Resulta empíricamente indudable, desde el minuto uno de proyección, que Elvis es una película de Baz Luhrmann. No sólo porque, como también ocurría en Baila conmigo, Romeo + Julieta y Moulin Rouge, aquí también hay cortinados color carmesí enmarcando varias acciones importantes del protagonista. El ritmo pulsante, frenético, musical que forma parte indivisible del “modo Luhrmann” acompaña a Elvis Aaron Presley desde su niñez, cuando apoyaba la ñata contra el vidrio del gospel y el blues, hasta los años de decadencia en la cárcel de los escenarios de Las Vegas, señalando un estilo de film biográfico de apariencia excéntrica, hiperbólica. Y lo hace no desde un punto de vista omnisciente o en primera persona del singular, siguiendo las tendencias al uso, sino a partir de la mirada del “coronel” Tom Parker, su manager de toda la vida. Ese holandés errante de pasado borroneado cuyo cordón umbilical, atado firmemente al rey de los movimientos pélvicos, toma los nutrientes indispensables para sostener una de esas relaciones simbióticas llenas de amor y de odio, en partes idénticas e inseparables, que definen más de un nombre (de una marca) en la historia de la industria discográfica y otros círculos del show business. Lanzado en sociedad durante la última edición del Festival de Cannes, el estreno comercial de Elvis el próximo jueves 14 de julio presenta un homenaje a la vez que una reconstrucción, en parte real y en parte fantasía desbordada, como lo era en gran medida el propio cantante, compositor y actor. Es el Elvis antes del mito, el Elvis que aún no había generado miles y miles de imitadores de su figura y su voz en todo el mundo, el Elvis que ahora no está muerto sino vivito y coleando en una isla de Hawái. La de Presley puede ser vista como la enésima reinvención del sueño americano, en una vertiente talentosa pero también cambalachera, popular en su máxima acepción. Es ese mismo Elvis el que Luhrmann toma para erigir su monumento fílmico: un Elvis rebelde y manso en partes iguales, deseoso de congraciarse con propios y ajenos pero consciente de los límites impuestos por el entorno y por sí mismo. Austin Butler está perfecto como la versión adulta del niño blanco de Tupelo criado en los surcos negros de Memphis, acompañado por un Tom Hanks con varios kilos de maquillaje en el rol de un Parker bonachón, máscara amable de una sanguijuela insaciable, el hombre de nieve con un corazón color verde dólar. Nunca está de más repetirlo: no hay negocio como el negocio del espectáculo.

Nada fuera de lo común: dice Baz Luhrmann que el primer corte de Elvis duraba cerca de cuatro horas, que finalmente fueron pulidas para llegar al metraje final de 160 minutos. El realizador australiano aclara, en una entrevista reciente con la revista online Collider, que ese montaje seminal nunca estuvo pensado para ser visto por el público. Aunque, quién sabe… “Lo importante era hacer una película pensada para ser vista en las salas de cine. Hago películas para el cine. Mi misión es hacer películas que no formen parte del universo de las franquicias. Con todo repecto, me gusta Batman. Pero con Elvis deseaba hacer un film que atravesara a las generaciones, que permitiera sentarse en una sala a oscuras y tener una experiencia en común con extraños, contar una historia americana de gran aliento. Una ópera americana. Esa es mi esperanza, es por lo que lucho: hacer que el público vuelva a los cines”. Algo es cierto: Elvis, y el cine de Luhrmann en general, se aprecia mucho más en una gran pantalla. La atención al detalle, los movimientos dentro del cuadro y el ritmo intenso del montaje, hacen que muchos de sus detalles se pierdan en un televisor, por más pulgadas que tenga para ofrecer. Ni hablar del monitor de una computadora o, vade retro, un minúsculo teléfono celular. Cuando el Coronel Parker “descubre” a Elvis a partir de la escucha casual de un simple de 7” de la discográfica Sun Records, recién comprado por uno de sus empleados, el relato se dispara y avanza velozmente al big bang de un vínculo que continuará durante dos décadas de frenética actividad. En una de las mejores escenas de todo el film, el joven Elvis, todavía un acto soporte para artistas country consagrados, se sube al escenario del show radial en vivo Louisiana Hayride ante un público indiferente, escéptico. El año es 1954 y nada permite anticipar lo que está a punto de ocurrir: cuando el muchacho de traje rosado comienza a cantar y a mover sus piernas algo ocurre en la audiencia, en particular la femenina. Es una fuente de electricidad desconocida hasta ese momento la que recorre la platea de punta a punta, pero Parker la reconoce de inmediato. Es el viejo truco de toda feria de atracciones que se precie de serlo. En sus propias palabras: dejar a quien la recorre sin un dólar y con una sonrisa en el rostro. La suerte ya está echada.

