Desde Lima

Un año de esperanzas y desilusión, de expectativas y frustraciones, de incertidumbre, de maniobras desestabilizadoras desde una derecha golpista que no aceptó su derrota electoral, y de una sucesión de errores, inoperancia y escándalos de corrupción en el gobierno. Así ha sido el primer año del gobierno del maestro rural y sindicalista de izquierda Pedro Castillo, que se cumple este jueves 28. Un año de polarización extrema en una guerra sin pausa entre el Ejecutivo y el Congreso controlado por la derecha, en el cual el fujimorismo y otros grupos de ultraderecha marcan la pauta. Un primer año de gobierno que abre un escenario de muchas dudas de que Castillo pueda terminar su presidencia.

La llegada al poder de Castillo, un campesino que viene de una de las zonas más pobres y excluidas del país, significó una reivindicación de las poblaciones andinas, rurales, de las provincias y los sectores populares históricamente marginados, que en las elecciones derrotaron a los grupos de poder económico y los sectores sociales y políticos dominantes concentrados en Lima que tuvieron como candidata a Keiko Fujimori. 

Una reivindicación que llegó en el año del bicentenario de la independencia del país y que despertó la ilusión del inicio de un cambio histórico. La derecha y los grupos dominantes le declararon la guerra desde el primer día. Las esperanzas y expectativas con el nuevo gobierno de corte popular y reinvindicativo eran muchas, y el reto enorme. Pero Castillo no ha estado a la altura de ese reto. Con una gestión dubitativa, débil, sin convicción para implementar las promesas de cambio, que fueron abandonadas, una notoria carencia de reflejos y capacidades políticas para enfrentar la guerra declarada por la derecha, un entorno implicado en denuncias de corrupción, la insistencia en nombramientos de ministros sin capacidades para el cargo convertidos en presa fácil para los ataques opositores, y una vocación por el sectarismo y la división en el partido de gobierno, Castillo ha terminado, involuntariamente, jugando a favor de la derecha y su apuesta para desacreditar y destruir no solamente su gobierno, sino cualquier opción de cambio.

Ha sido un año convulsionado. Castillo inició su gestión convocando a otros sectores de izquierda para armar un frente progresista. Fue un buen comienzo. Pero duró poco. Desde su propio frente interno se encargaron de dinamitar esa alianza de gobierno. El secretario general del partido oficialista Perú Libre (PL), Vladimir Cerrón, empeñado en monoplizar el gobierno para su partido y para él mismo, se convirtió en el prinicpal enemigo de ese frente progresista que le podía dar estabilidad al gobierno. Su prioridad fue atacar a los aliados de Castillo que no eran de su partido, para lo que no dudó en aliarse con la ultraderecha. El sectarismo de Cerrón, quien se declara marxista-leninista y le gusta usar un lenguaje de ultraizquierda pero hace pactos con la extrema derecha, sumado a las denuncias de corrupción que se comenzaron a conocer y el abandono de las promesas de cambio, terminaron en unos pocos meses con el frente progresista. Después vino la división en PL. Las ambiciones de poder de Cerrón lo han distanciado de Castillo. En votaciones últimas en el Congreso los legisladores cerronistas han votado de la mano con la derecha en contra del gobierno. Así, Castillo llega a su primer año en la presidencia cada vez más solo y aislado. 

En este primer año de gobierno, Castillo ha tenido cuatro gabinetes ministeriales, todo un récord. Uno de sus jefes de gabinete fue un legislador de ultraderecha, que duró apenas unos días. Un nombramiento que revela la falta de convicciones de Castillo. Ha cambiado ministros una y otra vez. Una muestra de esa alta rotación son los siete ministros que en un año han pasado por el Ministerio del Interior. En sus primeros meses de gestión, los del frente progresista, Castillo pudo mostrar éxitos en la política económica y la campaña de vacunación contra la covid 19, pero bajo la presión de Cerrón, y la guerra de la derecha, sacó a sus dos ministros más exitosos, los de Economía y Salud. El Ministerio de Economía pasó del reconocido economista de izquierda Pedro Francke, que impulsaba una reforma tributaria para aumentar los impuestos a las grandes empresas mineras y a la riqueza, a un tecnócrata neoliberal, el actual ministro Oscar Graham, que archivó esa reforma.

La derecha parlamentaria ha intentado dos veces destituir a Castillo utilizando arbitrariamente la ambigua figura de la “incapacidad moral”. En ambos casos fracasó en conseguir los dos tercios de los votos del Congreso unicameral para consumar el golpe parlamentario. Ahora esa derecha promueve dos acusaciones constitucionales contra el mandatario para destituirlo. Una es por el absurdo cargo de traición por haber declarado en una entrevista periodística su simpatía con facilitar una salida al mar a Bolivia. La otra es por cargos de corrupción que están en investigación. Para aprobar una acusación constitucional y remover al jefe de Estado por esa razón no se necesitan dos tercios de los votos sino solamente la mitad más uno de los 130 congresistas. Por eso la derecha apuesta ahora a esta vía. Y también pretende destituir por este mismo mecanismo a la vicepresidenta Dina Boluarte, para así despejar el terreno para capturar desde el Congreso el poder que perdió en las elecciones.

En un país donde los últimos presidentes están presos o procesados por corrupción, la aparición de una figura como Castillo, ajeno a la clase política, fue vista como una opción de cambio también en este terreno. Pero en esto Castillo también ha sido una decepción. Su entorno, incluidos su exsecretario personal, ministros y dos de sus sobrinos, están acusados de corrupción. Las denuncias de malos manejos en la asignación de obras públicas y el cobro de coimas en los ascensos policiales salpican a Castillo. El presidente asegura inocencia. Las denuncias están en investigación en la fiscalía.

Si a Castillo le ha ido mal en su primer año de gobierno, al Congreso opositor le ha ido peor. Según un encuesta de Ipsos de este mes, Castillo tiene un rechazo del 74 por ciento y una aprobación del 20 por ciento, mientras en el caso del Congreso controlado por la derecha el rechazo ciudadano se eleva a 79 por ciento y su aceptación baja a 14 por ciento. En este escenario, se escucha con cada vez más insistencia el “que se vayan todos”. Eso pasa por un adelanto de las elecciones presidenciales y parlamentarias.

Hay una pregunta que domina el debate político y las charlas en las calles al cumplirse el primer año del gobierno de Castillo: ¿Podrá el presidente terminar el mandato de cinco años para el que fue elegido? La insistencia en este interrogante es un reflejo de la debilidad de un gobierno que camina en la cornisa, amenazado por sus opositores que lo quieren hacer caer y por sus propias carencias y problemas internos. Las apuestas de si Castillo termina o no su gobierno no favorecen al presidente.