“¿Team Jacob o Team Edward?” repetían los diálogos escolares, las revista de tendencias, las encuestas de Blogspot. Era 2010, la tapa de un libro donde se veía a unas manos pálidas sostener una manzana roja decoraba las mesitas de luz de miles de adolescentes. 

Crepúsculo, una saga de películas sobre romance vampírico, comenzaba a instalarse como fenómeno cultural dentro de la mitología pop de nuestro siglo. La historia seguía el romance que agitaba la vida de Bella Swan, la protagonista interpretada por una Kristen Stewart enclosetada que todavía no se había convertido en un icono lésbico y fuera de la saga era conocida, más que nada, por las críticas a sus nulas expresiones faciales al actuar. 

Robert Pattinson tomaba el papel de Edward Cullen, moldeado para obsesionar a una generación entera. Un vampiro que no moría ni se debilitaba al entrar en contacto con la luz del sol. En cambio, su piel brillaba como si la hubieran estampado con glitter. El triángulo amoroso se completaba con Jacob (Taylor Lautner), un hombre lobo que no dudaba en sacarse la camiseta cuando aparecía en cámara, y competiría fervorosamente por el amor de la heroína.

Tan aclamada como defenestrada en Youtube y en las primeras páginas de memes que se reían de los “vampiros metrosexuales”, Twilight -ese es su nombre en inglés- se convirtió en una de las sagas más influyentes para la juventud del 2000. Las películas estaban basadas en las cuatro novelas de la autora Stephenie Meyer. Lejos de ser una Anne Rice, se trataba de una estadounidense sin ninguna experiencia literaria previa a Crepúsculo que hasta entonces se había dedicado a ser ama de casa. Además, contaba con una característica inusual para el género literario que eligió: era mormona

Aunque el deseo de Bella Swan por su amante vampiro era el motor que movía la trama, en Crepúsculo, por una serie de razones inherentes a la trama, los personajes debían esperar hasta el matrimonio. Y cuando el embarazo de la protagonista atenta contra su vida, se opone a la posibilidad de abortar a su monstruo bebé.

Casi todas las tomas de Twilight son fácilmente reconocibles por cualquiera que haya sido contemporáneo a su estallido. Entre ellas, una de las más recordadas es la escena en que toda la familia de vampiros juega un partido de baseball en medio del bosque, bajo una tormenta eléctrica. Una serie de componentes le otorgaron su fama icónica: el ángulo inusual de la cámara, inclinado hacia un lado, el filtro azulado característico de la estética Crepúsculo, la forma en que los cuerpos de esos vampiros carismáticos parecían moverse a la velocidad de la luz, trepaban árboles y volaban por los aires con Supermassive Black Hole, de la banda Muse, sonando de fondo.

Casi doce años más tarde, vivimos un renacimiento de ese legado cursi y vampírico. La nostalgia dosmilera obliga a revisitar las películas de Twilight, su estética particular. Esos tonos lúgubres que teñían los fotogramas de la película se convirtieron en filtros de Instagram, las caras de los personajes aparecen en collares en forma de corazón, los moodboards de pinterest recopilan los vestuarios de la película como joyas olvidadas.

Los vampiros están de moda

Y el revival, esta vez, viene con su propio vector lésbico, una serie de romance lésbico-adolescente: First Kill. Pero no es la primera incursión de Netflix en el marco de las lesbianas vampiras. Hace pocas semanas Netflix lanzó Vampire In the Garden, un anime en formato miniserie desarrollado por Wit Studio. La historia, dulce y cruda, gira en torno a Momo, una chica que se escapa en medio de una guerra con su amante Fine, una reina vampira. En medio de un panorama distópico y militar, descubren una calidez invernal que recuerda a la película Carol. No es el anime del año, pero sí es una buena noticia para todas las adeptas de romances yuri.

