Hace unos años, Marc Webb se ganó un nombre al escribir y dirigir 500 días con ella (2009), una película que podía llamarse comedia romántica pero que proponía algo menos convencional que “chico conoce chica”, incluso su reverso: ahí, desde la cara de nene crecido de Joseph Gordon-Levitt, lo que se desarmaba era la figura de la chica ideal, la manic pixie dream girl que Zooey Deschanel representó por antonomasia, o esa fantasía masculina que combinaba flequillo retro, encanto y disponibilidad para el amor, como una especie de hada moderna con buen gusto musical que vendría a concretar de una vez por todas todo lo que él soñó sobre el amor desde niño. Después vino el reboot de Spiderman conocido como El sorprendente hombre araña (2012), donde Andrew Garfield reemplazó a Tobey McGuire en el traje azul y rojo del adolescente torturado que, de nuevo, tuvo una chica con flequillo en el horizonte (Emma Stone), aunque la cosa no terminó bien.

En la nueva película de Marc Webb, es otro superhéroe despojado –pero no del todo– de su traje (Chris Evans, el Capitán América de Marvel) el que se enfrenta con una chica (Mckenna Grace), esta vez de siete años. Frank Adler es el tío de Mary, pero la crió desde bebé porque la mamá de la nena, una genia de las matemáticas que vivió a la sombra de su propia madre hiper exigente, se suicidó cuando era muy joven y le dejó la nena a cargo. Aunque en algún momento de la película se sabrá que él era profesor de Filosofía en una universidad prestigiosa, por algún motivo ahora se dedica a reparar botes, un trabajo que representa algo así como el anti-destino familiar, donde tiene que engrasarse las manos y usar jeans, remeras viejas y barba descuidada, que lo muestran indolentemente hermoso. La sobrina por su parte es una rubiecita desdentada, pasada de rosca y que habla como una adulta, y lo adora. Ninguno de los dos parece una persona promedio, quizás por eso está ahí Octavia Spencer para interpretar a una vecina bonachona, Roberta, que pone una cuota barrial y realista en la vida del tío y la sobrina.

La película abreva en ese plus de satisfacción que da ver al papá joven y hermoso, que podría estar rodeado de mujeres y dedicándose a otra cosa (a lo que sea que el estereotipo dicte que se debería dedicar), haciéndose cargo de una nena y disfrutándolo al punto de postergar otras cosas. Y elevado moralmente, claro, porque a diferencia de una madre que está obligada a criar, en el varón siempre parece que las tareas de cuidado fueran una elección guiada por los sentimientos, que lo revisten de encanto. El punto es que, a pesar de que Mary es una genia que parece haber heredado los dones de la abuela y la mamá, matemáticas las dos, Frank quiere que tenga una vida normal, juegue con otros chicos, esté al aire libre. Ahí es donde se va a desatar el conflicto de Un don excepcional, cuando aparezca la abuela tremenda (Lindsay Duncan) que quiere que la nieta cumpla con su destino de superdotada y, pase de factura de por medio, termine yendo a juicio por la tenencia contra su propio hijo.

Un don excepcional es edulcorada en su manera de mostrar la relación tío-sobrina, perfectamente fluida y feliz, que a veces incluso toma la forma de una postal de los dos jugando y preguntándose por las cosas profundas de la vida contra un atardecer imposiblemente naranja. También es agradable, lo cual no es mucho decir, y demasiado del montón: nadie se quedará pensando en estas película que si suma algo de intensidad, es gracias a una villana de manual, una de esas madres terribles que son capaces de comerse a sus propios hijos, figurativamente, con tal de no reconocerles el derecho a las propias decisiones y la propia vida. Lindsay Duncan está a la altura del papel pero no deja de reforzar, con sus aires de reina mala, el lado cuento-de-hadas de una historia que es varias veces menos interesante y cuestionadora que 500 días con ella.