Mi papá se crio en el campo. Antes era común que familias enteras vivieran y trabajaran allí por varias generaciones. Las parejas se formaban entre los habitantes de la zona. Casi todas las descendencias eran numerosas: mi papá, por ejemplo, tenía catorce hermanos. Cada grupo tenía sus reglas. Para marcar diferencia entre padres e hijes, muchos padres eran tratados de usted. Era algo que generaba distancia.

Los abrazos, besos y el cariño no eran parte de la construcción familiar. El padre de la familia era como un capitán y sus hijes, lxs soldadxs. La educación no era para todes, en algunos casos, o era algo que solo podían hacer los hombres. Pero en general, los hombres eran más necesarios en el campo y cuando podían agarrar una herramienta, los ponían a trabajar de sol a sol. Los hombres se encargaban de la cosecha y los trabajos más pesados; las mujeres de la casa, de darles de comer a los animales y sobre todo, de la cocina.

Mi papá me contaba que la violencia, los golpes, estaban a la orden del día. Hasta en la escuela, los maestros golpeaban a les niñes con reglas de madera o varillas de mimbre. Estaban tan naturalizados los abusos que les adultes podían ejercer ese «rigor» a su antojo y nadie se metía. Era esa la forma que tenían de educar. Con tanta violencia en la casa y la escuela, jamás imaginé que mi papá sería capaz de seguir el mismo patrón con sus hijes.

Comencé con esta historia familiar porque la semana pasada vi una entrevista a Guillermo Pérez Roldan en la que contaba los abusos que sufrió por parte de su padre cuando era joven. Para lxs que sufrimos violencia infantil, escuchar el relato de Guillermo no solo te congela la sangre, te hace volver a revivir esas situaciones. Sé que no habrá sido nada fácil.

Para lxs de mi generación, Guillermo Pérez Roldan era un ídolo y un orgullo nacional. Siempre consideré a los deportistas de elite o de alto rendimiento como dioses, seres dotados con físicos privilegiados, fuertes. La fragilidad no entraba en esas imágenes. Él era eso: Rocky, Martillo, una roca. Escuchar a Guillermo contar su terrible historia de vida, verlo ahí con la mirada baja, su voz quebrada totalmente vulnerable y descubrir a un hombre herido, lastimado, roto psicológica y emocionalmente fue impactante.

Veo y siento su vergüenza, la de contar algo tan íntimo, que nunca se atrevió a revelar ni a sus amigos más cercanos de esa época o a su primera esposa. Eso ocurre cuando la violencia y el miedo se vuelven parte de tu ADN y tu agresor te hace creer que te merecés cada uno de esos golpes. Para un violento, un cinto no es suficiente y entonces puede seguir un cable reforzado o una percha de metal. Pero lo que más hiere, en realidad, es el odio, la ira en la mirada, además de la absoluta convicción en cada golpe de que lo que hace está bien.

¿Por qué? ¿Qué puede llevar a un padre a ejercer semejante violencia contra su propio hijo? Cuando tenés hijes, sobrines, cuando vivís en contacto con niñxs, estas situaciones cobran otra dimensión. ¿Cómo un padre puede ser capaz de lastimar así a un hijo? Muchas noches busqué respuestas en mi cabeza: ¿cómo un ser humano puede ser tan cruel?

Estoy segura de que contar ayuda, primero, a soltar y segundo, a sanar las heridas. Rescato la valentía de Guillermo, por todo lo que significa denunciar a tu propio padre, que fue capaz de todas esas atrocidades. Podría haber quedado en su entorno. Podría haber hablado solo con quienes son familia y amigos y haberlo soltado en un círculo privado. Su decisión de hacerlo público, exponerse así frente a la prensa, es generosa: busca ayudar a otres para que no vivan lo mismo. Dejar de naturalizar la violencia disfrazada de exigencia que nos imponían hace muchos años. «Porque nuestros padres nos enseñaban a los golpes», te decían. Como si eso justificara algo.

Hoy, el abuso infantil se condena. Como adultos tenemos la responsabilidad de cuidar, educar, proteger y amar a nuestrxs hijes. Hay que poner el acento en todas las instituciones deportivas y educativas para que las violencias sean cosas del pasado.

Guillermo, celebro tu valentía y te agradezco. Ojalá esta serie ayude a las nuevas generaciones a que estas violencias se terminen. Te envío un fuerte abrazo a la distancia, y ojalá algún día pueda cruzarte y dártelo en persona.