El film que más me marcó, a punto tal que creo que ha sido la experiencia cultural decisiva para que me convirtiera en un escritor, y particularmente en un escritor de erótica, fue El silencio (1963), de Ingmar Bergman. Montevideo fue una de las pocas ciudades del mundo en que se estrenó de inmediato y sin cortes. Estaba yo por entonces en mi primera adolescencia, y me aquejaba una irrefrenable curiosidad sexual, que me llevó a desarrollar una gran habilidad para “colarme” en funciones cinematográficas “sólo para adultos”. El film de Bergman me produjo una gran impresión, marcando mi manera de ver el arte y en particular la representación artística del erotismo y de la sensualidad. Tratando de comprender la naturaleza y la profundidad de ese cambio volví a ver el film una y otra vez.

Un poco de contexto puede ayudar a entender el efecto que tuvo sobre mí El silencio. Hacia el final de mi infancia, en esos años inmediatamente previos a la televisión, cada domingo los cines ofrecían una función, llamada matinée, con tres o cuatro películas aptas para todo público, gracias a la cual los padres zafaban de sus críos por un buen rato para la siesta del domingo. Por más aptas para todo público que fueran aquellas películas, debo decir que eran –especialmente las de serie B con que se iniciaba el programa- verdaderos hervideros de sensualidad, en el que los aún párvulos nos cocinábamos a fuego lento. Hay escenas que, en la indefensión hipnótica de la gran pantalla, taladraron mi cerebro y larvaron en lo más profundo para permanecer allí por siempre jamás.

Pero la mecha de la obsesión se encendió definitivamente cuando, ya de trece añitos, empecé a acceder al soft-porn característico de los sesentas. Aquellos abrazos interminables en los que se ocultaba al milímetro lo que no se debía mostrar –hendiduras, mucosas, orificios, vello púbico y la totalidad de la genitalia en su conjunto y por separado-, abundantemente condimentados con bandas sonoras redundantes hasta la náusea, lo que me producían era dosis masivas de irritación, por no decir de furia, que terminaban en el disgusto y en la repugnancia. El soft-porn prometía y negaba en el mismo movimiento. Era mucho más indecente y dañino que la honesta pornografía que vino después. En una naturaleza sana aquella incesante frustración no podía producir sino rabia, y, emboscada, una decisión de vengarse (sin proyecto alguno, por supuesto, más allá de ponerle una bomba a alguno de los tugurios que lo exhibían).

En aquellas aguas turbulentas vino a amerizar la obra maestra de Bergman. Por supuesto que lo que primero concitó mi atención, por su audacia insólita, fueron las dos escenas sexuales, ambas filmadas frontalmente, en una sola toma y sin reencuadres restrictivos. Pero más insólitas aun porque presentaban situaciones sexuales inabordables para el cine de entonces: el sexo casual, de Ana con un desconocido, y la masturbación de su hermana Ester, enferma terminal. Sólo muy poco a poco fui comprendiendo que, en realidad, lo definitivamente excepcional de aquellas dos escenas era lo que causaba el efecto más profundo: que desde su misma animalidad las escenas nos enfrentaban con lo más íntimo de la dimensión espiritual de sus personajes.

La escena de sexo casual está precedida por una áspera y amarga discusión entre las hermanas: la enferma está celosa del voraz apetito sexual de su hermana. Cuando Ester se retira y Ana queda a solas con su partner ocasional, en el rostro de Ana vemos toda la amargura y la tensión producto de la discusión. El fulano se le acerca por detrás entonces, y la penetra. Vemos cómo el deseo de voluptuosidad borra poco a poco las trazas de la tensión y la angustia en el rostro de Ana. No en vano Bergman es reconocido como el supremo explorador del rostro humano.

En cuanto a la otra escena: Ester, enferma terminal, yace en pijamas en su cuarto de hotel, bebiendo vodka. Se masturba. Un delicado reencuadre termina en un close up de Ester, invertido en la pantalla dada la posición de la cámara, como si Ester estuviera cayendo de cabeza en un abismo. Basta con ese mínimo reencuadre para que la exasperación erótica de Ester, muy batailleanamente, se asome al vacío y a la muerte. Con los ojos muy abiertos y mirando fijo al lente de la cámara, no sabemos si el gemido gutural que aflora en su garganta es el gemido del orgasmo o el estertor de la muerte. No sabemos si su mirada es la del placer alcanzado o la del final de la agonía. Bergman nos advierte, por si no lo sabíamos, que el demonio del deseo piensa acompañarnos hasta el mismísimo lecho mortuorio. Sí, una mujer enferma terminal se masturba, pero ¿de qué nos habla, en realidad, la escena? Parafraseando al Cantar de los Cantares, lo que nos dice es: “Porque fuerte como la Muerte es el Deseo”.

En otras palabras, teniendo sexo los personajes de Bergman iban en busca del placer, no al margen sino desde, sus angustias. Su erotismo era, inextricablemente, el resultado de la batalla entre cuerpo y alma. Este descubrimiento del alma en aquello que era el objeto exclusivo de mi curiosidad por entonces, la experiencia erótica, aunque en ese momento no pudiera descifrarlo claramente, marcó mi manera de entender la representación erótica, de una vez y para siempre.

Mi curiosidad por los misterios de la sexualidad humana, que conoció su primera y fundamental epifanía a través de El silencio, de Ingmar Bergman, jamás se extinguió. Sigue relanzándose desde mi escritura, y sé que -parafraseando al viejo loco de Tanizaki- lo seguirá haciendo mientras pueda presionar las teclas o sostener una lapicera.

Ércole Lissardi, montevideano, nacido en 1951, lleva 35 títulos publicados. Este mes se conocerán en Argentina El ápice y otras historias y El Ser de Luz y la Diosa Idiota. Su producción de este año, Edén y El amigo de las mujeres, es de próxima publicación.