Lo dice muy bien Andrés Valenzuela en su recuento: tenía que intervenir el mismo Neil Gaiman para que lo que parecía imposible se hiciera realidad. Y Sandman parecía ciertamente inalcanzable, lo imposible de filmar sin quitarle su alma -su sueño-, sin convertirlo en otro pálido reflejo hollywoodense de lo que fue genial en el papel. Pero si Peter Jackson pudo con Tolkien, y Gaiman es un fanático confeso de Tolkien, hasta el comic que vino a cambiar la mirada universal sobre los cuadritos podía llegar a una expresión audiovisual que le hiciera justicia.

¿Que le hiciera justicia? Vamos, The Sandman es un festín. Si tanto se habla de la calidad de algunos productos de la N roja, la serie que retrata a Morpheus y su familia viene a poner una cota altísima, que hace desear tener un televisor del tamaño de la pared para zambullirse en la experiencia. Un solo ejemplo: Dream entrando al Infierno, con esa raja de luz al fondo. Pero los ejemplos se acumulan de a puñados y puñados. Lo que hace Tom Sturridge hace temer por lo que venga en su carrera posterior. El actor londinense es Sandman, no solo en la expresividad de ese rostro aparentemente imperturbable sino por el uso de la voz, pura textura, el sonido perfecto para aquellos globitos negros de letras blancas. Cómo hará para desprenderse del aura de semejante capolavoro es algo que le quitará el sueño a su agente, pero mientras tanto solo queda disfrutarlo en cada presencia.

Pero mejor aún, cuando Sueño no está en pantalla The Sandman no baja ni medio punto. Porque la obra de Gaiman, y esa serie de ilustradores de la hostia que le dieron dimensión, escapó a los cánones habituales de DC -no por nada hubo que mandarla al sello Vertigo-, no se conformó con la ya jugosa línea argumental de los Eternos, sino que examinó de qué estamos hechos los humanos, y el desesperante panorama de una existencia sin sueños. A lo largo de sus episodios, en tramas como la de esa cafetería donde todo se va desgajando, queda claro que los protagonistas son importantes, pero por sobre todo hay una sustancia conceptual que distingue a la serie del mismo modo que distinguió al comic original. 

Esto no es una historia de superhéroes, ni mucho menos "la eterna lucha del bien contra el mal". Dream ni siquiera es especialmente simpático, más allá de su look de integrante de The Cure o poeta maldito. Puede ser tan cruel como el Magus o Lucifer. No está para comprender o sanar a los humanos, solo para darles el material de sueños y pesadillas que balancee su vigilia... y cuidar que los mundos no se mezclen, que tipos como el Corintio no olviden su función estrictamente onírica. Hasta Death, justo ella, es más querible que su hermanito. Las entidades extraterrenales son el vehículo de reflexiones sobre asuntos bien terrenales, incluso a contracorriente de lo habitual en la fantasía como en el caso de Hob Gadling, que en su apuesta con Morpheus no termina sintiendo la inmortalidad como una condena.

Y un valor extra: como con El señor de los anillos de Jackson, no es imprescindible haber leído el material original para fascinarse con su símil audiovisual. Y Gaiman consigue el milagro de que el producto de una plataforma siga teniendo su indisimulable marca personal. Si hubo que esperar un cuarto de siglo para que Sandman encontrara su representación perfecta es porque el autor resistió con uñas y dientes a los intentos que la banalizaban. Y sí, es un sueño. Y una pesadilla. Como la vida.