Lo conocí hace unos años, a la vera del río, como casi otra mucha gente que conocí por aquellas épocas. Tenía los ojos oscuros y enormes, casi como el fondo de un abismo insondable, siempre abiertos, como atónitos, desbordantes de toda la curiosidad posible por todo lo que lo rodeara.

Se llamaba Ramón, me dijo. Andaba descalzo, sucio, en shorts de un color absolutamente indefinible, entre un pardo negruzco o azulado y un tinte casi amarronado de tanta mugre amontonada en ellos. Vendía lo que se te ocurriera, a veces pañuelitos descartables, a veces bombones, muchas veces gaseosas o birras en latas, venía con una heladerita de telgopor, muy enorme para su escasa arquitectura, sobre la espalda y desde ahí pateaba la costa ida y vuelta, toda la playa, todita, hasta terminar de vender toda la mercadería.

Ramón tendría entre seis u ocho años, más de eso no llegaba a tener, era terriblemente bicho y curioso, charlaba con todos, lo conocíamos todos los que íbamos a asolearnos y a nadar frecuentemente a la vera de éste, nuestro Paraná tan querido, tan amado y tan marrón, que nos sorprendía siempre, incansablemente desde el inicio, porque siempre fluía de distinta manera, casi atolondrado entre los remansos y las rompientes y los remolinos y las turbamultas de su propia correntada enrevesada, caprichosa, llegando siempre hacia todas las partes posibles, alimentando siempre, toda nuestra vida, la nuestra y la de todos los animales y las plantas, esa selva tan hermosa, ese monte tan valiente, que crecían, siempre, a la vera de su propio caudal, tan generoso, tan enorme, tan nuestro…

Ramón tenía la voz gruesa y firme, como tienen, por otra parte, todos los vendedores ambulantes. Eso contrastaba fuertemente con algunos comentarios que te tiraba, así como al pasar, propios de las gentes de su edad… Era hijo de pescador, como casi todos los gurises, o la gran mayoría, que se paseaban todo el tiempo a las orillas del río y que conocían al río mejor, mucho mejor, que a la palma de su propia mano…

“Celeste”, me dijo él una vez que apareció con una gurrumina maravillosa, prendida a la palma de su mano… “¿Tu hermana?”, le pregunté, entre risueño y sorprendido, “No tanto”, me respondió. “Ella es Valdés”, refiriéndose a la pequeña. “Yo no tengo apellido, ella sí”. “¿Cómo que no tenés?”. “Mi papá no estuvo nunca, soy hijo de mi mamá”, aludió entre divertido y triste por esa situación no tan particular.

“Pero tu mamá debe tener algún apellido”, le dije. “Sí, pero no el de mi papá”, respondió él. “Mi papá de ahora se llama Valdés, que es el papá de ella –dijo en referencia a la hermanita– pero no es mi papá de antes”. “Mi papá de antes no existió nunca, jamás lo conocí”, dijo esperando, obviamente, en algún punto llegar a saber algo más de ese hombre que le había regalado la vida. “Bueno –le digo– son muchos chicos que nacen así, no te creas que sos el único, es mucho más frecuente que lo que pensás”. “Mi mamá me tuvo sola”, me respondió Ramón. “Es por eso que siempre me gané la vida”, agregó con gallardía. “¿Y Valdés qué hace?”, le pregunté, ya que él dijo que era su papá de ahora. “Pesca peces en el río, está en la cooperativa del Remanso Valerio allá, por Granadero Baigorria”. “¿Y vos vas y volvés de Baigorria todo el tiempo?”, le pregunté. “Hasta allá es un poco medio lejos…”, agregué, ya que estábamos. Al menos yo a él lo veía siempre por ahí, y yo iba seguido a nadar a lo que ahora es la Rambla Catalunya, aquella que no existía en una época, en esa época en que estábamos los dos o tres locos que íbamos siempre, y el Vikingo enfrente…

“¿Y cómo llegás hasta allá?”, le dije. “Caminando –me respondió– a veces alguno nos levanta y nos lleva”. “Celeste viene a veces, mami mucho no la deja”,

Pasó un tiempo en que no lo vi. También vino el invierno, otro verano, la Facultad, cada vez menos era el tiempo que tenía disponible como para ir a nadar al río.

Me dijo alguien, no recuerdo quién, que Ramón había empezado a estacionar autos más yendo para el lado de la Flora, ya pasando la Rambla, yendo ya casi hasta el final de la playa…

Nadie supo muy bien en qué momento fue que Ramón hizo el paso de niño a hombre: en los escasos años de su tierna osamenta ya algo en él había cambiado, su mirada, sus gestos, su andar, su intención, su confianza.

Tampoco nadie supo muy bien cuándo fue que Ramón empezó a aspirar poxi, quizá fue de más niño y yo nunca me di cuenta, quizá fue para pasar una noche sin volver a casa, quizá para pasar dos…

Tampoco nadie supo nunca a ciencia cierta cuál fue el día o quizá la noche en que Ramón probó la cocaína. Al principio no se nota, es como que tenés más luces prendidas, te creés que nadie puede con vos, que nadie nunca te va a vencer…

No se sabe cuándo fue que la cocaína lo venció a él.

Que tuvo que empezar a venderla, mientras estacionaba los autos, para poder llegar a costearse el consumo propio.

Tampoco se sabe exactamente de quién era pollo Ramón. Lo que se sabe, a ciencia cierta, es que entró en una andanada de consumo de la que ya no pudo salir.

Lo que sí se sabe, exactamente, que hoy apareció el cuerpo de Ramón, baleado, como tantos otros cuerpos que aparecen por ahí, muy cerca de la Flora, yendo ya para el lado de Baigorria, al menos eso fue lo que dijeron y mostraron los periodistas del noticiero de la mañana.

[email protected]