La vida lleva y trae palabras; algunas de ellas contienen historias empapadas de esas letras, unidas de esa manera. Un día, hace mucho, descubrí sorprendida que, en alemán, la palabra Schuld designa al mismo tiempo culpa y deuda. En su momento, me pareció un acierto de esa lengua, porque en la nuestra hay que hacer un poco de trabajo para llegar al lugar donde la culpa y la deuda se encuentran y se pisan. Pero al pensarlo y desglosarlo y redirigirlo, recordé muchas situaciones de diferente orden, personal y colectivo, en las que esas dos ideas, sentir culpa y estar en deuda, se entrecruzaban, se confundían, yacían en el fondo de un malestar específico que provocaban, una y otra.

Los argentinos que somos parte de la clase media en cualquiera de sus múltiples capas, los que provenimos de las oleadas inmigratorias de los siglos pasados, tenemos una mala relación con las deudas. Nuestros padres se criaron acunados por una frase que ubicaba al ahorro como la base de la fortuna. Ese rasgo idiosincrático nos habla también de la estabilidad económica en la que transcurrieron las vidas de esas generaciones que nos antecedieron y que forjaron para nosotros las bases de cierta moral adquirida como forma de vida. Esa moral fue adaptativa y probablemente fundante entre las diferentes colectividades que tributaron a la argentinidad: fue aquí que encontraron paz y trabajo, y donde ensayaron todos juntos la experiencia curiosa no sólo de insertarse o de refugiarse, sino de ser parte móvil y viva de una nacionalidad que nacía, más allá de como se la quiera describir. 

Era una mala noticia que alguien se endeudara. Se suponía que a la deuda se llegaba por motivos que eran siempre malos, porque si se pedía un crédito bancario, por ejemplo, para llegar al primer auto o a la primera casa, eso no era entendido como deuda, sino como el salto ascendente argentino. La deuda era otra cosa, estaba emparentada muchas veces con el vicio, la ambición, la mala suerte. La deuda no decía nada bueno de nadie. Los padres regalaban a sus hijos una libreta de ahorro. Existían las alcancías cuyo contenido, aunque exiguo y ruidoso, no perdía valor a lo largo del tiempo. El tiempo no conspiraba contra el ahorro, porque no había inflación. 

El brusco cambio de modelo que comenzó en l976 y hoy reaparece excedido y descontrolado como un zombie que esperó demasiado su regreso, trajo las dos cosas juntas, dos miedos: el de la inflación y el de la deuda, que suelen mostrarse por separado. Llegaron como siameses pervertidos que en el micromundo de nuestra sociedad arruinaron muchas biografías. Si se tuviera que elegir una imagen de desgarro que encarna por excelencia esos hitos desgraciados que son capaces de marcar no sólo a una persona sino a una familia entera, y que cuando suceden suelen llegar por racimos o al por mayor, son los remates de casas o de campos, los desalojos, esas escenas duras en las que una familia se queda sin techo. Por morosos, por usurpadores, por lo que fuere: atrás de las patadas a las que algunos eran echados a la calle, a lo largo de los años, siempre hubo una deuda. Lo que había sido salto, se convirtió en caída.

En el mundo de la deuda caben a su vez muchas imágenes, muchos planos en los diferentes cortes de la pirámide social. Pienso en las miles de veces que algún propietario o encargado de hotel o pensión barata golpeó a una puerta para decirle a alguien que pagara lo adeudado o que se fuera. Pienso en la figura del usurero como el brujo de una tribu extensa que confiaba en el trabajo como el puente al futuro. Pero pienso también en las burbujas inmobiliarias de Estados Unidos y de España, y me detengo en eso de la burbuja. En esa pompa de jabón, tan ligera, tan frágil, que antes de ser inmobiliaria o hipotecaria fue mensaje, fue ilusión, fue engaño, fue mala praxis bancaria, fue política económica, fue corrupción estatal y privada, fue concepción ideológica, fue folleto, fue título de diario, fueron muchos columnistas opinando al mismo tiempo que había reactivación, fue dinero que pasaba de un país a otro sin pagar impuestos, fue deuda pagada en un país con la deuda que contraía la población de otro país. 

Es posible imaginar las relaciones de poder mundiales determinadas por el entrelazado de deudas que se generan diariamente, porque aquel modelo que comenzó a aplicarse en los ´70 en dictaduras y en los ´80 en democracias es finalmente el que dibujó el orden mundial después de la caída del Muro de Berlín. Medio mundo sabe que las deudas externas que se contraen, contraen a la población, que la sujetan, que la adelagazan, que la desgobiernan, que, como dijo la ex Presidenta en Arsenal, la desorganizan. La dejan sin proyecto.  

Esta semana el gobierno argentino contrajo una deuda a 100 años. En su spot todavía en pantalla, Macri dice que ha llegado para cambiar este país “para siempre”. El FMI ya está aquí. El medio mundo que ya no cree en los que hablan por radio ni en las tapas de los diarios sabe lo que eso significa, aunque en la televisión los debates sean sobre si perros sí o perros no en los restaurantes. Más, mucho más que los miembros de Cambiemos, los peronistas que forman parte de ese medio mundo, saben que el FMI de nuevo aquí es una afrenta política a quien dicen respetar y condujo el desendeudamiento desde 2005 al mismo tiempo que Lula en Brasil. Algunos de ellos votaron esto. 

La deuda y la culpa, una culpa que no experimentarán los que la decidieron. Lo sórdido de las deudas externas es que son deudas de todos destinadas a favorecer a un puñado. La culpa será de los que crezcan malparidos no por sus madres sino por sus países. La culpa será de los que crean que no han llegado aptos a este mundo o los que sientan que el esfuerzo es inútil porque no habrá resultados. La culpa es, sí, lo único que democratiza el neoliberalismo, y esto no es una metáfora. Estos hombres trajeados que pronuncian mal inglés están convencidos de que haber logrado alcanzar el poder político y usarlo para sus negocios personales o corporativos es un derecho. Están convencidos de que tienen derecho a destruir un país. Así que estamos en una lucha de derechos contra derechos. Los de los pueblos y los de los empresarios y los banqueros. Su poder es enorme. Se necesita una sincronía popular atronadora para que esta vez la deuda y la culpa coincidan en recaer sobre los verdaderos responsables, y no sobre los hombros de los que todavía no nacieron.