“En este mundo hay dos clases de tragedia. Una es no conseguir lo que se desea y la otra, obtenerlo. La última es mucho peor”, escribió una vez Oscar Wilde en una de aquellas inventivas frases a las que era adepto. Y la afirmación bien vale para la propia existencia del escritor irlandés.

Hacia 1895, Wilde estaba en el apogeo de su popularidad y en la cumbre de su existencia. Sus comedias La importancia de llamarse Ernesto y Un marido ideal llenaban las salas de los teatros Haymarket y el Saint-James de Londres y París. A la primera habían asistido como público el Príncipe de Gales, Balfour y Chamberlain.

En el otoño de 1891, Wilde había conocido a un joven veinteañero de piel blanca, rizos dorados, labios color escarlata y ojos azules que se había convertido en su amante y parecía la encarnación de la belleza masculina que había descripto en su única novela El retrato de Dorian Gray (1890). El efebo en cuestión era Alfred “Bosie” Douglas y se enamoró de él a pesar de estar ¿felizmente? casado y con dos hijos.

En enero de 1895, Wilde estaba con Bosie en Argelia viviendo aventuras sexuales con chicos argelinos de “tez color oliva”. Desde allí escribió a su amigo Robert Ross: “Hay mucha belleza aquí. Los niños cabileños son muy hermosos… Bosie y yo nos hemos aficionado al hachís, es increíblemente exquisito: tres caladas y después paz y amor”. Parecían haberse cumplido todos sus sueños.

Sin embargo, hacia abril de ese mismo año todo se desmoronaría. Las salas de teatro se vaciarían y sus obras serían suspendidas por inmoralidad de su autor a la vez que se llenaban las salas de los Tribunales para insultarlo. Y él tendría que dejar de vestir las extravagantes ropas color violeta a las que era afecto con un clavel teñido de verde en sus solapas (probablemente un símbolo secreto de los gays de la época) para usar el grotesco uniforme de los presidiarios. Se había cumplido la afirmación de la frase inicial de este artículo y la profecía que expresara un personaje de El marido ideal: “Cuando los dioses quieren castigarnos atienden nuestras plegarias”.


El juicio siniestro

¿Cuál fue la causa del derrumbe? En principio, el joven de sus sueños del que se había enamorado. La desventura era que Alfred Douglas era el hijo de John Douglas, el noveno marqués de Queensberry, cuyo horrible mérito es haber creado las normas de boxeo para aficionados. A Queensberry le decepcionaba tener un hijo afeminado y afecto a la poesía. Y mucho más le encolerizó las relaciones de Bosie con Oscar Wilde.

El 28 de febrero de 1895, Queensberry se presentó en la entrada de un club al que Wilde asistía y le dejó un mensaje acusándole de “alardear de sodomita” (escrito erróneamente somdomita). Incitado por Bosie, Wilde tomó la catastrófica decisión de demandar a Queensberry por calumnia. Aunque los amigos de Wilde le rogaron que no continuara fueron mas fuertes los caprichos de Bosie de emprenderla contra su padre. Lo que no sabían Wilde y Bosie era que Queensberry había contratado a detectives privados para hurgar en la intimidad de ambos y hallar pruebas contra Wilde. Para el momento del juicio contra Queensberry había encontrado diez chicos jóvenes, de preferencia prostitutos, que admitieron haber cometido “actos indecentes” con Oscar Wilde.

A medida que avanzaba el juicio contra Queensberry quedaba claro que estaba perdido para Wilde. Aunque tuvo ocasión de escapar del país, Oscar se negó tozudamente. El proceso por calumnia terminó con la sentencia de “no culpabilidad” de Queensberry. A partir de entonces, la caída de Wilde era segura. Al citar a declarar a diez testigos sobre la homosexualidad de Wilde, el Estado contaba con pruebas “delictivas” que no podía ignorar. La misma noche, Wilde fue arrestado por el cargo de “grandes indecencias cometidas entre hombres” contemplado en la enmienda Labouchere.

Los siguientes procesos ya fueron contra Oscar Wilde y Alfred Taylor, quien presentaba jóvenes para la concupiscencia de Oscar. Las salas de los tribunales contaron con un desfile de desempleados, mozos de cuadras, camareros, ayudantes de cámara, lacayos y otros proletarios que admitieron tener relaciones con el artista a cambio de dinero. Como un programa de chisme escabroso decimonónico se sucedieron testimonios de vecinas prejuiciosas, amas de llaves y empleadas domésticas de hoteles que atestiguaron que una vez que Wilde pasaba por las habitaciones con sus muchachos las sábanas de la cama quedaban manchadas “de una manera especial”. O que había vestidos de mujer en posesión de hombres. También se sacaron a relucir las amorosas cartas que Wilde le escribía a Bosie (“Sé que Jacinto, al que Apolo tan locamente amó, fuiste tú en los días griegos”) inaugurando una tradición siniestra de revelación de la intimidad que se exacerba en nuestros días.

La publicación de estos procesos -que hacía años no se reeditaban y que habían sido publicados anteriormente en 1967 por la mítica editorial Jorge Álvarez y en 1995 por la editorial española Valdemar-por parte de la prestigiosa editorial Lumen -lo cual asegura por primera vez su distribución masiva a nivel global- constituye un acontecimiento literario, militante e histórico para la comunidad LGTBIQ+.

