Lo llaman el uruguayo. Pocos vecinos sabemos que nació en Canelones. A muchos no les importa. El miedo siempre achica el paisaje. El apuro absurdo disipa la magia. El cuidacoches no camina, se desliza por el asfalto con la suavidad de un arroyo. Se desplaza entre dos frentes, un silbido monótono que lo antecede, entibia el aire próximo a romper y su inseparable perra Sombra, quien lo sigue desde hace ocho años. "Un día venía subiendo la bajada y me comenzó a seguir. Ella, sola como una perra, yo solo como un hombre sin perro. Nosotros somos animales  fortuitos, capaces de convertir los reinos previsibles en imprevisibles. Ellos lo perciben y tratan de evitarlo, nos tienen pena". Forma repetida de presentar en sociedad a su compañera. Como buen paisano, supo robarse el primer paisaje lleno de campo y silencios, al cual lo despliega en cada charla en un discurso pausado y pensado. Por un corto tiempo fui sólo un cajero para el callejero, un empleado que canjeaba sus recaudaciones en monedas por cómodos billetes. Correcto y educado, lejos estaba de presentarme su famosa versión de cuentista o maestro en términos tumberos con los que se expresaba entre sus pares. Un lunfardo actualizado, enriquecido en los mismos orígenes y con las mismas necesidades que aquellas palabras atesoradas en el diccionario de José Gobello. Un mate caliente en una fría mañana rompió el hielo inesperadamente. "Un año más sin mi amigo. Cabrón para las requisas. Rebelde para el engomado. Se corbateó en la redonda, cansado de que lo buzonearan". A confesión de penas, conversación de amigos. Un caminante con secador y trapos rejillas como medio de subsistencia está condenado a acampar en las grandes ciudades. "En los pueblos está naturalizada la injusticia. Todos se conocen y respetan sus roles como si fueran castas. No hacen falta cuidadores. Se consideran mega ciudades aquellos sitios en donde vos pateás por el centro un largo rato y no te cruzás con ningún conocido. Entre extraños aparece el trabajo". Alguna vez me resumió su idea con envidiable sencillez. Explica que un buen cuidaautos  no aplica tarifas, siempre deja librado al corazón del conductor el importe del pago por sus servicios. "Para este laburo no hace falta  saber de motores, mecánica ni modelos. El automóvil siempre será el mismo, el versátil es quien lo maneja. Su estado de ánimo será directamente proporcional al medio en donde se encuentre estacionado su  vehículo, bailantas, iglesias, bancos, casinos, restaurantes, estadios. No se ven trapitos frente a casas velatorias". Me explicó, en otra oportunidad los gajes de su oficio. No obstante lo irregular de su trabajo, dice contar con una estadística personal en donde las mujeres encabezan la lista de aportantes a su causa. Lo siguen los adultos varones y por último algunos jóvenes siempre y cuando no se encuentren acompañados de su pareja. "Les gusta mostrarse fuertes frente a un débil. La soberbia se cura con el tiempo. Nosotros estamos acostumbrados al relaje en estos casos. Tenemos que tener cuidado, generalmente se juzga la reacción. Ahora sí, cuando andan solanos, son unas mamis los nenes de papi". Durante el verano tiene su dormitorio debajo del puente que cruza la Puccio. Soporta las crudas noches de invierno en la capilla del padre Elvio. Prepara cenas, reza y escucha consejos "tan simples como imposibles de aplicar en mi realidad mistonga". Sin embargo aprecia al pastor. Entiende que ambos están condenados por la misma maravilla, los amaneceres. Por alguna razón que no era capaz de adivinar, la vida de creyentes y ateos, tanto como la de dioses inventados y temidos,  estaban sujetas a leyes de vigencia eterna tan inaccesibles a la voluntad terrena o divina como el mismo sol. Mirando el alba asegura haber aprendido que la omnipotencia no esta al alcance de ningún dios. "Mi compatriota Daniel Viglieti lo canta bien clarito, "ayer vi a un hombre mirando/ mirando al sol que salía/ el hombre estaba muy serio/ porque el hombre no veía./ Los ciegos viven sin ver/ como sale el sol..., el problema está en los que no pueden ver un amanecer, y no me refiero a los no videntes, precisamente, cumpa", me cantó en una oportunidad para demostrar que no está solo en su apreciación. Hace unos días me sorprendieron los gritos de un automovilista: "¡Charrúa! Cuidame la nena. Voy a pagar unos impuestos. Enseguida vuelvo... No quiere bajarse. Quiere que le contés un cuentito". La oyente bajó el vidrio de la puerta trasera de su negro auto, apoyó su rostro iluminado sobre los brazos cruzados en la ventanilla y esperó ansiosa el relato. Con la excusa de alimentar con un bizcocho a Sombra, me acerqué al escenario callejero con el cuidado necesario para no entrar en escena ni interrumpir el vuelo sutil que genera un cuento inventado. "Había una vez, en un lejano país en donde no existía el antes, el durante ni el después, un monte encantado. Allí vivía un botija, un pibe de doble apellido, Perez Grino y  un solo y bello nombre, Juan. Solía entretenerse cazando duendes de colores a quienes encerraba en su cabaña construida sobre un algarrobo, para liberarlos por las noches después de robarles un poco de pintura para filetear su alma. En su mural interno, brillaban un blanco noble junto a la profundidad del azul, mezclado con una verde salud y anaranjada alegría. Sólo le faltaba el rojo, color del amor, el más difícil de todos. Muy cerca estaba de capturarlo en aquel atardecer en el que un ruido infernal de sierras, topadoras y hachas a cargo del peor de los monstruos, el hombre desalmado, provocó la huida de aves, hadas, dragones, ogros y gnomos en distintas direcciones. Juancito guardó sus cosas en su mochila, juntó sus dos apellidos y se  largó por el mundo en búsqueda del bien perdido". Imposible saber si continúa la cacería. A veces me parece que ya encontró lo buscado. Sobretodo cuando lo veo parado de cara al río, sobre el techo de su casa, recibir al astro con una felicidad encarnada en su amplia sonrisa desdentada.

[email protected]