“La vida ha tenido más fuerza que la literatura”. Lo dice el narrador-personaje del extraordinario cuento homónimo que da título a El tren detenido (Paradiso), de Carlos Hugo Sánchez, relato que ganó el Premio Salón del Libro Iberoamericano (Gijón), del Concurso Internacional de Cuentos Juan Rulfo, en 1999. En el campo minado de una ficción --donde el tiempo avanza, la muerte asedia y los vagones no se mueven durante nueve días--, el escritor lanza una flecha hacia ese vínculo problemático, habitado más por las incomodidades de las dudas que las certezas lapidarias, entre las experiencias existenciales y la escritura literaria como vocación. O destino inexorable. ¿Se escribe y se vive con la misma intensidad o una y otra son asimétricas?

En la mayoría de los diecisiete cuentos del libro emerge la figura del escritor como “fantasma” incomprensible para los otros, regulados por vidas más “convencionales” o que creen moverse en ese paradójico comodín llamado “normalidad”. Como sucede en el reencuentro con “la única mujer que amé”, el relato “Lluvia nocturna”. Uno de los personajes, llamado Carlos, resume lo que hizo en su vida: se casó, tuvo dos hijas, fue profesor en Letras por poco tiempo y escribe. “Está tan fuera del tiempo y de la vida que alguien escriba con intenciones literarias, que la gente responde con un breve desconcierto y no se siente obligada en absoluto a halagar esa extraña actividad”, plantea el personaje y se pregunta: “¿Acaso fui yo solo el único loco al que la literatura no sólo le cambió la vida sino que fue la vida misma? Y no estoy diciendo que me pasé la vida escribiendo, no, de ninguna manera; había que comer y dar de comer; pero sí leyendo, sí sufriendo esas transformaciones químicas que produce la lectura en el cerebro y que terminan convirtiéndolo a uno en un ser ensimismado, casi sin certezas”.

En el humus de estos relatos hay pliegues de cavilaciones y una soledad que se conjura en la sociabilidad con los extraños (y no tanto) de los bares que frecuentan los personajes. Como Fernando, que confiesa que a veces trabaja como psicólogo, pero desde hace unos años es “un escritor póstumo”, se define con una ironía melancólica porque los personajes, a contrapelo de cualquier énfasis o subrayado dramático, nunca se quejan de su suerte literaria, mientras recorren los pueblos de La Pampa o Mar del Sur, Madariaga y Villa Gesell. “No entiendo la poesía; por lo menos la actual. Cada verso sale disparado hacia un destino propio”, dice el narrador, “inmaculadamente rubio”, de ancestros suecos, que anda cerca de Toay, donde nació la poeta Olga Orozco. En algunos relatos el sucedáneo del escritor es el periodista, como Ramiro de “El hombre perenne”, con sus proyectos de notas que pretendían “desentrañar una verdad oculta” en tiempos poco propicios para esa palabra. “La verdad ya no tiene el menor prestigio y las mentiras, ninguna consecuencia lamentable para quien las emite”, postula ese narrador no exento de cierto escepticismo.

Sánchez (Buenos Aires, 1954) publicó en 2018 su primera novela, Un hombre llamado PiedraAzul, aunque escribe desde los 19 años. Cursó ingeniería en la Universidad de Buenos Aires, carrera que abandonó “al enterarse de que era imprescindible dominar el cálculo de derivadas e integrales”. Después estudió el Profesorado en Castellano, Literatura y Latín, y ejerció la docencia por poco tiempo. La mayor parte de su obra, más de sesenta cuentos y tres novelas, permanece inédita. Esa condición se explica más por los prejuicios de los editores hacia aquellos que no pertenecen al ambiente de la literatura --excluidos de la inercia del prestigio y las unciones académicas-- que por desidia del escritor. En 2004, su colección de cuentos Sobre el origen de las palomas, ganó el segundo premio de Cuentos “Victoria Ocampo”.

En El tren detenido, el autor escribe con los ecos y resonancias de su lectura de Haroldo Conti, una influencia evidente en varios de los cuentos; también dialoga con Julio Cortázar y lo “fantástico”, entendido como un extrañamiento o paréntesis de la realidad, donde la lógica espacio-temporal se desplaza con una sutileza apenas perceptible. No hay nada sobrenatural ni esotérico, sólo la leve impresión de que los límites se difuminan. Si los escritores “mejoran la realidad”, según advierte el narrador de uno de los relatos, Sánchez prefiere reescribir la realidad para que la literatura tenga más fuerza que la vida.