Dice Diedrich Diederichsen en su famoso texto "La biopolítica de Britney Spears", de su libro Personas en loop, que el ritual popular contemporáneo del nuevo mainstream estará entre el striptease y la cirugía estética. Entre la entrega absoluta y el simulacro sin concesiones. Ese texto tiene casi 20 años, en medidas temporales actuales decir que es viejo es poco, Britney duplica esa edad y lo que ha pasado en la industria musical desde entonces dio más latigazos artísticos que el pelo de Raffaella Carrà en los '80...

Pero más allá del anacronismo, la pregunta vale para medir los shows musicales de 2022 y, en especial, el por qué se llega a pensar en la pieza de un crítico cultural alemán a la hora de procesar la presentación de Rosalía y su Motomami Tour, anoche y esta noche en el Movistar Arena, en lo que representa su primera visita con este disco y su segunda al país.

La española sí que hizo el trabajo. Pero no el aspecto laboral de la palabra, tampoco en el sentido werk de la perfo (que también, pero eso vendrá más adelante). Rosalía exuda disciplina, entiende el juego y el chiste de la modernidad. Deja chiquitos a quienes sobreanalizan sus canciones con posteos kilométricos en los comentarios de redes ("Sólo dijo Motomami"), juega con el minimalismo extremo, tan al límite que obliga a sus fans a preguntarse qué hay más allá, o incluso a llegar a dudar si no estará montando algo más "serio" detrás.

Pasó cuando develó un teaser de Hentai y entre avalanchas de memes, hubo quienes vaticinaron el fin de su carrera. Y podía haberse pensado algo en el simplísimo opening del show: pantalla blanca que se extiende al suelo, cual pasarela, y unos dibujos torpes e infantiles, entre garabatos, mariposas y el nombre del disco que la trajo hasta aquí. ¿Es Paint? ¿Está efectivamente Rosalía dibujando desde un pad? ¿Se debatió la longitud de las líneas que van apareciendo? Primera redada. Caemos todos: quienes nos preguntamos tantas nimiedades y el público que grita extasiado ante cada pixel que ve de frente.

Crédito: Trigo Gerardi

► El shabot bien planchado

Rosalía sabe mejor que nadie que así empezó a funcionar la dinámica de su obra. Desde El mal querer, ese opus que generó fanatismos, desvelos y el abultamiento del tag apropiación cultural en portales de todo el mundo. La lógica rezaba una segunda parte en su carrera, un flamenco en esa línea paladar negro, con el shabot bien planchado y la madera del escenario reventada de tanto zapateo. Pero el zapateo también puede hacerse con bota bailantera y la cantaora puede hablar del amor que siente por lo que su novio trae en sus pantalones.

Doble vara aquí: cuando la gente se enteró que El mal querer fue compuesto con C. Tangana, no dudó en bajarle el precio a la importancia de ella como artista. Pero nadie se sorprendió cuando, por ejemplo, ella produjo un par de temas de Afrodisíaco, el álbum debut de su actual pareja, Rauw Alejandro, donde aparece en los créditos de Dile a él y Strawberry kiwi.

Se dijo mucho sobre este show, y la crítica en general optó por bardear el formato "pensado para TikTok". Y resulta necesaria la pregunta a sus seguidores más ortodoxos, sobre si el hecho de pagar la entrada más cara con la intención de estar cerca de la diva, y que en lugar de mirarlos a ellos, a pesar de tenerlos a unos pocos pasos, Rosalía se dirija directamente a una cámara, no los hace sentir algo estafados.

Se dijo mucho sobre la forma en que se hizo, su estructura, y no tanto sobre lo que pasa allí dentro. El cuerpo de baile la contiene físicamente, y la cámara, ese elemento omnipresente, edita con la misma actitud autómata que los miles de celulares alrededor. La batalla sobre el uso de dispositivos móviles en recitales está perdida antes siquiera del planteo, basta con hacer el ejercicio: pararse en un recital masivo, mirar al frente y hacer mentalmente un dibujo de líneas punteadas del espacio que queda sin que las pantallas se toquen. Ese espacio donde se respira sin registros. Un resquicio más breve que fama de participante de reality. El sueño húmedo de Michael Powell cuando dirigió Peeping Tom.

Crédito: Trigo Gerardi

► Tormenta de Arena

¿Qué sucede en el show entonces? Primero que nada Rosalía es adorable, se ríe con timidez, lee los carteles de la gente como si estuviese leyendo la pantalla del celular sin entender demasiado ("¿Rosalía, puedes firmar mi culo?"), se quiebra con drama. Quizás ese sea el primer (¿único?) momento sin artificio: ese llanto es real y continuará en Dolerme, tema donde agarra la guitarra y por momentos le cuesta mantener estabilidad en la voz.

Si hubiera que describir el tour en una palabra, sería impecable. Las voces suenan por momentos mejor que en estudio, aunque el sonido no sea el mejor de todos. Las florituras de su voz anulan hasta los pensamientos. No se abusa de objetos ni despliegues grandilocuentes: el baile es correcto, sin fulgores ni trances. El resto de los trucos del show son sutilezas, como el twerkeo (sí, un twerkeo también puede ser sutil) o las coreos prolijas.