A partir de ese momento, Elvis recorre cronológicamente –aunque con varios retornos a diversos pasados– el camino hacia el estrellato de la figura pop en construcción. El rock and roll, ese ritmo nuevo que volvía locos a los jóvenes y que se parecía demasiado a la “música de negros”, es un fenómeno imparable, y Elvis –blanco como la nieve, de ojos azules a tono– es la figura esencial del salto a la masividad, por fuera de las fronteras de la race music. La película les dedica un espacio importante a los intentos de “normalizar” la imagen y los movimientos de Presley cuando los medios de comunicación y ciertas fuerzas vivas de la sociedad se lanzaron a atacarlo por su implacable inmoralidad. Parker, nada sonso y siempre atento a mantener un equilibrio entre los riesgos y la seguridad monetaria, le pone un traje formal y le pide que deje de mover el esqueleto. Es el “nuevo Elvis”, que el guion transforma en una suerte de doppelgänger que el Elvis rebelde, el Elvis auténtico, intentará y logrará finalmente destronar. El Elvis de Luhrmann es en gran medida un Elvis de estampa, un Elvis de biopic, un Elvis simplificado. Y el mundo de Elvis es PG-13. Es decir, apto para todo público, aunque con algunas recomendaciones para los menores de trece años. En otras palabras, las zonas más oscuras de la vida del homenajeado están diluidas o directamente escindidas. Tiene razón David Hepworth, el famoso periodista musical británico que, como editor responsable, dirigió exitosamente revistas como Smash Hits y Empire, cuando afirma en una extensa reseña para el Saturday Review de The Times que este es un Elvis para la generación woke. “El mensaje de la película está dirigido a aquellos que tienen dieciocho años. Es por ello por lo que el film construye pacientemente a Elvis como un soul brother. Él y un joven BB King son descriptos como amigos del alma, Elvis es un visitante regular de Beale Street y su conversión al poder transformador de la música negra es remontado a una instancia en la cual escucha a escondidas un encuentro de la iglesia evangélica en una carpa. Lo cierto es que a Elvis le gustaba Mario Lanza, tanto como Arthur Crudup, y aprendió gospel de The Blackwood Brothers, que eran blancos. Es la clase de hierba que en nuestra época resulta muy difícil de acomodar en el jardín del bien y del mal”.

Luhrmann admite que la película se toma sus “licencias dramáticas. Hay compresiones inevitables. Es necesario comprimir el tiempo: estás contando la historia de una vida de 42 años en dos horas y media. Es mi regla, mientras no cambie fundamentalmente la verdad”. Elvis deja de lado por completo la carrera como actor en Hollywood de Presley, con la excepción de un gag marino durante un racconto de transición, y también su etapa de mayor éxito discográfico. Su paso por el sistema militar entre 1958 y 1960 y su estancia en Alemania como soldado del Ejército de los Estados Unidos, movida comercial diseñada para “limpiar” su imagen, ocupa algunos minutos –allí aparece Priscilla Ann Wagner, de apariencia mucho mayor que los catorce años que tenía en la vida real–, antes del comienzo del tercer y último acto del guion. El más extenso y dramático, que comienza con los preparativos de lo que luego se conocería como su gran regreso a la música: el especial televisivo de la NBC de 1968, su primera performance en vivo en más de siete años. Un especial navideño reconvertido en triunfal resurrección, tanto o más famosa en su momento que la de Jesús. Y allí están, previsiblemente, los medleys musicales y las canciones remixadas, con raps anacrónicos tendiendo puentes entre la música negra de ayer y de hoy. Y también el uso recurrente de la split screen, la pantalla dividida en varias imágenes simultaneas, que algunos relacionarán con la afición de Presley por las historietas, pero que en realidad no es otra cosa que una reutilización de la técnica desarrollada hacia finales de los 60 y comienzos de los 70 en títulos tan disímiles como El estrangulador de Boston, Woodstock y Sisters, de Brian de Palma. Y, por supuesto, Elvis: That’s the Way It Is, el rockumental de Denis Sanders de 1970, reestrenado con un nuevo montaje en 2000, que registraba la primera temporada del músico en el International Hotel de Las Vegas, y que Luhrmann utiliza como fuente inspiradora durante los últimos tramos de la película.

Como en toda biopic trágica, como en toda tragedia clásica, el final puede adivinarse de antemano, y el sube y baja de los barbitúricos y las anfetaminas dominan la última parte de la narración. Es entonces cuando la línea de apertura de "Suspicious Minds": “estamos capturados en una trampa” adquiere una nueva dimensión, que Luhrmann amplifica aún más al hacer mencionar a su héroe algo sobre las jaulas de oro. Mientras Parker derrocha miles y miles de fichas en el casino, Elvis se transforma en una animal de engorde destinado al matadero. Si Elvis en un ángel o un demonio cinematográfico dependerá de los gustos y tolerancias del espectador. La respuesta crítica, en tanto, fluctúa por estos días entre la decepción y las loas un tanto desmedidas. Lo cierto es que, más allá de las formas extravagantes con mucho de pastiche, en el fondo, el último Luhrmann es un ejercicio biográfico bastante convencional, con sus instancias de origen que marcan toda una vida, sus tintes de melodrama con forma de triángulo pasional (Elvis, Priscilla y la fama; o bien Elvis, Priscilla y el coronel) y el concepto de los muchos Elvis paralelos (el hombre, la figura pop, el músico) presentados en pantalla al mismo tiempo gracias, nuevamente, a la pantalla dividida. Más que una película, Elvis es un monstruo audiovisual de varias cabezas, apabullante pero casi siempre superficial, que irónicamente tiende a dejar de lado el aspecto musical del homenajeado, más allá del bombardeo constante de melodías.