”. Mira hacia atrás pero es severa con la jovencita que ella fue y sus primeros trabajos publicados: “Reconozco a la persona que soy y que estaba ahí. Y reconozco cómo quería expresarse y cómo se equivocaba. Soy muy crítica conmigo misma y entonces noto que era muy joven y quería contar las cosas a gritos. Luego, pasaron los años y me di cuenta de que una palabra en el tono justo y en el momento adecuado puede ser más eficaz que aquellas ganas de romper el mundo. No, no hay que romper –se dice a la que fue–. Primero, hay que conocer para luego romper”.