“Pescar es pensar, simulando que se hace otra cosa”, dice el narrador sobre Hans, un personaje reconocible en varios cuentos de Carlos Hugo Sánchez, un escritor que logra dar en el ángulo de las frases perfectas. En el relato que da título al libro Hay cosas que pueden olvidarse, un guiño a la chamarrita de Alfredo Zitarrosa, la justicia de Gualeguaychú está investigando “unos muertos sin nombre”, como dice el cuidador del cementerio de Villa Paranacito. “Los milicos tiraban a los subversivos desde helicópteros o desde aviones. Los tiraban vivos. Entre El Bravo y el Martínez”, recuerda el uruguayo. El padre de Hans, que había sido marinero del Graf Spee, vio cómo caían tres bultos de un avión. “Uno de los bultos vive”, podría haber dicho, parafraseando a Rodolfo Walsh; entonces lo rescató y le salvó la vida. Nunca supo si militaba en montoneros o el ERP. La ficción despliega las vibraciones de una nota publicada en este diario por Ailín Bullentini sobre “los vuelos de la muerte” en Entre Ríos.

Hay cosas que pueden olvidarse, el segundo libro de cuentos de Sánchez publicado por Paradiso, que se presentará este sábado a las 17.30 en el bar Roma (San Luis 3105), dialoga con el anterior, El tren detenido. Hay escritores que saben que algunos tópicos no se agotan. Que se pueden exprimir desde distintas perspectivas. La soledad “voluntaria” (o no) en la madurez de algunos de los personajes masculinos tiene una raigambre literaria: “¿Por qué no buscó él la música como expresión?, ¿Qué lo acercó a la literatura, al sectarismo creciente de las palabras?”, se pregunta el narrador de “Continuidad del río”, durante su primer día en Colonia Sacramento. En Sánchez no hay “idealización” de la literatura; los personajes viajan (prefieren el río al mar), pescan, tienen “relaciones breves”, asisten a talleres literarios, leen y piensan en escribir cuentos a la par de la vida y las resonancias de lo que escuchan y observan. Viven y escriben. En el río de la vida, la literatura es el afluente principal.

En “Consideraciones acerca del monólogo interior” emula el artículo de un académico amateur –si se admite el oxímoron--, que podría figurar en un manual literario impertinente. Desde el humor y la ironía, busca polemizar con el canon o, en criollo, con “las vacas sagradas” de la literatura y la cultura universal. “Se ha dicho que lo que Freud practica en el plano médico, Joyce lo hace en el estético. La gran diferencia, si me permite, es que el médico procuraba curar y Joyce, enfermar (gozaba de antemano –según sus propias palabras-- de la confusión que provocaría la historia de Dedalus, durante trescientos años, en lectores y profesores)”. Hay una saña manifiesta hacia el escritor irlandés que resulta desopilante: “Quién puede decir que leyó completo el monólogo de Marion Bloom sin aburrirse de tanta oscuridad que no sea caradura porque yo por ejemplo tuve que saltear cualquier cantidad de páginas y eso que soy bastante despiertito”.

A los escritores que construyen sus obras a espaldas de las “novedades” y no forman parte del “ambiente literario” les cuesta mucho más publicar. Sánchez (Buenos Aires, 1954) está haciendo camino al andar de las publicaciones. Su primera novela, Un hombre llamado PiedraAzul, la editó en 2018, aunque escribe desde los 19 años. Abandonó la carrera de Ingeniería en la Universidad de Buenos Aires, estudió el Profesorado de Castellano, Literatura y Latín, y ejerció la docencia por poco tiempo. En 2004, su colección de cuentos Sobre el origen de las palomas, ganó el segundo premio de Cuentos “Victoria Ocampo”. Entre los premios que recibió se destacan Salón del Libro Iberoamericano (Gijón), Concurso Internacional Juan Rulfo (1999, RFI, París) y la Mención Honorífica del Premio Casa de las Américas (Cuba, 2001), entre otros.

El último libro de Sánchez se presentará en el mismo lugar donde transcurre el cuento “El bar Roma, Jesús y el Aleph”, pero sin el viejo dueño del bar, Jesús, ese asturiano de 92 años que murió en febrero de 2021. En el relato, una suerte de reescritura del emblemático texto de Borges, el narrador, sumergido en el sótano del bar, enumera las “visiones” que tiene: “vi a Jesús refugiándose de las bombas alemanas, vi a su tío republicano limpiando un fusil, con un cigarro en la boca, vi a Borges dándole un cándido beso a Beatriz Viterbo”. El relato final, “El camino del Álamo Carolina”, es un homenaje a Haroldo Conti, un autor por el que siente “una especie de devoción”, según confiesa el narrador. Emociona imaginar a Sánchez -porque el escritor y el narrador están unidos por la misma pasión- abrazado a ese árbol del que Conti había escrito “un día en la vida de un árbol no es una día cualquiera. Es un día del mundo”.