Alejandra Pizarnik

PALABRAS QUE DICEN MILLARES DE IMÁGENES

“¿Cómo explicar con palabras de este mundo/ que partió de mí un barco llevándome?” Es poesía, se lee como tal, carga con la sensibilidad de Alejandra, llega a lo que a cada uno nos llevó a otro lado, o trajo a éste. Aunque no podamos definir adónde, a ser quién, sabemos de qué habla, podemos verlo sin necesidad de ponerle palabras.

La imagen del barco es algo real, representa la sensación. Quita del medio el espejo entre el hecho y el escrito. La expresión encontrada para ilustrarlo remite directamente al impulso que pudo haberlo generado. Lo multiplica por el número de lectores que dejan entrar esas seis palabras. Partió de mí un barco llevándome.

Las palabras tienden a bloquear más facilmente que a dejar pasar lo que queremos transmitir. El ejemplo más contundente es la que usamos cuando decimos Dios. Pronunciamos el vocablo y nuestra mente se fija en un punto de referencia. Para muchos, la imagen de un viejo de túnica y barbas blancas.

Esa forma de llamarlo es solo “un” estado en que nuestra conciencia se relaciona con lo que pueda significar. Aunque “no esté en ninguna parte y al mismo tiempo en todas” y lo comprendamos como una totalidad, orden/poder superior, etc., cada vez que pasamos esa idea por su nombre nos estamos golpeando contra una puerta que no queremos abrir. La de no querer saber, la del no necesitar saber: la que nos antepone al misterio.

Quizás sea una herejía suponer que misterio –signifique lo signifique– es un estadio más allá de dios. Quizás ambas palabras sean puertas gemelas, sinónimas, que impiden el paso. Me refiero a la sensación de desamparo que produce todo lo innombrable. A permanecer sin atribuir. A ese vaciar la mente y transportarse a otro nivel de la conciencia. Donde no hay diferencia entre lo evocado y quien lo evoca, ni objeto y sujeto, palabras con que la mente necesita diferenciar para hacer foco.

En lo que no puedo decir quizás esté lo mejor de mí. En lo que digo, quizás solo mis puertas abiertas ante lo que no puede decirse. De ahí tantos malos entendidos. Somos seres de lenguaje.

En ese mismo umbral comienza la advertencia taoísta: “El Tao que puede ser nombrado no es el verdadero Tao”.

Como el barco de Alejandra que parte de mí llevándome, la misma frase que parece negarse a sí misma embarca a cualquiera que la lea hacia esa dimensión paralela de silencios explícitos que hay más allá de los dominios de la mente y sus expresiones verbales. En la asociación que produce también viaja su sentido.

Javier Martínez

BLUES DE INFINITUD

Cine Cosmos, matinée, solo tres personas. En las filas del fondo, Andrés Di Tella y Claudio Caldini, yo en alguna del medio. Proyectan Hachazos, un documental “de un cine poeta sobre otro cine poeta”. La cámara de Andrés registra la Super-8 de Claudio colgada en la punta de una cuerda que gira sin fin bajo las ramas de un árbol. E intercala secuencias del jardín pasando por la pantalla. Ver ese barrido de verdes altera mi percepción. Es como si estuviera en una interminable danza derviche. Y de repente, amplificada por el vacío del cine, la voz de Javier Martínez, desde lo más bajo de su pecho, vuelve a cantar: “Hoy adivino qué me pasa/ porqué mi nombre no soy yo/ porqué no tengo una casa/ porqué estoy sólo y no soy/ porque hoy nací, hoy nací”. Y las letras “o” de cada palabra estiradas aún más que en la grabación original se desmembran en mi sensibilidad asociativa y transportan a esos raros momentos en que mi cuerpo vibra en una dimensión que lleva mi conciencia al centro mismo de otro plano.

Estremecedor. Solo tuve esa vivencia de unidad con una expresión artística una o dos veces en mi vida, no más. Javier deja de ser Javier y lo que canta deja de ser suyo. Soy yo el que, en ese momento, canta (no acompaña: canta): “Hoy recién hoy, el sol me quemó/ y el viento de los vivos me despertó/ hoy adivino qué me pasa/ porqué mi nombre no soy yo/ porqué no tengo una casa/ porqué estoy sólo y no soy…”

Las “o” se me estiran cada vez más, como si cada vez que aparece una fuera un Ooommm.

