Llego a media mañana al Tokio Dome, mientras sube por la escalinata una quinceañera vestida de colegiala marinerita con dos colas rojas hasta la cintura, falda cuadrillé al límite y portaligas negro con aires de femme fatal. La enfoco con la cámara y me mira fijo haciendo trompita con las manos en la cintura. 

A dos metros una chica le toma fotos a una treintañera con look “sweet lolita” al estilo muñeca victoriana de porcelana: vestido rosa amplio y pomposo con miriñaque, lazo en el pelo, paraguas y bolso con cara de gatito, todo haciendo juego. Pero estas no son las lolitas “auténticas” que uno se cruza por centenares en las calles de Harajuku –las lolitas tienen su barrio en Tokio– sino cosplayers que imitan a personajes de animé, comic de manga o videojuego, donde los roles femeninos muestran niñas angelicales con ojos y pechos muy grandes, cintura de avispa y delicadeza de sílfides, aun cuando guerreen con un monstruoso robot. 

La fiesta de disfraces transcurre durante tres días en un predio de este gran shopping con tres mil participantes diarios. A pesar de ser el único occidental aquí, muchos tenemos ojos “redondeados”: los personajes de animé carecen de rasgos orientales y por eso los cosplayers suavizan el filo de sus ojos con artilugios de maquillaje, operaciones de cirugía plástica o doblándose el párpado hacia adentro con un palito diseñado para tal fin. 

Pero el objetivo no es tanto parecer occidental sino un personaje de animé, cuyos desproporcionados ojos –más grandes que los reales en Occidente– son más bien un signo de irrealidad y fantasía: se los considera “ojos de personajes animados” (a la japonesa). 

Todo espacio público y privado está muy reglado en Japón y este evento no es la excepción. Le hago fotos a un grupo de lolitas y de la nada aparece un inspector: “Usted debe comprar una autorización para fotografiar si no está disfrazado”. Y aclara que por cada foto debo pedir permiso a los cosplayers. Pero los veo tomarse fotos sin parar y pienso que en ocho horas dispararé la cámara centenares de veces: no sería práctico el sistema.

Entre la multitud le hago una foto a un grupo de amigos con los disfraces de pirata del animé One Piece: desde una rampa un hombre con megáfono grita “Ask for permission!”. Todos me miran y aparece otro vigilante a advertirme respetuosamente ofuscado –la manera del enojo japonés– que si vuelven a descubrirme me echarán. 

Me impresiona la infalibilidad de los controles. No queda otra que solicitar consentimiento, doscientas, trescientas veces. Me pregunto qué sentido tendrá esto, si a los cosplayers lo que más les gusta en la vida es que los acribillen a fotos y ni uno solo se niega: todos posan largo rato cambiando de posición hasta que me canso de disparar. Y son ellos los que agradecen. La foto es lo fundamental, casi la razón de ser en estas fiestas. Como son puntillosos y detallistas hasta el delirio, antes de cada toma el maquillaje, el pelo y la pose deben estar perfectos. Muchos vienen en grupo conformando el elenco de una serie de animé. Entonces posan de forma ensayada, casi coreográfica, distribuidos en varios planos. Japoneses al fin, sólo conciben la perfección.

A cada rato me cruzo con chicas de largas colas de pelo azul hasta los tobillos y minifalda. El inglés de estas lolitas es elemental y responden con risas infantiles llevándose la mano a la boca. Les pregunto a qué animé corresponde ese personaje azulado, pero parece que planteo mal el asunto y no nos entendemos. Varias peliazules me ayudan a reconstruir su propia génesis cibernética: representan a Hatsune Miku, una excepción que no brotó de una serie animada sino de Internet: es un holograma vocaloide, una estrella pop virtual que, a pesar de no existir, llena estadios con personas de carne y hueso que se emocionan al ver cantar y bailar con un realismo pasmoso a su idoru digital (ídolo en japonés).

Esta voluptuosa colegiala surgió como un programa de voz sintetizada por Yamaha a la que los usuarios ponen letra y música para que cantara con voz cibernética. Un fanático hizo un programa para que cada quien la haga bailar a su gusto y lo subió a la web. Sus videos se cuentan por centenares de miles. 

En Japón siempre hay quien lleve las cosas al extremo: un joven juntó miles de “firmas” por Internet para que la delgada lolita 3D decorara un satélite listo para partir a Venus. Después pidió una audiencia con el ministro de Ciencia, a quien la idea le pareció excelente: a la incorpórea Miku la tallaron en tres discos de platino del fuselaje de la nave y partió al espacio. Así que la teen azul ahora orbita Venus al mismo tiempo que se corporiza en miles de cosplayers como las que tengo alrededor explicándome quienes son; o en todo caso, en la piel de quién están: un holograma.

