Tienen estilos diferentes pero se parecen en una cosa: ninguna de las dos, como comediante de stand-up, se mantiene dentro del cerco de lo que se puede decir, o de lo que a una mujer -incluso a una feminista- le está permitido decir. Si el stand-up juega la mitad del tiempo con el exabrupto, la ruptura de un límite que lxs cómicxs se llevan puesto como un camión sin frenos, Sarah Silverman y Amy Schumer, al igual que otras mujeres comediantes, bailan en la cuerda floja de los chistes sobre racismo, religión, machismo. Pero también sobre cuestiones que serían más específicamente femeninas: si ellos se ríen de lo mal que cogen, o de que tienen el pito corto, o que no se les para, ellas celebran el cuerpo lleno de pelos, las borracheras, los ataques de diarrea, y se animan incluso con  el aborto y la violación.

Las dos acaban de estrenar especiales en Netfix: a Sarah Silverman, que tiene 47 años y una carrera de más de veinte años a cuestas, se la ve más relajada y reflexiva, lejos de una juventud más petardera en la que tuvo problemas por hacer chistes supuestamente racistas (como cuando usó la palabra “chinks”, forma despectiva de nombrar a los chinos) o tensar el ambiente con una broma sobre violación, esa de “me violó un doctor, lo cual es bastante agridulce para una chica judía”. Silverman es, en efecto, una chica judía criada por padres liberales y además de aprovechar esa filiación para hablar en sus shows del Holocausto, se construyó un perfil progresista a través de la sátira de la derecha religiosa y una manera casi didáctica, a la vez que brutal, de hablar sobre el aborto. En A speck of dust aparece vestida con un mameluco negro que le da el aire de un obrero, o de un mecánico, y se planta frente a una audiencia reducida como una vieja amiga. El aire es íntimo y ella refuerza esa intimidad contando anécdotas de sus hermanas, de su perra, o de la operación que la salvó de un tumor riesgoso en la garganta unos meses atrás. Silverman desgrana los chistes lentamente y con mucha seguridad, con un manejo adquirido con los años y el acompañamiento diestro de dos brazos con los que por momentos parece que bailara o dirigiera una orquesta. En lugar de arrojar molotovs, esta vez hechiza con historias, y hay una precisión en los gestos, las miradas y las pausas de las que están llenos sus relatos que no será tan al palo como otros especiales de unos años atrás, como Jesus is magic (2005), pero es hipnótica y la muestra como una verdadera artesana del relato oral.

Amy Schumer en cambio parece haber tomado la dirección opuesta: si siempre fue una rubia linda que sorprendía a todxs porque, según ella, en lugar de tarada era inteligente y divertida, ahora está entregada al grotesco, y para eso despliega en The leather special un repertorio de gestos, trompitas y caras de muñeca que es nuevo en ella y a la vez, bastante poco interesante. Schumer siempre se representó como una inversión de la “minita”, la anti-chica-Cosmo, que era loser donde se suponía que debía ser una diosa pero muy en el fondo sabía que esa sinceridad la hacía adorable (y eso es un poco lo que hay en Trainwreck, que ella escribió y dirigió Judd Apatow, bastante decepcionante en su modo de plantear a la chica sola que toma mucho y no puede relacionarse emocionalmente porque está “dañada”, pero finalmente se endereza y se pone en pareja). Esta vez se la ve extrañamente apagada y la catarata de torsiones y gestos sobreactuados parecerían querer compensar esa falta de brillo, pero más allá de lo graciosa o no que pueda ser, hay algo que no cierra en el hecho de que fuera una rubia sexy que hacía comedia cuando era flaca y que ahora, con algunos kilos más, parezca no atinar a otra cosa que la auto-parodia como si esa fuera la opción natural para ese cuerpo, en un show que termina contando cómo conoció a Bradley Cooper y pensó que empezaba un romance hasta que, claro, se enteró de que él estaba saliendo con una supermodelo.