Javier recuerda haber escrito la letra a los veintitrés años al salir de una meditación aprendida en una escuela del Cuarto Camino (Gurdjieff). Dejaba de respirar automáticamente, impregnaba sus pensamientos con algún mantra o idea-fuerza como la de morir para renacer a una vida superior y al exhalar se decía: “Muere el hombre profano, viejo, vulgar, mentiroso, mediocre, estúpido, etcétera. Abandono a ese hombre viejo, decadente y tonto. Milenios y milenios de ignorancia. Renazco a una nueva identidad dada por mi yo superior, el espíritu o quien fuere”.

La canción dice lo que se decía a sí mismo. Ya entonces, su realismo interior encuentra su voz en una poética del despojamiento. Fue grabada a dúo con Claudio Gabis en horas extras a las asignadas para el primer LP de Manal. Ese sábado (9.8.1969) a la mañana, Alejandro Medina no fue al estudio. Para aprovechar el tiempo, Javier le pasó unos acordes a Claudio y canturreó el tema que acababa de componer la noche anterior. Ahí nomás, el guitarrista se sentó al órgano y con la mano derecha guió el histórico solo.

Cuando Javier terminó de desgranar “Porque hoy nací/ Hoy recién hoy, el sol me quemó/ Y el viento de los vivos me despertó”, siempre con las o trémulas, el técnico le añadió un mínimo de cámara y produjo ese eco que da a la voz de Javier una profundidad espectral. En palabras de Gabis: “Esa infinitud tan característica, ese clima tan particularmente psicodélico, veladamente místico”.

Podría decir que la grabación de “Porque hoy nací” es, si no un live, un acto espontáneo. Esa primera toma, sin ensayo, es la que inmortaliza el disco amarillo de Manal. Es también la versión que Andrés Di Tella toma para Hachazos y me parte la cabeza hasta el alma.

Patti Smith

ADENTRO DE TU CABEZA PARLANTE

¿Qué tenés que estar viendo o escuchando para escribir, por ejemplo, “No voy a renunciar, no me rendiré, no me dejes renunciar, ven aquí, déjame ir, rápido… llévame arriba, rápido, llévame hacia arriba...”(“Birdland”), o: “La memoria cae como crema en mis huesos, pasando sobre mí/ Debe haber algo que pueda soñar esta noche/ El aire está impregnado con sus movimientos/ Todo el fuego se congela y aún así tengo la voluntad, ¡oh, ah!” (“Elegie”)?

Fijate en los cuadernillos que traían sus CDs o buscalos en Internet y verás porqué a sus poemas llamarlos canciones les queda chico. Solo les cabe lyrics, porque suenan como himnos.

Ella no se deja llevar por el sonido de las palabras ni por las imágenes que despiertan, aunque parezca que va desgranándolas a la espera de que tomen, le digan, un significado a lo que quedará sobre su cuaderno o cantará, ni siguen el rumbo que parecen haberse propuesto en las primeras líneas, ni ningún orden ni sentido lógico. Patti Smith profundiza a base de escarbar ahí donde duele, no dice dónde pero lo sabés. Poco antes de caerse de un escenario y quebrarse las cervicales le escucho decir “Language rends me”, y alguien, notero como yo, le pregunta cómo es eso de que el lenguaje te desgarre tanto. Ella irradia en círculos concéntricos una mirada mezcla de compasión y desdén y repregunta si se le puede preguntar al fuego porqué arde.

Ese “me desgarra” es más que una contraseña en su forma de cantar. Si tironeás de cualquier piolín en su biografía, entendés que sus composiciones nacen de esa voz quebrada que le dejó abierta infinidad de heridas. Y ninguna tan profunda como el instinto de no calzar en la familia, pueblo, sociedad (“Ser otra Smith más”) que nació e ir siempre tras algo que, aunque lo encuentre, la mantiene en el mismo estado on the road.

“No necesitás ser del mismo palo para sentir a qué se refiere”, dijo su amigo Sam Shepard, autor del guión de Paris, Texas, en relación a ese desdoblamiento que a todos (“a todos”, repitió Sam) se nos hace en la conciencia y das por real –y a veces te animás a escribirlo.

Algo que tiene y no tiene que ver con lo real. Eso que a algunos los lleva a la locura (y a los más, a la indiferencia), a Patti le permite pasar de uno a otro lado sabiendo que se trata de una cantera: si no trae esas palabras y los saltos (tears los llama ella y no se refiere a lágrimas precisamente) que capta entre unas y otras, entonces sí enloquece.