En los juicios aparece el Wilde más desprejuiciado que dice no hacer distinciones sociales y es capaz de compartir su mesa y su tiempo con proletarios y desempleados si se trata de jóvenes encantadores (“Hablaría con placer hasta con un golfillo”). El que, ante un escrito literario sobre relaciones amorosas entre hombres que lo compromete lanza como defensa: “Es peor, está mal escrito”. También el que aun en su derrota es capaz de altanería y lanzar ingeniosas frases frente a temibles abogados, tales como “No tengo conocimiento de los puntos de vista de individuos corrientes”, “¿Qué caballero es capaz de economizar champagne con sus invitados?” o “La poesía de un hombre puede ser veneno para otro” provocando hilarantes carcajadas entre el público del tribunal.

También el que defiende su alegría de estar con cocheros y lacayos confesando “me encanta la compañía de gente más joven que yo. Me gustan esos que podrían llamarse holgazanes y desaprensivos. Yo no admito ninguna diferencia social. Para mí la juventud, el mero hecho de la juventud es tan maravilloso que preferiría hablar con un joven durante media hora antes que… bueno, ser interrogado en el tribunal…Me gusta la gente joven, despreocupada, libre. No me gusta la gente sensiblera ni la gente vieja”.

Como señala el prólogo de Claudia Aboaf, se producen diálogos brillantes donde Wilde responde a los abogados profiriendo irónicos alegatos que parecen salidos de una obra de teatro, entre citas de Shakespeare y Coleridge, lecturas de poemas y de novelas “inmorales”, principalmente El retrato de Dorian Gray. Esto resulta la ocasión de que Wilde legue a la posteridad algunas de las mejores páginas sobre su posición estética. Defendiéndose de las acusaciones por su única novela, en particular respecto de la relación de enamoramiento del pintor Basilio hacia Dorian Gray o de los vicios de este último señala: “No existe la moralidad o la inmoralidad en el pensar”.

El clímax del juicio es el momento en que, para defender el poema “Dos amores” de Bosie, declara la mejor defensa jamás escrita sobre al amor entre varones plena de un orgullo gay avant la lettre: “El amor que no se atreve decir su nombre, en este siglo, es el de un hombre maduro y un hombre joven, como el que existía entre David y Jonathan, tal como aquel que Platón usó como la verdadera base de su filosofía y el que se encuentra en los sonetos de Miguel Ángel y Shakespeare. Es un afecto hondo y espiritual, tan puro como perfecto… En este siglo hay un concepto tan erróneo de él que se puede definir como “el amor que no osa decir su nombre, y que, por esa razón estoy colocado donde estoy ahora. Es la más hermosa, la más fina, la más noble forma de afecto… El mundo no lo comprende. El mundo se burla y a veces pone a alguien en la picota por él”.

Luego de este alegato excepcional se produjeron algunos silbidos que se mezclaron con atronadores aplausos. Sin embargo, éstos últimos no afectaron la aberrante sentencia del tribunal: encarcelamiento y condena a trabajos forzados durante dos años. A partir de entonces, los homofóbicos de siempre gritaban chistes obscenos por las calles y cualquier persona que tuviese el pelo un poco largo o que vistiese demasiado elegante se exponía al insulto y a que le gritaran “Oscar” como sinónimo de homosexual.

Las consecuencias

Más pronto que tarde, cada país tuvo su versión del caso Wilde, es decir un hecho fundante y bisagra que desata las corrientes subterráneas de homofobia social. La redada policial en México del “Baile de los 41” en 1901, el caso Eulenburg en Alemania en 1906, el llamado escándalo de los cadetes y la persecución al artista español Miguel de Molina en 1942 en Argentina, entre largos etcéteras. 

A la sombra del “affaire Wilde”, con el temor de sufrir su destino vivieron sus vidas generaciones de gays, También influyó sobre el campo literario y condicionó la escritura de autores como Henry James, Marcel Proust, André Gide o en el escenario local Manuel Mujica Láinez o Marco Denevi que apelaron a metáforas o secretismos para expresar emociones y deseos prohibidos para su época.  Las consecuencias solo empezaron a revertirse lentamente mediante los activismos de mediados del siglo XX. Pero las huellas de la homofobia, el insulto y la vergüenza perduran. 

La estética de la existencia

En El maestro, Wilde describe a un joven desnudo, cuerpo de flor blanca y pelo de color miel, que llora desconsoladamente tras la muerte de Jesús. Cuando quieren consolarlo, el joven afirma que su llanto no es por Jesús, sino porque él también hizo milagros, dio de comer a los hambrientos y, sin embargo, no fue crucificado. Es un relato que resume la vida de Wilde y su deseo de tragedia. Según su biógrafo Frank Harris, Wilde desaprovechó la ocasión de escapar de su condena en un yate hacia Francia porque “la atracción del castigo lo llevaba como lleva la luz a la gaviota cegada”. Como Sócrates, eligió morir por el amor de los muchachos: en efecto, falleció a poco de salir de cárcel con la salud quebrantada. Wilde optó por la autopunición y por hacer de su vida una obra de arte.

Pero antes, incluso luego del abandono y la humillación de dos años de trabajos forzados, del encierro en la celda 28 de la cárcel de Reading volvió brevemente con Bosie. Como su Salomé frente a la cabeza inerte de Juan el Bautista, Wilde podría afirmar como justificación: “¿Qué más da? He besado tu boca'". O como afirmó en sus poemas escritos en Reading: “Todo hombre mata lo que ama”.

Los procesos de Oscar Wilde (traducción y presentación de Ulyses Petit de Murat). Ediciones Lumen