El halo de Rosalía es propio (aunque el juego de luces lo subraye), siendo una con el universo. Y como la voz es el santo grial, el repertorio gana en volumen: entre covers, remixes y obra propia, treinta y una canciones recorren la gola de Rosalía. Esa voz que hace Alfonsina y el mar, tema que cuenta que aprendió en sus comienzos, hace ya más de diez años. Momento para historia de Instagram: su cara atónita al darse cuenta de que casi nadie de los espectadores sabía la letra.

Igual aprovecha el primer linkeo nacional para bajar al campo y someterse al brandeo argentino del público, eficaz cual parada de boxes. Resultado: corona de flores, bandera celeste y blanca con mariposas. Habrá otras dos referencias locales: contará que algún día piensa hacer un tema inspirado en Piazzola, y tocará como cierre CUUUUuuuuuute, uno de los mejores temas de Motomami, con beat de y coproducido por Tayhana, la DJ y productora oriunda de Caleta Olivia.

Crédito: Trigo Gerardi

► Goza chicle

No habrá cambios de vestuario para esta propuesta. Es que Rosalía busca ir restando, despojando la imagen cuadro por cuadro. Se desmaquilla en una silla algo quirúrgica y hasta se corta dos mechones de pelo. Se lo podría imaginar como el reverso de aquel legendario comercial de Mac donde Amanda Lepore se va pintando toda la cara con labial. Rosalía quiere sacarse de encima todo lo accesorio, porque sabe que es ella cada día más. Su fantasía está en la carne, allí donde su voz parece ir moldeándose con lo que proyectan sus manos, percibiendo de algún modo la que va a salir de sus cuerdas vocales, ahí es donde Rosalía se transforma. Ahí está su punto más fuerte y ella es totalmente consciente de eso.

Luego seguirá el número del piano para Hentai. Las visuales que remiten al fondo prediseñado de Windows XP la situarán en algo así como un video de presentación de alguien que intenta competir en un certamen, de alguien que sueña con la celebridad. La original emula a su copia: "Mirá qué fácil es", parece estar diciendo. También habrá bloque de reggaetón con himnos como Gasolina y Papi chulo, versiones que logra apropiarse con mayor precisión que otros en los que fue invitada (como Relación remix, donde queda muy fuera de registro).

La reina residente del pop y del yohagoloquemedalagana (Bad Bunny dixit) es lo que es. Con el mismo modelito de motocross durante toda la noche, sin escote ni geometrías extrañas. Con el pelo sudado y lleno de frizz, con un poncheo casi chocando la pantalla para que veamos hasta sus poros. El fetiche obrando de skincare.

En la gira, Rosalía come chicle, vestida de rojo, verde y azul. La imagen se recorta, multiplica, memeriza y el algoritmo potencia el absurdo. Aquí ese número fue sólo un gesto, pero el ícono ya quedó registrado en la memoria de los presentes. Ese chicle imaginario los contiene, los devora, han caído pegoteados y gozosos.

Crédito: Trigo Gerardi

► La Rosalía

La verdadera, la insuperable, el mejor de todos los tiempos, siempre el superlativo. El más turro, el que más le mete, la jefa, siempre el magnánimo para autodefinirse. Rosalía es (La) Rosalía. Y en la perfo de su show hay un camino hacia esa simpleza, brindarlo todo y quedarse más humana que nunca.

Mackenzie Wark compara a las melodías pegadizas con una enfermedad venerea que se contagia por sexo auditivo. ¿Cómo sería el sexo de la música de Rosalía? La butakera entra en escena acompañada de unos personajes medio cronenbergianos con luces de motores y entre esa estructura se alza nuestro objeto de consumo (que acabará consumiéndonos). Casco con colitas de muñeca. Rosa lo descubre y el coro gregoriano de acólitos hará su magia.

Un párrafo aparte -bien aparte-, amerita el cuerpo de baile. Ocho mostras con hegemonía hasta en la manera de transpirar que demostraron ser capaces de todo. Construyendo una moto humana, recreando un cuadro renacentista (espíritu que, por otro lado, ronda todo el espectáculo), alzando a Rosalía cual Cristo, coreografías imposibles, figuras con monopatines, con sus propios cuerpos escultóricos, y manteniendo la ilusión hasta cuando eran tomados en primer plano y sus caras continuaban profesionales y hermosas.

Y este equipo de lujo decide salir de personaje en el momento oportuno: al final, para desplegar, al despedirse deslizándose sobre ruedas, las banderas argentina y del orgullo, haciendo romper los decibeles de euforia en el estadio.

Sí, Rosalía mastica chicle mientras te mira. Te mira porque sabe que caíste (abre la boca, relojea, te sobra y sigue mascando con la boca abierta). Te mide. Sabe que estás esperando qué viene después, cuál es el siguiente truco. Pero ella se regodea, infantil y poderosa, como niña que puede mandarse alguna y no va a ser castigada. Ya muchos le dijeron que no se podía, que no era por ahí, que mejor seguir haciendo lo de siempre. ¿Acaso eso la detuvo? Acelerá que el camino está allanado.