“No soy oscura por designio”, dice a menudo.

Ni en su mejor momento, cuando cría los dos hijos que tiene con Fred “Sonic” Smith (“Otro Smith, te das cuenta, otro cualquiera”), antes de que a él se le detenga súbitamente el corazón, ella pudo disfrutar del paraíso de los indiferentes.

Si te quemaste algunas veces y el fuego no pudo con vos, seguirás quemándote toda la vida, les advierte en su momento a los punks que ya antes de ser punks la consideran su Madonna. Los chicos la entienden a medias. En sus letras la furia nace de un rechazo al mundo (de los mayores, de lo establecido, de lo que los deja afuera); en Patti esa furia es lo que ella percibe en el dolor de estar viva.

Los anatemas punks quieren que tomes conciencia y no te dejes masacrar ni por lo que te rodea ni por tu propia complicidad; curioso: esto último terminaría con ellos antes que la maquinaria. Transpiran y hacen transpirar, sí, pero no cortan la respiración como Patti. Los de ella son aullidos, no gritos. Sus poemas, como los de William Blake, Arthur Rimbaud, Allen Ginsberg, Bob Dylan y los de cualquiera de sus (y mis, y tal vez tus) bienamados ángeles lastimados, no curan el dolor. Los lees o escuchás y sentís que te acercan a la vida. En Poetry ella tira un cable: “Se trata de una música no oída sino alcanzada”.

Marina Abramovic

LA REALIDAD VERDADERA

Entiendo lo que pudo pasarles a los que se sentaron y permanecieron en silencio durante quince minutos mirando sus ojos y siendo mirados por los de ella. Vine al Centro Cultural Kirchner a comprobar si es realmente así, si es posible cruzar la barrera de deseos, miedos y construcciones mentales que nos separan a uno del otro, a mí de mi conciencia, a mi conciencia de lo que haya más allá. Dónde está la frontera entre una performance artística y un hecho real.

Marina Abramovic viene de pasar miles de horas en el MOMA de New York y otros importantes museos y galerías de Europa haciendo solo esto: sentarse y mirarte. Un arte inmaterial, sin ningún otro tipo de soporte físico que ella, sus ojos y vos como parte de la obra.

A los pocos segundos de estar muda e inmóvil, separada del otro por una mesa impersonal, deja de ser la artista reconocida internacionalmente, la que hace de su sola presencia un acto creativo. Deja de ser una mujer que sacrificó su vida personal por esto. Deja de ser un medio y se vuelve tan pero tan humana que la amo desde siempre, amo eso en ella, eso que no es su cuerpo ni su mente, eso que nos convoca. Apenas una sensación, carne viva entre el pecho y el estómago, entraña, por dentro mezcla de frío y calor, de desesperación y de no necesitar calmarla.

A esa altura dejo de ser otro que espera algo de ella o que algo ocurra en mí. Permanezco, respiro bajito y veo realmente que mi conciencia “es” el Universo. No una metáfora, ni algo imaginado. Estoy ante un enorme telón negro sin fondo lleno de puntitos luminosos.

Esta es la realidad, me digo, no aquella. Pero todavía estoy en el CCK y pienso que la realidad de afuera es la pantomima. Esto existe, me repito, es tan real como el ticket que tengo en el bolsillo para retirar la bicicleta del estacionamiento. Muchas cosas están pasando en el mundo en este mismo momento y no las percibo. Tampoco percibía que esto fuera posible.

“En épocas duras esta actitud nos devuelve a los fundamentos”, dijo Abramovic a una periodista, y lo anoté inmediatamente en el cuaderno. Debajo de otra frase de ella escribí: “Saber cómo uno sabe que es artista es mucho más importante que definir qué es un artista. Es como descubrir el sentido de propósito en la vida”.

Ninguna palabra, ningún gesto de despedida, ningún movimiento sobre su silla. Sus ojos, cansados y a la vez frescos para recibir a los que estaban detrás de mí en la fila, los ojos de los que estuvieron antes y como yo no pueden irse, los míos que siguen viendo su mirada en toda la sala, en el pasillo, en el gran hall. Todos lo estamos viendo.

Portada del nuevo libro de Juan Carlos Kreimer