Clara hija de Crepúsculo, First Kill (en español, “Primera muerte”) es una serie de ocho episodios que se estrenó el viernes 10 de junio en Netflix, y que causa emociones fuertes desde entonces. A pocas semanas de su estreno, es tan embelesada y defenestrada como lo fue su antecesora. Basada en un relato corto de la autora Victoria E. Schwab, la serie cuenta la historia de amor entre dos adolescentes: Juliette (interpretada por Sarah Catherine Hook), una chica introvertida que viene de una familia de vampiros de alta alcurnia, y Calliope (Imani Lewis), entrenada desde que nació para cazar y matar toda clase de monstruos, entre ellos, claro, vampiros. Las vidas de las dos están marcadas por los ritos de iniciación que cada una debe cumplir: una debe desangrar a su primer humano para convertirse en una auténtica descendiente del matriarcado en el que vive, la otra tiene que asesinar a su primer monstruo para hacerse lugar en su familia de cazadores.

El cliché romántico del amor prohibido se corona con la dinámica shakesperiana de dos familias en guerra. Al mejor estilo Romeo y Julieta, la historia de amor debe sobreponerse a los prejuicios de sus padres, a los asesinatos y amenazas de ambos bandos. Pero quizás lo más particular y lo más valioso de la serie sea el hecho de que no hay salidas del closet dramáticas, escenas clásicas de homofobia o conflictos de aceptación de la propia sexualidad, esas tropes agotadoras que caracterizan a casi todas las ficciones televisivas de lesbianas, especialmente si se trata de romances adolescentes.

Los conflictos identitarios de Juliette, la protagonista, tienen que ver, fundamentalmente, con su condición de vampira, y su negación a ser moralmente incorrecta y asesinar humanos. En contraposición a esa performance de vampira correctamente política aparece Elinor (Gracie Dzienny), la hermana mayor, una vampira rubia de estética bimbo que solo chupa sangre de los varones que seduce previamente, y disfruta asesinarlos de manera brutal. Un personaje que, por más hetero que sea, tiene una esencia mucho más queer que el de esa protagonista que anhela la normalidad: está orgullosa de su monstruosidad hiperfemenina, se alimenta de chongos que tomaron éxtasis para que el MD haga efecto en su cuerpo. Mientras las víctimas agonizan, rueda por el piso su labial, que lleva inscripto el nombre de su tono de rojo: Heartstopper.

El primer capítulo, de alguna forma, es inquietante: la exageración de los diálogos hace difícil comprender si el guión se toma en serio a sí mismo o si se parodia constantemente. Incluso hay varios homenajes a los momentos icónicos de Crepúsculo que dan la sensación, por un momento, de estar viendo una parodia, un meme filmado para consumirse en redes sociales. Las escenas generan una incomodidad que se siente en el cuerpo, pero es una incomodidad que provoca fascinación, la vergüenza ajena en su mejor formato adictivo: hay que seguir mirando la serie aunque no nos quede muy claro cuál es su objetivo, qué tenemos que esperar de ella.

Declaraciones de amor acarameladas y llenas de lugares comunes, escenas de clichés escolares, con CGIs de monstruos de mala calidad, todo en First Kill parece una parodia de las ficciones románticas-sobrenaturales para adolescentes, de los mundos de wattpad (una red social donde cualquiera puede escribir relatos que, por lo general, son fantasías amorosas con alguna celebridad, o historias de amor entre personajes de ficción). Los desenlaces absurdos de la serie también se han comparado con la saga Riverdale, otra serie de Netflix para adolescentes conocida por la inconsistencia de su trama pero, a su vez, por lo adictiva que puede resultar. Incluso los vestuarios de las dos protagonistas hacen pensar en algo así como “lo que creíamos que era hipster en el 2011”.

Cuesta dilucidar si el tono de la serie es autoparódico, si es un digno ejemplo de la ironía camp o si, una vez más, se trata de la previsibilidad de las ficciones de Netflix. Y es probable que no sea necesario hacerlo. Toda la vida, los heterosexuales pudieron consumir romances melosos y obvios, con plot twists difícilmente creíbles, cabezas decapitadas de monstruos de goma y besos bajo la lluvia. Está claro que no es necesario mirar First Kill bajo esa lupa pretenciosa, pero tampoco sería divertido hacerlo: las lesbianas también merecemos disfrutar nuestra propia dosis de cringe