En lo mejor de la charla mis entrevistadas salen corriendo a los gritos, despavoridas. Pero yo no les hice nada: el evento tiene sectores al aire libre y uno techado con escenario y pantalla gigante. Como el DJ acaba de poner un video de Miku, una veintena de Hatsunes han subido corriendo al estrado a cantar al estilo karaoke y bailar una coreografía compleja. La escena se repite hasta las 10 de la noche –hora de cierre– con canciones de animé.

Los cosplayers son expertos en disfraces y peinados que recrean personajes de manga.

¿POR QUÉ TODO ESTO? Los cosplayers andan por dentro y fuera del recinto de la fiesta en el espacio de un shopping con terrazas, bares y un miniparque de diversiones. Allí trabaja Alexis, un peruano que vive en Tokio hace 20 años y ha estado casado con dos japonesas, quien tiene su propia interpretación.

–A los japoneses el carácter y la personalidad les son prefigurados desde chicos. Si vas a un kinder entenderás muchas cosas al ver a los niños como soldaditos obedeciendo: van todos en fila a lavarse las manos sin que vuele una mosca. En la casa hay poca comunicación entre padres e hijos, casi no los acarician, no les preguntan sobre el colegio y los ven un rato a la noche, cuando llegan estresados por el autoritarismo que sufren en el trabajo. Esa relación es fría y los chicos crecen desorientados, faltos de afecto, presionados en el estudio, con necesidad de construir un yo más fuerte. Suelen tener personalidad débil y la sumisión los vuelve manipulables, reprimidos y ansiosos por agarrarse de algo que les permita socializar y crearse una identidad más firme. Entonces construyen una de fantasía que se toman muy a pecho –me dice el peruano con vocación de sociólogo y me deja pensando.

El cosplayer no solo lee la colección completa de un manga o mira su serie favorita de animé: elige un personaje y estudia sus diálogos, tono de voz, gestualidad y vestuario. Después ensaya la interacción con los otros personajes, se hace tatuajes, usa pelucas y lentes de contacto de colores extraños, se agrega rellenos que resaltan curvas y músculos, rasura sus cejas y se agrega pestañas. 

No se trata sólo de disfrazarse para jugar: hay estudio, ensayo, diseño, confección y una gran inversión de tiempo y dinero. Algunos disfraces se compran –la industria factura millones– y otros los fabrica el cosplayer. Al disfrazado lo critican si no coincide con el “original”, si la voz imitada no se parece o los movimientos no corresponden. Un mismo personaje se repite en cada evento y hay competencia: se busca la copia perfecta como rasgo paradójico de originalidad. En su libro Gestualidad japonesa el antropólogo Michitaro Tada analiza el valor especial que le dan los japoneses al hecho de “ser como otra persona…   jamás creemos que imitar sea malo…   tal vez sentimos placer al experimentar la desintegración del yo porque, en el fondo, nos provoca enorme alivio.”  

Camino por el shopping y me cruzo con las cuatro hermanas Goth Loli del animé The Wallflower, con su look “lolita gótica”. Este estilo lo exhiben aquí chicas vestidas de luto o con aspecto mortuorio, adornadas con candelabros, calaveras, crucifijos, prendedores de una Hello Kitty diabólica muy lastimada y bolsos con forma de ataúd o murciélago.

Ningún detalle queda librado al azar, aunque hagan falta hasta cirugías.

SER O NO SER Los cosplayers parecen competir en quién es más raro: el evento tiene algo de freaky. Es un juego pero también una especie de liberación personal, ocultándose en identidades temporales. Según el artista pop Murakami Takashi, al fracasar las protestas estudiantiles que reclamaban cambiar el tipo de relación entre Estados Unidos y Japón de la postguerra, los jóvenes comenzaron a refugiarse en mundos apocalípticos de fantasía. 

–No me gusta ser igual a todos: por eso me convierto en Hatsune Miku –me dice una de las lolitas azuladas. Los cosplayers rompen los moldes japoneses de uniformidad social, extremo formalismo y estructurado racionalismo. Son jóvenes fanatizados tras la idea de ser otro que juegan a ser niños y quieren ser héroes o muñecas. 

Los cosplayers son en el Japón posmoderno, una imitación física creada a partir del mundo inmaterial, que sale de la pantalla con sutil erotismo. En estas fiestas lo ilusorio se vuelve real en la copia, terreno de lo falso por excelencia. En los cuerpos se materializa algo que no existía: el “verbo” se hace carne a partir de unos dibujitos animados.

También en versión robótica, el cosplay requiere estudio, ensayo, diseño e inversión.