Un llamado interrumpe mi lectura de la novela. G. H., con su mirada fija en los ojos de la cucaracha, aquella que la lleva a los límites de su humanidad, tendrá que esperar. Atiendo el teléfono. La psicóloga del Hogar para Varones me pregunta si tengo disponibilidad para recibir a un niño de ocho años que ingresó hace unas semanas. Me explica que desde la comisión directiva piensan que sería importante que tenga un espacio con un psicólogo. Son las seis y media de la tarde, el invierno comienza a acercarse cada vez con más fuerza y lo siento en mis pies, inmóviles después de horas y horas de escuchar a pacientes intentar ponerle palabras a su sufrimiento, a la ausencia de respuestas, a la repetición de malas decisiones; bordear, aunque sea, ese vacío atrapante. En mi consultorio, con luz tenue y un silencio acogedor, G. H. expresa lo que los pacientes quieren decir y no encuentran cómo, quizás yo tampoco.

La mujer con la que hablo se llama Soledad, ese nombre escuchando a esos niños, esos niños hablándole a (la) Soledad no deja de parecer una ironía. La ausencia de un futuro, de una transmisión, de una historia es lo que traen estos niños desde hace cuatro años a mi consultorio. Silenciosos, invisibles, derriban todo mi interés por los pesares neuróticos de la mayoría de mis pacientes.

Recostado sobre el sillón, mi cabeza reclinada en el respaldar me obliga a dirigir mi mirada hacia arriba, la luz del velador ilumina el libro de Clarice Lispector apoyado sobre mi pierna, mi mano derecha sosteniendo el celular contra mi oído. Me doy cuenta que no escucho a Soledad, percibo el sonido que sale del parlante del teléfono, que emite una voz similar a la de Soledad y me lleva a imaginarla con su boca muy cerca de su celular, relatándome la situación por la cual Nacho había sido separado de su familia.

Escucho, pero no puedo parar de pensarme allí, escuchando. Pienso: La pasión según G.H. es un libro del cual no es fácil salir. Le digo a Soledad que con lo que me cuenta es suficiente, sabía que no me estaba hablando de Nacho ni de su historia, sino que estaba leyendo una carpeta con fotocopias que llevaban el nombre de aquel niño. Podía imaginarme a Soledad sostener con su mano izquierda el teléfono sobre su oreja, mientras que con la derecha hacía girar las hojas del bibliorato. Acordamos un horario, lo esperaría el viernes a las 10. Cuelgo, anoto algunas cosas, algo sobre una madre que en verdad es su abuela y su madre a la vez, que alguna de las dos está presa, un bunker de drogas, un padre que en verdad es el abuelo, y ya no sé dónde está ese niño que aún no conozco. Cierro el cuaderno, lo abriré para escribir luego del encuentro.

Vuelvo a mirar el libro, cuesta avanzar con algunas lecturas, por momentos pienso que no queda otra que seguir para llegar a algún lugar. En diez minutos golpeará la puerta el próximo paciente.  Nueve y cincuenta y cinco del viernes, escucho dos voces detrás de la puerta, no percibo qué dicen, una es de una mujer, difícil sería decir la edad, y la otra es la de un niño. No golpean la puerta, están allí susurrando del otro lado; casi dos metros de distancia me separan, y sin embargo tan lejos aún. Me detengo mirando hacia la puerta, espero algo, ¿que golpeen? Puede ser, es quizás sólo una demora, dejar estar la expectativa. Pero me siento ridículo ahí, y camino dos pasos hasta la puerta, me detengo nuevamente antes de agarrar la manija, alguna risa ahogada del otro lado pasa hacia el interior donde me encuentro parado. Abro. No conozco a ninguno de los que están allí, una señora gorda muy sonriente se presenta, no registro su nombre, y bajando la cabeza veo a Nacho, que con una sonrisa tímida no dice más que hola.

--El es Diego, el psicólogo.

-‑Hola Nacho, ¿Cómo estás? (siempre la misma pregunta estúpida)

‑-...

‑-¿Querés pasar a jugar un rato?

Nacho no dice nada, entra sonriente.

-‑¿Dentro de cuánto paso a buscarlo?

‑-En media hora, o cuarenta y cinco.

-‑Dale, nos vemos en un rato.

Entra, se manda, mira, recorre todo con la mirada, abre los cajones, agarra los dinosaurios, los mira, los deja, le propongo jugar a algo, no sé, ¿a que le gustaría jugar? Agarra unas hojas, le digo que podemos hacer unos barcos de papel, le muestro como los hago yo, sigue mis pasos con tal velocidad que me sorprende, se muestra contento. Pero de pronto se detiene, no sé, dice, no me sale, yo no sé hacerlo. Estúpida, ahora, era mi posición de querer convencerlo de que sí sabía.

¿Qué es lo que no sabe? ¿Qué simula no saber, sabiendo?

Hola, soy el que no sabe. Soy quien quiere aún no saber. Soy quien quisiera no haber sabido nunca. Soy quien quiere no saber la mierda que me trajo hasta acá. Soy quien sabe y solo tiene como herramienta el olvido. Soy quien no sabe quién es. Ese soy yo, un olvido de la historia.

Brian, Nacho, León, Franco, Kevin, Isaías, Bruno, Ezequiel, Diego, Lautaro, plurales de estos nombres impropios.

Jugamos, dibujamos, dejamos que el no saber nos hable, tomamos un té, se nos pasa la hora. La gorda nos espera afuera cuando abrimos la puerta. Nacho nuevamente silencioso.

Nos vemos el viernes, le digo, y un abrazo, como un puñal, me sorprende. Aún llevo esos brazos enganchados a mi cintura, sintiendo la presión de su cabeza que se apoya justo ahí, en el centro de mi angustia, dejando un hueco infinito.

 

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