Estaba parado cerca de la puerta de entrada en ese monumental edificio y lo que veía me parecía una pesadilla. Las numerosas escaleras mecánicas subían y bajaban sin parar y por su largor no se alcanzaba a ver adonde llevaban, quizás al cielo azul chino intenso o a un sótano infernal de banderas rojas. Miraba alucinadamente una marea de mujeres yendo y viniendo. Un océano de caras serias o sonrientes, jovencitas, de mediana edad o algo gastadas por lo años, con ojos rasgados u occidentales, polleras y blusones, vestidos, túnicas o trajes de todos colores. Parecía que en vez de China había recobrado la Amazonia. Todas llevaban colgando en sus cuellos unas tarjetitas cuya leyenda en inglés se reproducía en grandes carteles, que lucían como monstruos guardianes a los costados de las escaleras.

Yo era un convidado de piedra, mi mujer había sido nombrada delegada por la universidad a ese Primer Congreso Mundial de Mujeres, y me dejó acompañarla. Me debía muchos viajes a la inversa, pero al mejor lugar invitaron a mi amazona. La esperé bajar de su reunión largamente, pero la hubiera esperado más cuando me acostumbré a distinguir en cada una de esas mujeres su brizna de belleza, un espectáculo gratis que no podía perderme por nada del mundo y ya estaba justificando mi viaje, el primero que hacía a un congreso de tal envergadura, con miles de participantes (sólo femeninas) sin tener que dar una conferencia ni asistir a ningún evento, un buen regalo de mi mujer.

Finalmente, ella bajó toda presurosa como las demás participantes, el portafolio bajo el brazo y un rápido beso y me dejó de nuevo diciéndome que había hablado con no se que autoridades y que alguien me vendría a buscar para dar una recorrida por Pekín. No pasaron ni cinco minutos y ese alguien me tocó el hombro y luego me saludó en un inglés pasable. Por supuesto era una mujer porque en todo ese salón yo parecía un extraterrestre y querían alejarme de él rápidamente. La nueva república de Amazonia tenía sus propios anticuerpos.

Después de presentarse como Miss Jing y decirme que oficiaba allí de intérprete, me preguntó mi nombre y mi profesión para saber que me interesaría ver en su ciudad. Yo muy tonto le confesé que era profesor y ella miró un librito, que no era el de Mao, y me dijo un breve -Ya está, debería conocer nuestra universidad. “Muy entretenido” me dije por dentro, pero ya estaba decidido, yo sería un intelectual más de la revolución cultural, aunque ésta había terminado hace tiempo.

--No lo puedo acompañar --agregó-- pero tengo un taxi esperándolo afuera, el problema es que sólo habla nuestro idioma. Pero en este papel que le doy ahora para él le explico todo. Irá al Pabellón latinoamericano de la universidad y él lo esperará para llevarlo a su hotel, de su mujer nos ocupamos nosotros.

Le di las gracias y salí casi corriendo de esa gran guarida de bellas amazonas y en la puerta había un hombre que me hacía señas desde su auto con las manos. Evidentemente también desconfiaba en entrar a buscarme. Le di el papelito. Lo miró de arriba abajo mientras asentía con su cabeza y subí al taxi, como seguramente lo harían todos lo días y en ese mismo momento algunos de los millones de chinos que poblaban esa inmensa ciudad. Calles abarrotadas de gente, palacios y viejas casas, un barullo incesante que entraba por las cuatro ventanas abiertas por el calor, parques fascinantes y bien cuidados, una película en colores que trataba de captar con mi fiel y pequeña cámara de fotos.

Casi sin darme cuenta el taxi se frenó en la puerta del pabellón universitario y el taxista me indicó imperativamente con la cabeza que debía bajarme e inmediatamente se marchó a toda velocidad. Una especie de Fangio chino. En el apuro dejé olvidada sobre el asiento mi cámara de fotos.

La que me esperaba era una chinita pequeña y bonita que aparentaba no más de quince años, y luego me dijo que eran 18. Me hizo entrar detrás de ella a una especie de aula u oficina no muy grande, donde había algunos estudiantes y un señor muy mayor parado e inclinado sobre una tabla. Escribía en una gran hoja con una lapicera a pluma en caracteres chinos, pero cuando vio que un visitante había llegado dejó su trabajo y vino amablemente a saludarme. Su español era un poco mejor que el de su alumna, había tenido, sin duda, setenta años más de tiempo para estudiarlo, algo que no me alcanzaría a mi para aprender el chino. Su edad era también indescifrable, su rostro estaba surcado de arrugas, pero sus ojos parecían penetrar el alma de sus interlocutores. Menudo, pero todavía vivaz y ágil, me dio la mano y me preguntó de que país provenía. Cuando le dije de la Argentina sus ojos se iluminaron y su cuerpo pareció estremecerse. Exclamó algo en chino y luego dirigiéndose a mí me preguntó emocionado si le podía recitar algunos versos del Martín Fierro.

No se como supo que escribía poesía, pero dio por sentado que lo hacía y que me sabía el Martín Fierro de memoria. Lo primero era cierto, no lo segundo. Lo único que podía ofrecerle era dos estrofas, la primera y la de los hermanos sean unidos, no mucho más. Lo había leído entero hace tiempo y de vez en cuando lo enseñaba en mis clases, pero conocerlo de memoria era para mi como conocer el Hànyǔ o mandarín estándar, el idioma de Huan el viejo profesor. Él si se sabía varios párrafos de memoria en su idioma y en español y entusiasmado me los recitó. Allí me di cuenta que el mundo es más pequeño de lo que parece y que el tiempo se puede detener, como se detuvo para Huan durante los treinta años que le tomó la traducción de nuestro simbólico gaucho.

--Lo hice me dijo después de una larga conversación porque la vida de Martin Fierro, cuando empecé a leerlo, se parecía mucho a la de los campesinos chinos.

Sin duda, me trasmitió su paciencia para esperar otro taxi - no menos de una hora después de haber recorrido las instalaciones del pabellón-, y me prometió que dos de sus alumnas vendrían el día siguiente a buscarnos a mi mujer y a mí para llevarnos a comer la verdadera comida china, no la que conocíamos en occidente. Yo le dije que si venía a la Argentina lo invitaría también a un asado con el mismo tipo de carne que comía nuestro común amigo Martín. Entonces muy amablemente me confesó que eso no sería posible porque tenia un cáncer terminal y todavía debía apurarse por traducir unas estrofas de la segunda parte del poema, por lo que debía concentrarse en ello lo que le quedaba de vida.

 

Al menos conocí a un real gaucho chino antes que lo atrapara la cárcel de la muerte. Es una lástima no tener ninguna foto suya.