Cuesta creer que el hombre atento, cordial y locuaz que se sienta en una confitería de Villa Crespo para la entrevista con PáginaI12 sea el mismo que en la pantalla grande aparece cubierto de polvo, con la cabeza llena de lastimaduras y un comportamiento general autómata y silencioso que comunica un carácter parco, por decir lo menos. Pero así sucede, como si realidad y ficción se dieran la mano para volver a cerrar ese círculo que, un par de años atrás, albergó la totalidad del proceso creativo de Los globos. A fin de cuentas, Mariano Gónzalez –un actor formado con Ricardo Bartís y Rubén Szuchmacher– no sólo es el protagonista absoluto de este largometraje que esta semana llega a la cartelera porteña después de su paso por el Festival de Mar del Plata, de donde se llevó el Premio Fipresci a la mejor película de Competencia Argentina, sino también su director y guionista. “La idea surge de las ganas de protagonizar un largo. Me puse a pensar en lo que necesitaba para hacerlo, y me di cuenta que lo primero era escribirlo. Agarré lo que tenía a mano en ese momento, en ese presente, y escribí una historia alrededor de eso”, dice.

“Lo que tenía a mano” era, afirma, un auto, un amigo con un galpón con globos y una flamante paternidad que le trastocó su forma de ver el mundo, adosándole a las preocupaciones habituales una galería de temores con los que nunca antes había tenido que enfrentarse. De esa amalgama de sensaciones, elementos y locaciones surgió esta historia centrada en un hombre que prácticamente no habla y pasa sus días encerrado en la fábrica haciendo globos o transpirando de lo lindo en clases de crossfit. Y que de repente se ve obligado a hacerse cargo de un hijo al que no conoce –interpretado por el propio hijo de González– a raíz de la muerte de la madre. Filmada con un estilo urgente y opresivo que, como bien reconoce el director, remite a los primeros trabajos de los hermanos Dardenne, Los globos es un relato tan íntimo como desesperante de una vida al borde del colapso, a la vez que uno madurativo en donde padre e hijo crecen a la par. 

–¿Qué le interesó de la fábrica de globos?

–Me gustan mucho los oficios y los talleres, esos lugares íntimos que a la vez son de creación, de usar las manos y la cabeza. Ni bien entré a la fábrica de mi amigo vi el látex, las paletas, el polvo, la resina… había algo que me entusiasmaba y me gustaba ver. Después, uniendo todo eso a la lógica de la película, encontré una relación medio metafórica con la historia: los globos generalmente son para nenes, la forma de la panza de la mujer embarazada. Me interesaba mostrar de qué manera se hace un globo, pero que no sea solamente una cuestión de imagen. El oficio, el construir algo con la fuerza propia, puede usarse para canalizar muchas cuestiones personales. En cierta forma el trabajo es un lugar que te protege porque vos te encerrás y no podés hablar ni pensar. Es un aislamiento.

–Ese aislamiento va en línea con la forma de comportarse del protagonista….

–Sí, tal cual. La película encuentra a César, mi personaje, en un momento en el que trata de protegerse de todo un pasado reciente. El no parar, el no sentarte a contemplar algo, va en esa línea. Cuando para es cuando empieza a pensar. Si arreglara el sillón en lugar de sentarse y prenderse un cigarrillo, sucedería otra cosa. Por eso me gustaba que la primera escena mostrara a César en el mundo que más habita, que es el galpón donde trabaja. 

–El chico que interpreta a Alfonso es su hijo en la vida real, y su ex suegro ficticio, su papá. ¿Qué vio en ellos para elegirlos?

–Los globos habla sobre el vínculo entre un padre y un hijo y, sobre todo, de los miedos de ese padre. Yo escribí usando mi vida, aunque después hubo algo del proceso de escritura que me dio la libertad suficiente para que los miedos de César no fueran necesariamente los míos. Decidí trabajar con Alfonso porque había una sinceridad que iba a ayudarme mucho: no había forma que no lo viera como mi hijo. Probamos, él se entusiasmó, y decidimos avanzar. Respecto a mi papá, lo llamé porque lo veía aburrido en casa y necesitaba a alguien que tuviera mucha presencia en la cámara. Era un personaje que prácticamente no hablaba.

El protagonista y director en una escena con su propio hijo.

–¿Cómo fue la dinámica de rodaje con su hijo? 

–Alfonso tenía cuatro años y medio cuando filmamos. Entendía mucho, pero era muy chico para plantearle todo. Elegí presentarle algunas cosas con modificaciones: le dije que la mamá estaba de viaje en lugar de que había muerto y que yo no lo conocía porque había estado trabajando afuera, pero siempre le dejaba en claro las situaciones que iban a pasar. Siempre digo que en realidad él me dirigió a mí. Soy una persona adulta con una preparación para actuar y él, una cabecita muy pura, así que yo me adaptaba más a él que él a mí. Tenía que estar muy alerta a eso. Se armó su mundo, su propia historia, y trabajamos desde ahí.

–El catálogo de Mar del Plata habla define a César como “un manojo de temores”. ¿Cuáles son los temores que lo movilizan?

–Creo que es el temor a lo nuevo. Hay algo muy lindo que escribió Roger Koza, que en cada devolución me sigue enseñando sobre lo que hice. Él dijo que era un personaje que empezaba a entender que su “cómoda celda” ya no era para uno, sino para dos. Me gusta esa idea porque marca que César empieza a darse cuenta que ser padre implica que ya no sos vos solo. Los temores tienen que ver con todo lo que implica tener un hijo: de qué forma hablarle, cómo criarlo, cómo educarlo, qué darle de comer... es un miedo a hacerse cargo. 

–Da la sensación que ese “hacerse cargo” abarca no sólo la cuestión paternal…

–Sí, César viene de estar dos años apartado de la sociedad, y regresar implica empezar casi todo de nuevo. Es muy difícil eso. A veces noto que en el cine hay mucho abuso: la gente se comunica fácil, se entiende, mata como si nada, habla muy bien. Pero no es todo tan fácil, a veces cuesta muchísimo hablar. César tiene un poco de esa torpeza para comunicar. 

–¿Por qué decidió filmar con una cámara en mano?

–Vi toda la obra de los hermanos Dardenne, y en sus primeras películas había algo impactante que me quedó grabado. A la hora de escribir uno piensa en la dirección, en qué ritmo darle a cada escena, en cuál sería el mejor lugar para poner la cámara. Creo que hay momentos en los que era necesario estar cerca del personaje para darle al relato un vértigo particular. Pero traté de combinar eso con algunos planos más tranquilos para que la película respirara. 

–Una cámara muy cerca de los personajes, su hijo y su padre actuando, usted como protagonista, director y guionista… Suena muy ambicioso para una ópera prima. ¿Cómo manejo las múltiples tareas?

–Puede ser que yo haya sido un poco inconsciente, pero todo me indicaba que lo tenía que hacer así. En principio quería sólo protagonizar, pero ya estaba volcándome a la dirección y empezó a entusiasmarme la idea. Sentía una libertad muy grande y sabía que en algún momento iba a dirigir. Si no era en ese momento, ¿cuándo? No fue fácil, aunque disfruté el rodaje más de lo que lo sufrí.